Asya

Asya


El poder del amor

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Pasha no supo el tiempo que Asya tardó en regresar junto a él puesto que, tras volver a la casa y tumbarse en la cama, se apoderó de su mente una deliciosa sensación de delirio. A través de un velo fino que no supo si era real o producto de su imaginación, observó cómo los dedos gráciles y delgados de Asya le desabrochaban la camisa que llevaba puesta, apartándola a un lado. Fantaseó un segundo con que le desvistiese con fines románticos, pero fue rápidamente devuelto a la realidad al sentir un trapo impregnado en agua y algunas plantas medicinales pasearse sobre sus hombros y su torso.

Las manos de ella le rozaban la piel como una suave caricia y aliviaron al instante su cuerpo enardecido. Sintió la necesidad de contemplarla y, reparando en el gesto alarmado de ella al tratarlo, fue invadido por una intensa ola de felicidad.

Las ventanas de su cuarto habían sido abiertas de par en par dejando el aire primaveral penetrar en su dormitorio. No pudo sentirse más afortunado que en aquel instante, cuando las manos de ella se paseaban por su piel desnuda y la suave brisa acariciaba sus rostros.

Asya le pidió abrir la boca y le hizo tragar un líquido amargo, empalagoso, que supuso sería un remedio para bajarle la fiebre. Obedeció sin rechistar; se encontraba tan eufórico, que hubiese tragado veneno si ella se lo hubiera pedido. Su estado de relajación se alejó de él cuando se dispuso a reconocerle las piernas. Pasha se perturbó al saber que le vería la pierna mutilada.

La observó con atención cuando comenzó a curarle la hinchazón ya que necesitaba conocer su primera impresión sobre aquello. Saber si la disgustaría o la horrorizaría. No supo, finalmente, cuáles fueron sus verdaderos sentimientos con respeto a eso porque su semblante serio no dejó traspasar emoción alguna. Si quedó impresionada de algún modo, lo disimuló muy bien.

Finalizó su cometido con un suave masaje, untándole la pierna dolorida con una vaselina mentolada y después se la flexionó en varias direcciones, dejándola envuelta en una gruesa toalla, que previamente había dejado calentarse en el marco de la ventana.

—No deberías forzarla, Pasha —le regañó en un tono tan suave que a él le llegó directo al corazón. A continuación, le acomodó la almohada debajo de la cabeza y le tapó con una delgada sábana de algodón—. La prótesis te ayudará a hacer una vida normal pero si abusas, al final, perderás la pierna. Me imagino que los médicos te lo habrán contado —lo advirtió apaciblemente.

Él asintió y cerró los ojos un instante.

—Me he sentido violento al saber que… que la verías —se sinceró tragando saliva angustiado—. Casi nadie lo sabe, intento hacer vida normal y obviar la desgracia que se ha abatido sobre mí. Por favor, que no salga de aquí.

—Si quieres mi opinión al respeto, diría que no deberías avergonzarte; al contrario, eres un héroe que se ha sacrificado por el bien de todos. No trates de ser perfecto, no tienes nada que demostrar porque ya lo has demostrado todo. —Se miraron a los ojos con intensidad desbordante, embriagados por el poderoso manto de la fascinación recíproca—. Nunca he tenido la oportunidad de decírtelo, pero me siento muy orgullosa de todo lo que has conseguido y del hombre fuerte en el que te has convertido.

—¿Orgullosa… tú, de mí? —La voz se le quebró y su intensa mirada brilló por la emoción—. No sabes cuánto lo estoy yo de ti. La primera veterinaria de la comarca no está nada mal, ¿eh?

Ella enrojeció de placer y apoyó la cabeza en su pecho desnudo que ardía y se consumía bajo su mejilla. Escuchó atenta los latidos de su corazón y, por un instante, tuvo el presentimiento de haber regresado a la época despreocupada de su adolescencia en donde ambos eran los dueños absolutos de sus vidas. Una etapa en la que solo los horizontes infinitos tenían el poder de limitar sus sueños.

—¿Qué crees que fue lo que nos pasó? —le escuchó preguntar con voz rota, al cabo de un momento cargado de dulces recuerdos—. Es más que evidente que, a pesar del tiempo, la distancia y la adversidad, no hemos conseguido pasar página.

En ese instante mágico, causado por una pequeña e inesperada tregua, que permitió encerrar sus orgullos y sincerarse el uno con el otro, Asya comprendió, con cierta sorpresa, que Pasha luchaba con los mismos sentimientos encontrados que ella. Se sintió afortunada aunque, al mismo tiempo, desdichada y rompió a sollozar sin saber por qué. Advirtió que en su día tuvieron el mundo entero a sus pies, pero no supieron dominarlo.

Él se incorporó y la abrazó con fuerza, acariciándole la espalda mientras la apretaba contra él.

—Nunca tuve el valor de confesarte mi tormento —continuó con voz pausada, mientras le tomaba la cara entre sus manos y le enjugaba las lágrimas con delicadeza—. Y no lo hice por ser demasiado responsable en su día, o quizás, tan solo cobarde; ya no lo tengo tan claro. Quiero que sepas que me alisté en el ejército con el corazón roto. En aquel entonces, tú representabas un mundo entero para mí, aunque la responsabilidad y la posibilidad de no volver me obligaron a romper cualquier vínculo contigo. Lo siento.

Ella negó con la cabeza, incapaz de retener el torrente de lágrimas que recorrían sus mejillas. Incapaz de comprender su estúpido e innecesario sacrificio.

—Me dejaste hecha pedazos. Solo tenía quince años y una montaña de sueños e ilusiones relacionadas contigo. Me sentí rechazada y abandonada. —Esas palabras liberadoras fueron seguidas de un beso devorador. La pasión comenzó a subir por sus venas mientras sus cuerpos encendidos se aplastaban con una deliciosa necesidad.

—¿Y qué crees que nos está pasando ahora? —Pasha selló de nuevo sus labios con un beso dulce, conciliador, y se separó de ella, aguardando su respuesta—. ¿Por qué no podemos olvidar? Somos adultos, deberíamos ser capaces de dejar atrás un fugaz amor de adolescentes que no llegó a cuajar. Además, aun cuando quisiéramos enmendar los errores del pasado e intentarlo, no nos dejarían. Nuestras familias se odian e, incluso, me atrevería a decir que una parte oscura de nosotros mismos, también. Hay veces que estoy resentido y otras que te…

Pasha no llegó a finalizar la frase puesto que las medicinas administradas surtieron efecto y se quedó adormilado. Asya contempló su rostro relajado, dominando con dificultad las emociones que brotaban en su interior. Le acarició la cara con ternura, disfrutando de ese pequeño e inesperado momento de perdón. Sabía que su repentina confesión venía impulsada por su estado debilitado, pero no le importaba. Al menos, tenía una explicación para todo lo que había ocurrido en el pasado. Un leve premio de consolación que aliviaría su maltrecho corazón en las horas más bajas. Pasha la había abandonado, amándola. No se lo había dicho con esas palabras, aunque la expresión mortificada de sus ojos le había delatado. Se había apartado de su camino porque su sentido del deber y su carácter responsable fueron más fuertes que el amor que sentía por ella.

Se permitió el lujo de reflexionar sobre el futuro, preguntándose si debería albergar algún tipo de esperanza o expectativa, aunque rápidamente desechó la idea al recordar el abismo que separaba a sus respectivas familias. Comprendía muy bien el tormento de Pasha, puesto que ella pasaba por el mismo calvario; lo amaba y odiaba a partes iguales, y ese «amor-odio» era una de las medicinas más potentes que existían. Era como obligarse a vivir bajo una furiosa tempestad sin otro premio que la amargura y la desesperanza.

Se abrazó de nuevo al cuerpo de Pasha y se deleitó escuchando los latidos de su corazón que, en ese instante, parecía entonar una sentida canción por ella. Se sentía patética, ridícula y oportunista por aprovecharse de un hombre que se encontraba dormido y bajo los efectos de los calmantes. No se separó de él hasta que notó la fiebre bajar en intensidad. Entonces le acarició el rostro con delicadeza, dibujando el contorno de su cara con los dedos y acariciando la perilla que cubría sus rasgos. Le dio un último beso en los labios, demasiado aturdida por todas las emociones vividas.

Y, de pronto, en su oscuro cerebro apareció un raudal de luz que hizo que lo comprendiera todo. Solo había una cosa que podían hacer para librarse de aquella tortura: darse el uno al otro lo que, por tanto tiempo, se habían negado.

 

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