Asya

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La boda de Natasha

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La iglesia ortodoxa de Tersk estaba a rebosar de gente puesto que era un caluroso domingo de julio y se celebraba una boda importante. Kiril Karamazov, hombre estimado y respetado en la comunidad, aceptaba llevar al altar a la hermosa hermana del comandante del puesto militar de la ciudad. Para él, eran sus segundas nupcias ya que, durante más de cuarenta años, había estado casado con Irina, su primera esposa, quien falleció un par de años atrás a causa de una severa neumonía. Fruto de aquel matrimonio tenía un único hijo varón que vivía y trabajaba en Moscú como médico. La multitud deseaba saber si el retoño del novio acudiría al enlace, ya que era previsible que no le hubiera sentado del todo bien el hecho de que su padre tomase por esposa a una mujer cuarenta años más joven que él.

Las sospechas en torno a eso fueron satisfechas, de forma favorable, minutos antes de comenzar la ceremonia. El médico hizo acto de presencia para asistir a la ceremonia, caminando con paso titubeante hacia la fila donde se sentaban los familiares.

Al cabo de un momento, hizo su entrada en el pasillo principal el novio; un hombre encorvado, entrado en los setenta, de pelo canoso y barba abundante. Vestía un ridículo frac en tonos oscuros, combinado con una almidonada camisa de nupcias blanca, que lo hacía parecer más digno de ocupar un ataúd que ser el flamante novio de una multitudinaria boda. La mirada astuta del viejo Karamazov inspeccionaba los alrededores con sumo interés y su gesto tenso se suavizó al encontrar en la primera fila a su hijo, Flavis.

Poco después, llegó la novia del brazo de su imponente hermano. El comandante Pasha Fedorov vestía para la ocasión el uniforme de gala color rojo, ataviado con varias medallas y condecoraciones, y unos impresionables galones dorados adornaban sus hombros. Cuando llegó a donde estaba el novio le entregó la mano de su única hermana y se apartó unos pasos, dejando todo el protagonismo a la pareja, que se dispuso a esperar delante del altar el comienzo de la ceremonia religiosa y la consiguiente bendición de la iglesia cristiano ortodoxa.

Natasha lucía, simplemente, espectacular. Con su vestido largo y vaporoso de triple seda, semejaba una princesa de cuento. Llevaba su hermoso pelo rubio peinado en forma de cascada, cayéndole con gracia sobre la espalda cubierta de pedrería y los labios pintados en un vivo color rojo que contrastaba con su nítida mirada azul.

Alta y espléndida hacía parecer a su futuro marido bajito y espantoso, y cuando unieron sus manos para recibir la sagrada bendición, ella se encogió un poco para estar a la misma altura que él.

A pesar de esos pequeños inconvenientes, Natasha sonreía feliz al ver que toda la atención de la iglesia era para ella. Cientos de personas no perdían detalle de su vestimenta y alababan en voz baja su belleza. Satisfecha, la joven observaba a los tres sacerdotes que oficiaban la ceremonia, clara señal de que aquel matrimonio era uno importante.

Admiró embelesada su anillo de oro tallado que llevaba una esmeralda incrustada y dio el «sí quiero» sin pensarlo demasiado. Había cumplido, por fin, el gran sueño de su vida y se había convertido en una mujer casada. A partir de ese día, dejaría de ser la señorita Natasha Fedorova, hermana del comandante Fedorov e hija del difunto Oleg Fedorov, para convertirse en la señora Natasha Karamazova, la flamante esposa del acaudalado comerciante Karamazov. Tendría una bonita casa en la zona más codiciada de la ciudad y un carruaje ostentoso, de color bronce con adornos brillantes, para su uso privado. Dispondría de sus propios aposentos y una doncella respondería a sus llamadas sin importar que fuera de día o de noche.

¿Podría pedir Natasha algo más de la vida?

Uno de los sacerdotes le hizo una señal disimulada con la mano para que se acercase a él. Estaba tan distraída que no se había percatado de que había llegado el momento de aceptar ponerse sobre la cabeza la corona sagrada que la uniría en matrimonio para siempre. El término «para siempre» le pareció exagerado porque era más que previsible que a su marido no le quedasen muchos años de vida y, entonces, ella ya no sería la esposa de Kiril Karamazov sino la viuda del mismo. Sonrió embelesada ante esa idea, pero su arrebato disminuyó tras ver el rostro saludable de su marido. No había razones para entusiasmarse en exceso por esa posibilidad ya que la salud de su recién estrenado esposo parecía, incluso, más buena que la suya.

La ceremonia finalizó y Natasha se dejó abrazar y besar por todo aquel que deseaba hacerlo. En su honor, se sirvió vodka y vino en abundancia y pasteles variados, tanto dulces como salados.

La tradición exigía que ella y su marido intentasen alcanzar una gran hogaza de pan en forma de rueda, que dos de los jóvenes más altos de la boda sujetarían de los extremos de un palo de madera. Natasha se lanzó emocionada para cumplir con esa tradición, ya que la había visto multitud de veces en las bodas y siempre se había imaginado saltar y alcanzar el codiciado pan para, después, repartirlo en trozos entre los invitados. Por norma general, un ruso en la edad de casarse era un hombre fornido y alto que no tenía ningún problema en superar a su mujer en aquel juego; sin embargo, en el caso de Natasha, fue subirse un poco de puntillas y sacarle una cabeza entera a su marido. El juego dejó de ser entretenido porque, si lo hubiese querido, hubiera alcanzado la hogaza sin el menor esfuerzo, dejando a Kiril en una más que humillante posición.

Se hizo la torpe a propósito y cuando Karamazov alcanzó la hogaza se sorprendió de forma adecuada y soltó unos pequeños gritos de alegría, aun cuando en su fuero interno le entraran ganas de llorar.

Su marido infló pecho presumiendo de su hazaña como un auténtico pavo real. Cuando su entusiasmo disminuyó, tomó a su mujer por el brazo y encaminaron sus pasos hacia la zona de los carruajes que esperaban para llevarlos al salón donde celebrarían la fiesta. El intrépido corazón de Natasha dio un brinco cuando se detuvieron delante de un joven que Kiril quiso saludar. Algo en él atrajo la atención de la novia y no es que fuera demasiado atractivo, Natasha se había topado a lo largo de su vida con hombres mucho más vistosos que aquel, pero tenía un atisbo tan infantil y divertido en su mirada que te atrapaba de inmediato. Su marido la presentó y el joven hizo una elegante reverencia delante de ella, le tomó la mano enguantada con afectividad para después llevársela a los labios. A pesar de estar protegida por la capa de seda, Natasha sintió un fuerte pinchazo recorrerle todo el brazo.

—Hermosa dama, encantado; soy Flavis Karamazov, su hijastro.

Natasha tragó saliva y se quedó parada ante la evidencia. No era lo mismo saber que el hijo de su marido tendría, aproximadamente, su edad que topárselo de frente. Se sintió tan aturdida que tuvo que inspirar hondo para serenarse. No obstante, enseguida preparó una de sus mejores sonrisas para deslumbrar a su hijastro sin piedad.

—Es un gusto conocerlo. Su padre habla maravillas de usted.

—Es usted muy amable, pero me temo que eso es imposible —sonrió relajado—. Mi padre y yo llevamos años sin hablarnos. Dudo mucho que sepa cuál es el color de mis ojos o la fecha de mi nacimiento.

Natasha le tomó por el brazo y siguieron a su marido, que ya se había adelantado para preparar el carruaje.

—Espero que sus diferencias puedan quedar resueltas en el futuro. ¿Se quedará una temporada con nosotros? Prometo que pondré todo de mi parte para que su padre se aprenda su fecha de su nacimiento y que no dude ante el color de sus ojos que, por cierto, es un hermoso tono miel de abejas.

Su hijastro sonrió complacido. Nunca nadie había comparado antes el marrón de su iris con la dulce miel y eso era… desconcertante.

—En circunstancias normales, no se me ocurriría, de ninguna de las maneras, aceptar compartir techo con mi padre, pero su presencia en la casa lo cambia todo. Me haría muy dichoso si fuera tan amable de aceptar al hijo de su marido en su hogar.

En el rostro de la novia se dibujó una deslumbrante sonrisa. Su humor mejoró visiblemente ante esa perspectiva tan apetecible.

¿Y qué si su marido era demasiado bajito para ganarla de forma honesta en el duelo de la hogaza? Teniendo un hijo así de interesante, todos sus pecados quedarían absueltos.

Definitivamente, Natasha Karamazova no se iba a aburrir en su nuevo hogar.

Una hora más tarde, la novia tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para aguantar los ridículos cambios de ritmo que hacía su marido en su intento de bailar con ella. Natasha era una criatura delicada que conocía a la perfección los giros y el ritmo y se movía con gracia así como la canción lo pedía, pero se vio desbordada por lo patoso que resultó ser el señor Karamazov que, en más de una ocasión, le pisó el pie con tosquedad. Cuando la desesperación se apoderó de ella fue auxiliada de los brazos de su marido por su hijo, quien inventó un pretexto y alejó a su padre de ella. Después, la tomó con precisión por la cintura y acompasó sus pasos con los de ella, haciéndola rodar con destreza por la pista. Cuando el baile finalizó, se separó con pesar de Natasha y se entretuvo más de lo necesario en besarle la mano.

—Baila con una exquisita maestría, señora —la aduló él con la mirada.

—En las manos adecuadas, es fácil hacerlo —respondió sonrojada y se alejó de él, deseosa de abandonar aquel juego peligroso.

Comprendió un poco molesta que estaba coqueteando con el hijo de su marido justo el día de su boda. Necesitaba sacarse de la cabeza aquella repentina ilusión que, a todas luces, no le traería nada bueno. Estaba a un paso de tener la vida holgada y sin preocupaciones con la que había soñado durante toda su existencia. ¿Por qué, de repente, no le bastaba y se sentía desdichada?

 

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