Atlantis

Atlantis


Capítulo 19

Página 24 de 42

Capítulo 19

El túnel que se abría a la izquierda caía de repente hacia abajo. Las paredes se estrechaban cada vez más, llevándolos hacia las entrañas del volcán. Eso alteró aún más el organismo de Jack, que todavía luchaba con su herida. Ahora tenía que hacer frente además a los efectos debilitantes de la creciente presión del descenso.

—Puedo ver escalones labrados más abajo —anunció Costas—. Recemos para que comiencen a ascender pronto. Otros diez metros y estaremos perdidos.

Costas miró inquieto su medidor de profundidad mientras continuaban descendiendo. Los compensadores de flotabilidad automáticos insuflaban aire suficiente dentro de sus trajes para impedir que cayeran a plomo. Después de un par de metros el declive aumentó de manera alarmante. Por un momento, Jack y Katya no pudieron ver nada. Su visión quedó oscurecida por la nube de burbujas del tubo de respiración de Costas cuando éste se hundió justo delante de ellos.

—Estoy bien. —Su voz llegó clara a través del interfono—. Veo un suelo llano.

Los escalones que había más abajo se convirtieron en meros apoyaderos cuando la pared se volvió completamente vertical. Jack descendió los últimos metros y aterrizó sobre las rodillas. Katya lo siguió.

—Ciento dieciséis metros —anunció Costas—. Esta solución de Trimix da para poco más. Unos cuantos metros más y los reguladores quedarán inutilizados.

Jack y Katya no contestaron y Costas escudriñó sus rostros en busca de signos de narcosis. Cuando sus ojos se acostumbraron al lugar comprendió por qué sus compañeros estaban en silencio. El claustrofóbico túnel había dado paso a una amplia cámara de magma. Su terrible contenido ígneo había desaparecido hacía miles de años para dejar una cavidad alargada, parecida al salón de un castillo medieval. La analogía se antojó muy acertada cuando Costas volvió la vista hacia el punto por donde habían entrado. Encima de ellos el túnel se abría como el pozo de una antigua chimenea, mientras que la cara de roca de debajo se prolongaba en una cavidad que recordaba un hogar señorial.

La cámara parecía un fenómeno completamente natural, su forma era el resultado de las fuerzas titánicas de la corteza terrestre más que del designio del hombre. Cuando la mente de Costas se adaptó al tamaño de la cámara comenzó a ver dibujos en el basalto de ambos lados: un tumulto de formas retorcidas como si un torrente de lava se hubiese congelado a medio fluir. De pronto vio lo que había cautivado a sus dos compañeros. Parecían como hipnotizados por aquellas formas geológicas. Pero pronto supo que no era eso. Una escena fantástica se reveló ante sus ojos. Las paredes estaban cubiertas con una espectacular colección de animales pintados y cincelados en la roca, cuyas formas respetaban los contornos de la cámara y aprovechaban los dibujos naturales que formaba el basalto. Algunas de las figuras eran de tamaño natural, otras incluso más grandes; pero todas ellas estaban plasmadas en un estilo naturalista que facilitaba su identificación.

De un vistazo, Costas reconoció rinocerontes, bisontes, venados, caballos, enormes felinos y toros. Había cientos de ellos, algunos solos, pero la mayoría en grupos superpuestos, una imagen tras otra, como si se tratase de un lienzo utilizado muchas veces. El efecto que producía era asombrosamente tridimensional y, combinado con el leve efecto alucinógeno del nitrógeno, a Costas le parecían criaturas vivas, una multitud de bestias que se lanzaban hacia él como un espejismo caprichoso.

—Increíble. —Jack rompió finalmente el silencio, su voz era apenas un susurro provocado por la admiración—. La sala de los antepasados.

Costas se sacudió la imagen fantasmal e interrogó a su amigo con la mirada.

—Tú mismo lo insinuaste —explicó Jack—. Aquí hubo gente mucho antes de que se sacrificara el primer toro. Pues bien, aquí tienes la prueba. Estas pinturas pertenecen al Paleolítico superior, el período final de la vieja Edad de Piedra, cuando la gente se dedicaba a la caza mayor en los límites de los glaciares. Acabamos de retroceder unos cuantos miles de años hasta llegar a la primera explosión de creatividad artística del hombre, con una antigüedad de entre treinta y cinco y doce mil años.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Echa un vistazo a las especies representadas.

Nadaron en línea hacia el centro de la sala; sus tubos de respiración lanzaban grandes nubes de burbujas plateadas hacia el techo. A cualquier parte donde dirigieran los haces de sus lámparas, aparecían nuevas maravillas de arte antiguo.

—No hay animales domesticados —dijo Katya—. Ni vacas, ni ovejas, ni cerdos. Y algunos de ellos parecen especies extinguidas.

—Exacto —dijo Jack, asombrado—. Es la megafauna de la Edad de Hielo, enormes mamíferos que desaparecieron a finales del Pleistoceno, hace diez mil años. Esto es asombroso. Incluso se pueden identificar las subespecies. Los toros, por ejemplo, no son como los conocemos ahora. De hecho son bisontes, Bos primigenias, una especie salvaje antepasada del ganado domesticado que ya había desaparecido en esta región en el Neolítico. El rinoceronte es la variedad lanuda, otra especie extinguida que superaba los dos metros de altura.

Cuando avanzaron un poco más, una forma inmensa apareció ante su vista en la pared de la izquierda, su torso formado por un abultamiento natural de la roca. Tenía casi tres veces más la altura de ellos y exhibía unos enormes colmillos retorcidos de al menos seis metros de largo.

—¡Un mamut! —exclamó Jack—. Los mamuts se extinguieron al sur del Cáucaso durante la última era interglacial, cuando el clima se volvió demasiado cálido para ellos. Estos artistas viajaron a distancias increíblemente remotas, hasta el mismo borde de los glaciares, en las estepas septentrionales. O eso, o bien estamos contemplando una pintura que tiene al menos cuarenta mil años.

—Creía que las pinturas rupestres del Paleolítico sólo se encontraban en Europa occidental —dijo Katya.

—Principalmente en los Pirineos y en la Dordoña; las cuevas más famosas son las de Altamira y Lascaux. Éstas son las únicas al este de Italia, la primera prueba de que los cazadores-recolectores europeos llegaron a las costas de Asia occidental.

—Creo que estas pinturas tenían alguna clase de significado religioso —dijo Costas—. ¿Un culto animal?

—En los albores del arte, muchas de estas representaciones debieron de poseer una utilidad mágica —afirmó Jack—, especialmente si fueron la creación de chamanes o hechiceros.

—O hechiceras —intervino Katya—. Muchas sociedades de cazadores-recolectores eran matriarcales y adoraban a una diosa madre. Las mujeres no se limitaban a criar a sus hijos y a recoger frutos.

Otra imagen colosal apareció ante sus ojos, en esta ocasión un bisonte gigante. Estaba reflejado por una imagen idéntica en la pared opuesta, una disposición única que hacía que se irguieran como una pareja de temibles centinelas que se enfrentaban a cualquiera que avanzara por allí. Ambas bestias estaban agachadas hacia adelante, sobre patas muy musculadas y ambas se encontraban en un estado de gran excitación sexual.

—Se parecen al toro del sacrificio en el pasadizo —observó Costas—. Y la postura es la misma que tenía la esfinge-toro gigante en el patio.

Jack estaba tratando de dilucidar las implicaciones de su descubrimiento.

—En la época en que se produjo la inundación, la mayoría de estos animales debieron de ser bestias míticas del pasado, como la esfinge o el grifo para las culturas posteriores. El hilo de continuidad está dado por el toro. Para los cazadores prehistóricos, los bisontes feroces representaban el más poderoso símbolo de potencia. Para los primeros agricultores, los bueyes eran fundamentales como animales para arar la tierra, y ganado para la carne, la leche y el cuero.

—¿Estás diciendo que el pueblo neolítico de la Atlántida adoraba imágenes que ya tenían treinta mil años de antigüedad? —preguntó Costas con una expresión de incredulidad dibujada en el rostro.

—No es probable que todas las pinturas sean tan antiguas —contestó Jack—. La mayoría de los yacimientos de arte rupestre no son homogéneos, representan acumulaciones de pinturas realizadas a lo largo de extensos períodos, de modo que las pinturas más viejas se retocan o se reemplazan por otras. Pero incluso los añadidos más recientes, de finales del período glacial, deben de tener al menos doce mil años de edad, más de cinco mil años antes del fin de la Atlántida.

—Tan remoto para el pueblo de la Atlántida como lo es la Edad de Bronce para nosotros —dijo Katya.

—En las primeras sociedades humanas, el arte generalmente sólo sobrevivió si tenía una importancia cultural o religiosa —afirmó Jack—. Hasta este punto todos los pasadizos han sido trabajados y pulidos; sin embargo, los guardianes de la Atlántida dejaron deliberadamente esta cámara inalterada. Estas pinturas eran veneradas como imágenes ancestrales.

Jack se adelantó e inspeccionó la enorme grupa del mamut, procurando no alterar los pigmentos que habían sobrevivido durante todo ese tiempo en la helada inmovilidad del agua.

—Sabía que la Atlántida guardaría sorpresas extraordinarias —dijo—. Pero nunca esperé encontrar el primer eslabón claro entre las creencias de los primeros Homo sapiens y nuestros antepasados del Neolítico, un culto del toro que ha existido desde el principio de los tiempos. —Se apartó ligeramente y observó la imponente figura del mamut pintada en la roca—. O descubrir la obra de arte más antigua que existe en cualquier parte del mundo.

Ahora se encontraban a más de treinta metros del pozo de entrada y habían recorrido la mitad de la sala. Encima de ellos, la roca se encumbraba como una gran catedral, el techo estaba formado por una bóveda ondulada de lava congelada a medio fluir. A medida que las figuras de los primitivos bisontes retrocedían, más grupos de animales aparecían ante su vista, en algunos lugares en grupos tan densos que parecían rebaños que huían en estampida hacia ellos.

—En las cuevas de Lascaux hay seiscientas pinturas y doce mil grabados —murmuró Jack—. Aquí deben de haber tres o cuatro veces ese número. Es sensacional. Es como haberse topado con un Louvre prehistórico.

Katya y él estaban tan absortos ante las asombrosas escenas que se desplegaban a cada lado de la cámara que no repararon en el extremo más alejado de la misma. Costas los alertó. Y fue hacia adelante, no sin antes mirar con preocupación su profundímetro.

—Mirad delante de vosotros —dijo.

El final de la cámara se encontraba ahora a menos de diez metros. Cuando los haces de luz de sus lámparas barrieron las paredes comprobaron que en ellas no había ninguna pintura. Su superficie había sido alisada y pulida como en los pasadizos anteriores. Pero luego comenzaron a ver el perfil de una escultura. Era inmensa, y se extendía al menos quince metros a través de toda la pared.

La luz de la lámpara de Costas se unió a la de ellos y la imagen apareció completa.

—Es una ave de rapiña —exclamó Katya.

—«El dios águila» —dijo Jack débilmente.

La talla estaba hecha en bajorrelieve, como el toro del sacrificio en el pasadizo. Tenía un aspecto notablemente similar a las águilas imperiales de la antigua Mesopotamia o de Roma. La cabeza se arqueaba rígidamente hacia la derecha y su ojo miraba altivamente por encima de un afilado pico doblado hacia abajo. Pero en lugar de estar extendidas hacia afuera, las alas estaban dobladas en ángulo apuntando hacia las esquinas de la cámara. Era como si el ave estuviese a punto de caer sobre su presa, con sus garras extendidas casi hasta tocar el suelo.

—Es posterior a las pinturas —dijo Jack—. Los cazadores del Paleolítico no disponían de las herramientas adecuadas para tallar el basalto de esta manera. Debe de ser contemporánea de la talla del toro, del período Neolítico.

Cuando sus luces iluminaron las temibles garras comprendieron que el águila estaba posada encima de una serie de oscuras entradas abiertas en la base de la pared. Había cuatro en total, una debajo de cada extremo de las alas y una debajo de cada una de las garras.

—Parece que tenemos cuatro opciones —dijo Jack.

Examinaron la pared en busca de alguna pista, conscientes de que su tiempo a esa profundidad se agotaba rápidamente. Ya hacía casi media hora que habían abandonado el submarino. Después de inspeccionar una por una todas las entradas, volvieron a reunirse en el centro.

—Las cuatro son idénticas —dijo Katya con evidente desaliento—. Tendremos que volver a echarlo a suertes.

—Esperad un momento. —Costas estaba mirando la imagen que había encima de ellos; los extremos de sus alas parecían perderse en las alturas cavernosas de la enorme cámara—. Esa forma. La he visto antes en alguna parte.

Katya y Jack siguieron la dirección de la mirada de Costas. Katya contuvo súbitamente el aliento.

—¡El símbolo de la Atlántida!

Costas estaba exultante.

—Los hombros y las alas forman la «H» central del símbolo. Las patas son el trazo inferior. ¡El símbolo de la Atlántida es una águila extendida!

Jack sacó de inmediato el disco para que pudiesen ver el diseño rectilíneo impreso en la superficie, una imagen tan familiar aunque hasta ahora inescrutable en su forma.

—Tal vez es como el símbolo ankh egipcio —dijo Katya—. El jeroglífico de una cruz con un lazo encima de ella que significaba «fuerza vital».

—Cuando vi ese registro de los sacrificios en el pasadizo empecé a pensar que el símbolo de la Atlántida era más que una simple llave, que también era un dispositivo numérico —dijo Costas—. Tal vez se trate de un código binario, utilizando líneas horizontales y verticales para el 0 y el 1, o una calculadora para relacionar los ciclos solares y lunares. Pero ahora parece como si fuese simplemente una representación del águila sagrada, una abstracción que podía ser copiada con facilidad en diferentes materiales gracias a su diseño de líneas rectas. Y sin embargo…

—Es posible que contenga alguna clase de mensaje —lo interrumpió Jack.

—¿Un mapa?

Jack nadó hasta donde estaba Katya.

—¿Puedes descargar la traducción que hizo Dillen del disco de Fastos?

Katya cogió rápidamente el pequeño ordenador de la funda impermeable que llevaba en el hombro. Después de unos segundos, en la pantalla comenzó a aparecer un párrafo.

Debajo del signo del toro se halla el dios águila extendido. En su cola está la Atlántida de murallas doradas, la gran puerta de oro de la fortaleza. Sus alas tocan el nacimiento y la puesta del sol. En la salida del sol está la montaña de fuego y cristal. Aquí está la sala de los Sumos Sacerdotes…

—No sigas. —Jack se volvió hacia Costas—. ¿Cuál es nuestra situación?

Costas había previsto la pregunta de su amigo y ya estaba consultando su brújula.

—Teniendo en cuenta la probable variabilidad magnética debida a las rocas, yo diría que esta pared está orientada exactamente en dirección este-oeste.

—Correcto. —Jack puso en orden rápidamente sus pensamientos—. El «signo del toro» se refiere a este volcán, a los picos gemelos. «El dios águila extendido» es la imagen que tenemos encima de nosotros, las alas están alineadas precisamente hacia la salida y la puesta del sol. La «sala de los Sumos Sacerdotes» está en el sol naciente. Eso significa la puerta oriental, debajo del ala izquierda del águila.

Costas estaba asintiendo con los ojos fijos en el símbolo de piedra.

—Hay más que eso. —Cogió el disco de manos de Jack. Resiguió las líneas a medida que hablaba—. Imaginemos que esto es un mapa, no una representación a escala sino un diagrama similar a un plano. La línea vertical correspondiente a las patas del águila es el pasadizo que lleva desde la puerta en la cara del risco. Estas dos líneas cortas a mitad de la pata del águila son nuestros callejones sin salida, justo al otro lado de la talla del toro. Ahora nos encontramos en el corazón del símbolo, en el punto donde las alas se extienden a derecha e izquierda.

—De modo que las dos puertas que se abren delante de nosotros conducen al cuello y la cabeza del águila —dijo Jack—. Y el texto impreso en el disco posee un doble mensaje que nos dice no sólo que debemos elegir la puerta oriental sino que también debemos seguir los pasadizos hasta más allá de un punto que se corresponde con el extremo del ala izquierda.

—¿Adónde conducen entonces los otros pasadizos? —preguntó Katya.

—En mi opinión, la mayoría de ellos forman un complejo de pasadizos y galerías como éste. Imaginemos un monasterio subterráneo, con salas de culto, habitaciones para los sacerdotes y los criados, cocinas y despensas, talleres y aposentos para los calígrafos. Los primeros cazadores del Paleolítico que llegaron aquí quizá repararon en la disposición simétrica de este lugar, un capricho de la naturaleza que podía concebirse como el dibujo de una águila con las alas extendidas. Más tarde, la excavación en la roca pudo haber regularizado el dibujo aún más.

—Lamentablemente no disponemos de tiempo para hacer una exploración. —Costas había nadado alrededor de Jack y estaba observando con creciente alarma la lectura de su profundímetro—. La herida de bala y la exposición al agua helada han agravado el ritmo de tu respiración. Estás casi en la reserva de emergencia. Tienes suficiente Trimix para regresar al submarino pero nada más. Tú decides.

—Seguiremos adelante.

La respuesta de Jack fue firme. Aunque Ben y Andy aún estuviesen resistiendo, no había manera de regresar a través del submarino. Su única alternativa era encontrar un camino, a través del laberinto de túneles, que los llevara hasta la superficie.

Costas miró a su amigo y asintió en silencio. Los tres nadaron en dirección a la entrada de la izquierda, echando una última mirada a la caverna que quedaba atrás. Cuando las luces de las lámparas iluminaron la ondulada superficie, los animales parecieron distorsionados, alargados, como si hubiesen retrocedido y ahora se esforzaran por seguirlos; una fantástica manada preparada para lanzarse a todo galope desde las profundidades del período glacial.

Cuando llegaron al borde de la entrada, Costas se detuvo para colocar otro carrete de cinta. Luego avanzó nadando para enfrentarse a la inquietante oscuridad del pasadizo, Jack y Katya colocados a ambos lados.

—Muy bien —dijo—. Seguidme.

Ir a la siguiente página

Report Page