Astrid

Astrid


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Dos meses después…

 

Estaba vomitando de nuevo cuando notó su mano en el hombro, Grimur quería que supiera que estaba allí, a su lado. Y es que los primeros meses de embarazo no le estaban sentando demasiado bien a la princesa, que se irguió cuando se le pasaron las náuseas y habló con su futura hija, tocándose suavemente la incipiente tripa,

—Ya puedes ser lista, valiente y divertida porque si no, te estaré recordando esto toda la vida.

—Seguro que lo es, porque va a salir a mí —ella se giró y soltó un gran ¡Ja! en su cara mientras aceptaba el vaso de agua que Grimur le había traído para enjuagarse la boca.

—¿Estás mejor?

—Sí, es solo que… —estaba cansada de las náuseas —sé que aún queda mucho, pero no aguanto no poder comer lo que quiero—Grimur no pudo evitar sonreír por lo que se ganó una mirada rencorosa de ella—¿te estás riendo de mí? —él la abrazó, sintiéndose más feliz de lo que nunca hubiera esperado. En realidad, meses atrás ni siquiera sabía qué era la felicidad.

—Es que me hace gracia que seas tan tragona, ¡por Odín que nunca he visto a una mujer comer tanto como tú! —rio mientras esquivaba los golpes que Astrid le estaba lanzando en venganza, aunque no pudo evitar uno que aterrizó en su vientre y decidió simular un poco

—¡Aghhhh! —cuando lo vio doblarse sobre sí mismo y llevarse las manos a la tripa como si le hubiera hecho daño, sonrió

—Gracias, Grimur —el vikingo le guiñó un ojo y cogió su mano depositando un suave beso en el dorso, algo que hacía cada vez más a menudo.

—Es un placer, princesa.

 

Astrid no sabía nada sobre organizar fiestas y lo había dejado todo en manos de Helmi y de Lena, que había venido acompañada por Ingvarr una semana antes para ayudarla.

Grimur y ella se quedaron en el umbral tomados de la mano observando el salón decorado con guirnaldas de flores secas y espigas, símbolos de la fertilidad y de la felicidad de la pareja. La chimenea ardía alegremente con un gran tronco que Grimur e Ingvarr habían traído a mediodía, y la mesa estaba engalanada para la celebración de los esponsales.

Se habían casado esa misma tarde, cuando la noche empezaba a aparecer y después de que el fuego, alma de todas las casas vikingas, ardiera en el hogar. Durante la ceremonia, cada uno de ellos había dicho en voz alta ante los testigos lo que sentían y ella había recitado un poema tradicional que ensalzaba la unión entre hombre y mujer. Pero lo que hizo que todos se emocionaran, fueron las palabras que Grimur recitó mientras estaban frente a frente, con las manos unidas y mirándose a los ojos. Astrid supo que, pasara lo que pasara en su vida, siempre recordaría ese momento,

—Astrid, mi esposa, mi única, mi andsfrende, te protegeré con mi cuerpo y con todo lo que soy y lo que tengo, y te adoraré de igual forma, porque no puedo hacer otra cosa ya que eres la mitad que le faltaba a mi alma. He estado solo hasta que te conocí y si alguna vez me faltaras, te seguiría a donde quiera que fueses —ella, que llevaba llorando toda la ceremonia, aunque se decía a sí misma que era debido al embarazo, se lanzó a sus brazos sollozando como una niña mientras sus amigos aplaudían y gritaban como locos.

La cena fue larga y llena de anécdotas, Astrid estaba encantada de tener a Lena sentada a su lado y, junto a ella, Helmi bebía  hidromiel y reía como una jovencita, mientras Ingvarr se ocupaba de que su vaso nunca estuviera vacío. Oleg y Hansen bromeaban al fondo con Liska y Kaisa que se hacían las interesantes, pero Astrid sabía que la mayoría de las noches las dos desaparecían en la cabaña de los esclavos y que no volvían hasta el amanecer. Hasta Aren, el amigo de Grimur, había acudido a la invitación y estaba asombrado por el cambio producido en su antiguo camarada.

Pero la actitud que más sorprendía a Astrid era la de Dahlia. Por primera vez desde que la conocía, no parecía tan segura de sí misma y Astrid creía saber por qué. Su mirada, cuando creía que nadie la veía se dirigía, anhelante, hacia Vinter, aunque el herrero no era consciente de ello. La princesa se propuso hablar con él en cuanto tuviera tiempo para hacerlo. Quería que todo el mundo fuera tan feliz como ella, hasta la bruja de su madrastra.

Aren, no habló casi nada durante la cena y Grimur, después del postre, le hizo un gesto para que se levantara, y se apartaron de los demás para poder hablar.

—¿Qué te ocurre viejo amigo? ¿no te alegras por mí? —Aren frunció el ceño, incrédulo

—¿Cómo puedes decir eso? Sabes que sí

—¿Entonces? ¿Qué pasa?, has estado toda la noche pensativo y mudo, como si hubieras venido en contra de tus deseos —el otro agachó la mirada, pero Grimur lo conocía bien. No estaba avergonzado, simplemente pensaba.

—He tomado una decisión durante la cena. Realmente estoy feliz por lo que te ha pasado Grimur, pero no puedo evitar pensar que es injusto que los demás no lo sepan.

—¿Los demás? —Aren se mantuvo firme a pesar de la expresión de disgusto de Grimur—¿qué vas a hacer, Aren?

—Quiero ir a verlos y decirles que hay esperanza.

—Estás loco, ¡ya sabes lo que les ocurrió! —miró alrededor para estar seguro de que nadie los escuchaba—nosotros tuvimos suerte, pero ellos…perdieron la cabeza. Podemos considerarnos afortunados porque no nos haya pasado lo mismo.

—Tengo que asegurarme de que no se puede hacer nada por ellos —sintió la necesidad de disculparse por decírselo en su boda— lo siento.

—Entonces, iré contigo. No puedo dejarte volver allí solo, cualquiera sabe lo que te vas a encontrar.

—No, amigo. Sé que es una locura, pero yo no tengo que pensar en nadie más, estoy solo. Tú no —los dos miraron a Astrid sonriente de pie junto al resto de las mujeres, que reían y señalaban su vestido, hecho especialmente para la ceremonia. Grimur no pudo evitar sentir cómo se le oprimía el corazón al pensar qué sería de ella si él moría ¿Quién cuidaría de su mujer entonces? Aren adivinó los pensamientos de su amigo.

—He notado los cambios que Astrid ha provocado en ti, al igual que todos los que te conocemos. Y yo también quiero lo mismo para mí —lo miró retándolo—¿o crees que yo no merezco tener una compañera? —Grimur sonrió por su tono desafiante y puso la mano en el hombro de Aren antes de contestar

—Querido amigo, ojalá todos los supervivientes de nuestro antiguo grupo puedan llegar a disfrutar de la felicidad que yo siento ahora mismo. Todos la merecemos, y más después de los horrores de los que fuimos testigos durante la guerra—hizo un gesto de asentimiento y luego le dijo, muy serio—Si necesitas mi ayuda para lo que sea, cuenta conmigo.

—Gracias Grimur, solo necesito que protejas mi granja mientras no estoy

—No te preocupes, de vez en cuando iré a ver cómo van las cosas.

—Gracias. Partiré al amanecer, por eso me voy ya. Necesito descansar.

—Que los dioses te acompañen, Aren —los dos hombres se abrazaron brevemente como despedida, lo que provocó que todos se quedaran callados, extrañados por la seriedad y la tristeza que desprendían los dos amigos.

Cuando Aren se marchó, Grimur fue junto a su mujer que estaba mirando el fuego, pensativa.

—¿Qué estás pensando, querida esposa? —ella lo miró con picardía y le contestó algo que hizo que a él se le borrara la sonrisa

—Que lo primero que voy a enseñar a nuestra hija es a defenderse de los hombres, y le explicaré cómo darles un rodillazo en las partes pudendas cuando quiera que la dejen en paz —inesperadamente, él comenzó a reír a carcajadas mientras ella seguía bebiendo tranquilamente la infusión que Helmi le hacía cuando tenía náuseas.

Cuando llegó el momento de acostarse, Grimur llevó a Astrid a la habitación que compartían y, al cerrar la puerta, la miró como un niño travieso que supiera algún secreto que estaba deseando contar.

—¿Qué pasa? —él caminó hasta el arcón que contenía sus ropas y que estaba bajo la ventana, y hurgó hasta coger algo del fondo

—Lo he tenido escondido para que no lo encontraras, pero estaba deseando enseñártelo—había cogido una bolsa de piel pequeña.

—Es el regalo que te iba a hacer mañana, el que el marido le da a su esposa al día siguiente de yacer juntos. Pero como no es nuestra primera noche, he creído mejor dártelo ahora—hizo una mueca —por eso y porque ya te he dicho que no podía esperar más para que lo vieras. Lo encargué en Leirvik cuando fui hace un par de semanas a comprar grano ¿lo recuerdas? —ella lo miraba como si estuviera hipnotizada—hablé con un artesano de allí que creo que ha conseguido hacer lo que yo quería, aunque le extrañó mi pedido. Espero que te guste —alargó la bolsa y se la entregó. Era pesada, más de lo que parecía y no se le ocurría qué podía ser.

A pesar de lo que pudiera parecer, Astrid no estaba acostumbrada a los regalos. Por supuesto a Harold y a ella nunca les faltaba nada, ropa, comida e incluso caballos o armas, pero Siward había sido un hombre austero que nunca creído necesario regalar cosas superfluas a sus hijos. Conmovida por el gesto de Grimur, abrió la bolsa con una sonrisa y metió la mano tocando algo de metal, pero suave, lo sacó y se quedó mirándolo embobada.

Era un brazalete de oro macizo con la cabeza de un lobo grabado en él, el artista había plasmado hasta el más mínimo detalle del animal consiguiendo que pareciera estar vivo, los ojos, las orejas, hasta el pelo parecía moverse,

—Ábrelo —ella dejó la bolsa en la mesa que había junto al fuego y lo hizo, y sus ojos observaron el cambio ocurrido en el animal sin creerse lo que veía.

La expresión del lobo con el brazalete cerrado era tranquila, pero al separar las dos mitades para ponérselo, cambiaba y se volvía un ser rabioso, enseñaba los dientes y parecía a punto de atacar. Con el brazalete abierto miró a Grimur preguntándose qué quería decir aquello, y él se acercó para cogerlo entre sus fuertes manos.

—Cuando estamos separados yo soy como este lobo, enseño los dientes, gruño y estoy furioso, pero cuando estamos juntos—unió las dos partes hasta que se acoplaron perfectamente y las ajustó en el brazo de Astrid —mi corazón está tranquilo y feliz y solo deseo vivir en paz —muy conmovida, sintió que se le saltaban las lágrimas,

—Gracias, Grimur —lo abrazó —pero yo no tengo nada para ti.

—¡Princesa! —murmuró enternecido por su reacción —esa no es la costumbre, y si lo fuera, tú me has dado el mejor de los regalos: la felicidad.

 

 

FIN

 

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Margotte Channing

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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