Arizona

Arizona


XIV

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XIV

Los dos muchachos, Ronald y Brown, dormían en un desván que tenía acceso por una escala colocada en el porche posterior. Esta aireada cámara estaba aislada del resto de la casa, pero su entrada caía sobre la ventana de la derecha de la habitación de Ester. Lo último que hacían los niños todos los días, era llamar a Ester, que siempre dejaba abierta su ventana por la noche. Ronald y Brown eran en extremo valientes durante el día, pero cuando llegaba la oscuridad su coraje se desvanecía un poco. Halstead, como toda la gente de campo, se acostaba temprano, pero aquella noche los dos muchachos se retrasaban más que de costumbre.

Estaba Ester sentada, tratando de leer y dándose cuenta de que el aire tenía, realmente, una frescura de otoño, cuando oyó un ruido fuera. Quizás aquel forastero, Ames, la había puesto nerviosa. Lo cierto era que no le podía apartar de su mente.

Se asomó a la ventana, para lo cual tuvo que ponerse de puntillas. La noche era estrellada, pero el porche estaba oscuro. Oyó un roce. En aquel país silvestre no era raro que zorras, civetas, coyotes, osos y pumas visitasen el rancho. Por lo general, los perros daban la señal de alarma.

—Es una… civeta —dijo una voz inconfundible, la de Brown.

—¡…!, —fue la respuesta de Ronald.

Ester, como siempre, se tapó instintivamente los oídos con las manos. Luego las apartó, y al acostumbrarse sus ojos a la oscuridad, descubrió a uno de los muchachos en medio de la escala. Evidentemente, el otro estaba ya en el desván.

—Baja a ayudarme a cazar a la… —dijo Brown.

—¡Ja! ¡Ja! En seguida voy a bajar yo.

—¡Miedoso!

—¡Mañana me las pagarás…!

—¡Ya puedes quedarte a dormir ahí!

—Subiré en cuanto pulverice a este… animal.

Brown bajó al porche y desapareció. Ester le oyó vociferar insultos y tirar piedras. De pronto dio un grito de alarma medio contenido y vino saltando hacia la escala.

—¡Qué me persigue, Ronald! ¡Déjame subir!

—No la veo, pero ya la huelo —declaró Ronald.

—¡Si tuviera una escopeta! ¡La muy…!

Ester tenía un forzado conocimiento de aquel lenguaje, debido a su estrecho contacto con su padre y con Fred y, sobre todo, con Joe Cabel, y sabía que las palabras que los muchachos empleaban no tenían el menor significado para ellos. Pero no pudo soportarlo más.

—¡Niños, basta de palabrotas! —dijo con voz terrible. Siguió un silencio. Los dos muchachos se quedaron quietos como dos ratones.

—Os he oído y os he visto —continuó su hermana.

—Ester, mejor es que no saques la nariz por esa ventana, si no quieres que te la perfumen —aconsejó Brown.

Ronald se reía entre dientes.

Ester siguió con cierta precipitación este consejo. La experiencia le había enseñado.

—¿Dónde habéis estado esta tarde? —les preguntó.

—¿Dónde te piensas?

—En la cama hemos estado, Ester.

—No mintáis.

—No mentimos. La cierva nos ha despertado.

—Se lo diré a papá —advirtió Ester, apelando al último recurso. Esta amenaza convencía, invariablemente, a los dos niños.

—No, Ester —rogó Brown.

Ronald se reía entre dientes.

—No os empecéis a echar la culpa el uno al otro y decidme la verdad —continuó Ester con más energía, sabiendo que algo desacostumbrado pasaba.

—¿No nos descubrirás?

—Júralo, Ester.

—No haré promesas mientras nada sepa, bribones. ¿Qué habéis estado haciendo?

—Cogiendo comida para Fred.

—¡Para Fred! ¿Cogiendo comida? ¿Para qué? ¿Dónde está Fred?

—No ha sido para Fred, Ester. Dos hombres que lo han traído nos han hecho coger la comida.

—¿Dónde están?

—En el establo.

—¿Esta Fred borracho?

—No lo sabemos. Estaba muy oscuro. Fred no dijo nada; sólo se dejó caer sobre el heno. Luego, los otros dos nos hicieron entrar en la cocina.

—Bueno, ahora a dormir. Prometo no decir nada de vosotros —replicó Ester. Cerró la ventana por dentro y apagó la lámpara. No se sintió tranquila hasta que estuvo bajo las mantas, al lado de Gertrudis, y aun entonces no le era satisfactorio que hubiera dos desconocidos en el granero con Fred.

Ésta era la segunda vez que ocurría. ¡Si su padre se enterara! Fred estaba empezando a ser un serio problema. Ester había perdido la paciencia con él y ahora comenzaba a sentir temores. Se había negado a dar crédito a ciertos rumores sobre las compañías de Fred. Evidentemente, habría que enfrentarse con aquello lo mismo que con tantas otras cosas que parecían preparar una crisis para los Halstead. Cuando Ester se durmió por fin, su almohada estaba húmeda de lágrimas.

Ester se despertó con un sentimiento para ella nuevo y descorazonador. Lamentaba que hubiera amanecido otro día. ¡Qué absurdo en ella! Pero no lo podía negar, y permaneció acostada largo rato, pensando.

Oyó a los muchachos hablar y reír, y, luego, su ruidoso descenso por la escalera. Gertrudis pasó por encima de ella, se levantó y se vistió, burlándose de su pereza. Aún permaneció allí, sin ganas de levantarse al encuentro de lo desconocido, que parecía preñado de catástrofes aquel día.

Por fin se levantó, consciente de que su espíritu de lucha no rayaba aquel día muy alto. De súbito, mientras se vestía, advirtió que dedicaba a su apariencia personal más atención que de costumbre. Sabía que era bonita y, en alguna ocasión, se enorgullecía de su abundante cabello castaño, sus grandes ojos pardos y sus labios rojos. ¿Pero qué ocasión era ésta? Se contempló con gravedad en el espejo. Quedó complacida de la imagen que en él vio, pero disgustada porque el cabello no le caía bien aquella mañana, ni el lazo de cinta, ni la blusa, que no era, ciertamente, una de diario. Ester era, sobre todo, sincera. Cada vez que un hombre joven, forastero o no, llegaba al rancho, el suceso la afectaba de una manera singular. ¿Qué luz ansiosa y soñadora asomaba a sus ojos? Sin embargo, nunca había sido aquello tan pronunciado como esta vez, y al darse cuenta, un enojoso rubor invadió sus mejillas.

Llegó tarde a desayunarse. Los muchachos ya lo habían hecho y se habían ido. Se encontró con la sorpresa de que Fred estaba allí y la saludaba con más afecto que de costumbre. El corazón de Ester dominaba siempre a su cabeza. Fred se había afeitado aquella mañana, y llevaba una camisa nueva y corbata. Su cara parecía un poco demacrada. El buen semblante de Fred siempre militaba contra sus faltas.

Joe entró con el desayuno de Ester.

—Buenos días, señorita Ester. Es usted una señora desocupada como Fred, y sale ya guapa y elegante —dijo.

—Buenos días, Joe —replicó ella con brevedad, pensando en el tono de Joe y en lo que diría Fred.

—Joe me ha dicho que ayer llegó un forastero —comenzó Fred, cuando salió el cocinero—. Un individuo con quien él ha trabajado. Arizona, o algo así.

—Sí, Arizona Ames.

—¿Y quién es?

—No lo sé. Pregúntale a Joe.

—Ya le he preguntado. Pero está de mal humor. En toda la mañana ha soltado un reniego… ¿Cómo es ese Arizona Ames?

—Es un desbravador; ningún muchacho ya. Apenas podía andar. Estaba tan cansado, tan empolvado y con tantas barbas que costaría decir la cara que tiene.

—Es extraño. No me gusta eso. Le estaba diciendo a Joe que era mejor que invitase a ese jinete a seguir adelante.

—¡Fred! —exclamó Ester, indignada—. ¿Es ésa la idea que tienes de la hospitalidad? El hombre estaba extenuado y hambriento…

—¡Oh, tú meterías aquí a cualquiera! —respondió Fred con sarcasmo—. Pero yo no conozco a ese Arizona Ames.

—No puedes tú hablar muy alto sobre lo que ocurra en el rancho Halstead —dijo Ester, también sarcástica, y como en aquella coyuntura entrara el cocinero, se dirigió a él—: Joe, haga el favor de no tener en cuenta la actitud de Fred para con los forasteros, y trate al señor Ames como si esta casa fuera la de usted.

—Gracias, señorita Ester. Me hubiera disgustado mucho tener que ofender los sentimientos de mi amigo —replicó Cabel con sencillez, pero la mirada que dirigió a Fred dio mucho que pensar a Ester.

Era evidente que Fred luchaba con sentimientos de los que se avergonzaba. La verdad es que se mordió los labios para contener una viva réplica.

—Fred, ¿dónde están los jinetes que te han traído a casa? —preguntó Ester.

—¿Quién te lo ha dicho? —demandó él.

—No importa. Lo sé.

—Voy a despellejar vivos a esos chicos.

—Como les pongas una mano encima se lo diré a padre. Te trajeron a casa borracho… Ésta es la segunda vez.

El hermano lanzó una interjección y se levantó con el aire de quien comprende la inutilidad del subterfugio.

—Ven fuera, donde ese cocinero de ojos de lechuza no pueda oír —y salió dejando a Ester convencida de que uno de sus presentimientos había sido acertado. Gritó a su hermano que esperase a que acabara de desayunarse, en lo cual no se dio, ciertamente, mucha prisa. Mientras tanto volvió Joe con la sonrisa amable que acostumbraba tener para ella, además de cierta ansiosa solicitud.

—Señorita Ester, nunca he sido un soplón, pero ahora tengo que decirle a usted una cosa o reventar.

—Creo que le puedo ahorrar el trabajo, Joe —contestó ella apresuradamente—. Escuche: Fred vino anoche a casa; dos hombres le trajeron porque no podía andar. ¿Es eso lo que me quería usted decir?

—No; eso no tiene tanto de malo. Quiero decirle quiénes eran los dos individuos —contestó Joe con gravedad—. Yo estaba en el camino y los vi llegar. Ellos no vinieron por él, y yo me escondí entre la jara para dejarlos pasar. Iban sosteniendo a Fred en el caballo.

—¿Quiénes eran? —preguntó con ansiedad Ester, cuando él se detuvo con miedo de continuar.

—Uno era Barsh Hensler. Al otro lo he visto en Yampa, pero no sé su nombre.

—¡Barsh Hensler! Joe, ¿no está ese hombre en relaciones con los ladrones de ganado a quienes tanto odia mi padre?

—Sí. Hensler vive en Yampa y tiene mala reputación; se dice que pertenece a la banda de Clive Bannard.

—¿Y Fred tiene amistad con ellos, o, por lo menos, con algunos de ellos? ¡Qué horrible!

—No se altere, señorita Ester —continuó Cabel con calma—. Fred no es malo en el fondo. Es alocado y cuando bebe se sale de sus casillas. No puede resistir un trago. Le gusta jugar a las cartas y vagar por la taberna de Bosomer en Yampa; naturalmente, cae en malas compañías. Me temo que su padre no le ha dirigido como es debido. De todas maneras, creo que es por ese camino por donde ha ido a parar a manos de Hensler.

—¿Qué haremos, Joe? —preguntó Ester, casi angustiada.

—Hablaré de ello con Ames. Es providencial que haya caído por aquí ahora —replicó Cabel, brillándole los ojos profundos y cavernosos.

—No sé si estará bien hablar de ello con un extraño. Pero ¿por qué le parece a usted providencial la llegada del señor Ames?

—Las cosas van a llegar a un trance difícil aquí, señorita Ester. Y es providencial porque Arizona Ames es el hombre que necesitamos para salir de él.

—¿Sí? ¿Y por qué él, precisamente? —preguntó Ester, aumentando su curiosidad.

—Es inútil que se lo diga, a no ser que le pueda convencer de que se quede; pero me temo que eso no va a ser posible.

—¿Por qué no? Quizá mi padre le pudiera dar un empleo —murmuró Ester, maravillándose del estremecimiento que la idea le producía.

—Seguro que se lo dará si yo le digo quién es Ames; y se lo diré si Ames me deja.

—¡Me inquieta usted, Joe! Dígaselo a mi padre sin consultar al señor Ames.

—No es mala idea —dijo Cabel, complacido—, pero hay cien probabilidades contra una de que Ames continúe su viaje tan pronto como esté en condiciones de hacerlo.

—¿Y por qué tiene tanta prisa? —preguntó Ester, resentida—. ¿Tan mala gente somos?

—La verdad es que lo único de que Ames ha huido siempre es de una muchacha guapa.

—¡Joe! ¿Quiere eso decir que yo soy guapa? —exclamó Ester con una alegre carcajada, pero sintiendo calor en las mejillas.

—Ni más ni menos.

—¡Pero no lo soy tanto…! —protestó Ester.

—Siempre y a todas horas. Y cuando se viste usted de blanco, como aquella noche, ¡…! Perdone usted, se me va la lengua.

—Sí, Joe, ya se te ha ido —repuso ella con ironía—. ¿De manera que ese maravilloso Arizona Ames es probable que huya de mí? ¿Qué le pasa, Joe? ¿Es que odia a las mujeres?

—No; creo que Arizona no podría odiar a nadie, y mucho menos a una muchacha guapa.

—No me pareció un vaquero tímido. ¿Qué edad tiene, Joe?

—No lo sé, pero es joven comparado conmigo.

—Vi que le blanqueaban los cabellos de las sienes y me pareció viejo, Joe.

—Es viejo en la vida de los campamentos, pero Arizona no puede tener más de treinta años, si los tiene. —¡Oh, Joe! Sea razonable.

—Le estoy diciendo a usted la verdad, señorita Ester —afirmó Joe—. Y estoy hablando demasiado.

—¡Joe! ¡Venga usted aquí! No se va usted a escapar de mí así —gritó Ester, cogiendo de la manga al cocinero cuando se disponía a marcharse. Se levantó de la mesa—. Haga el favor de quedarse, Joe… Ha sido usted mi mejor amigo. Si lo he podido resistir todo ha sido por su ayuda y su bondad.

—¿De veras, señorita Ester? —inquirió él, asombrado y contento.

—De veras. No me he dado cuenta de lo que le apreciaba hasta hace poco.

—No podría decirme nada que me hiciera más feliz que sus palabras.

—Entonces, no me deje otra vez, como anoche, y como iba a hacerlo ahora. ¡No importa cuáles sean sus razones! Tengo el presentimiento de que le voy a necesitar más que nunca. Venga su mano, Joe.

Joe se quedó tan aturdido que ni de su profana lengua se acordó, pero estrechó la mano de Ester con tanta fuerza que se la dejó entumecida. Ella le sonrió con tristeza, y salió corriendo a buscar a Fred.

Éste le esperaba con la frente ensombrecida.

—Me parece que hablas demasiado con ese cocinero —rezongó.

—Sí, bastante. Es para mí más hermano que tú, Fred. Esto le hizo sonrojarse y hacer una mueca.

—Tienes una lengua como un cuchillo.

—Fred, si estás de mal humor, yo no tengo ganas de aguantarte. Estoy demasiado disgustada.

—¿Los chicos te han dicho que me trajeron a casa borracho? —preguntó él.

—Sí. Pero no sabían que lo estuvieras.

—La verdad es que no lo estaba. Lo había estado y me sentía mal. Necesito dinero, Ester.

—¡Vaya una novedad! —le contestó Ester riéndose.

—¿Tienes…? Quiero decir que si tienes dinero tuyo.

—Sí, un poco, pero lo pienso guardar. No volverás a sacarme un céntimo para beber y jugar.

—No, necesito para pagar una deuda. Debo dinero, Ester, y tengo que pagarlo.

—¿A aquellos hombres que te trajeron anoche a casa?

—Sí, a uno de ellos.

—¿Cómo se llama?

—No importa quién sea, pero me está esperando ahí fuera.

—Te da vergüenza decírmelo. Fred.

—¿Y qué más te da a ti? —demandó él, pasándose por el cabello una mano temblorosa.

—¿No quieres confiarme su nombre?

—No, Se lo dirías a papá.

—Si hubieras tenido alguna probabilidad de conseguir el dinero, habría desaparecido ahora. ¿Cuántas veces te he ayudado y guardado tus secretos? Eres un ingrato… Pero no necesitas confesar. Yo no te critico porque te avergüences. Ya sé quién te ha ganado el dinero.

—¡Cállate si lo sabes! —exclamó él.

—Bursh Hen… —De súbito, apoyó Fred una mano sobre la boca de Ester y la arrastró al interior de la casa. Asombrada y furiosa, Ester se soltó de él.

—¡Cómo te atreves…! —gritó.

—Había un hombre detrás de ti —jadeó su hermano.

—¿Detrás de mí?

—Sí, un forastero, alto y con los ojos como puñales. No le había visto. Se ha acercado despacio, o quizá ha estado allí todo el tiempo. Y te ha oído, Ester. Lo sé. Lo he conocido en su mirada. ¡Maldita suerte! Te dije que callaras.

—Te está bien empleado —dijo Ester, pensativa.

—Debe de ser el amigo de Joe —continuó Fred—. ¿Cómo se llama? Ames, no sé qué.

—No lo he visto —repuso Ester con frialdad—. Sal a verlo, si te interesa.

—¿Me darás el dinero, Ester? —imploró él.

—¿Cuánto?

—Trescientos dólares.

—¡Cielo santo! No los daría aunque los tuviera —replicó Ester, y se refugió en su habitación, cerrando la puerta por dentro.

Allí se sentó en el lecho, ensimismada en un esfuerzo para analizar sus propios sentimientos y olvidar a Fred y sus apuros. Al cabo de un rato volvió al vestíbulo, donde halló sola a Gertrudis.

—¿Has visto a Fred, Gertrudis?

—Sí, hace un rato. Estaba ahí fuera, con la cabeza entre las manos. Le he preguntado si estaba aún enamorado de Biny Wood; me ha dado un grito y se ha marchado.

—Muy bien. A mí no me ha ocurrido eso —replicó Ester, incapaz de resistir la risa—. ¿Has visto a alguien más?

—Sí. Un hombre alto, con botas de montar. Se ha ido al río con Brown. Joe se ha ido también, después.

—¿Si? —gritó Ester con ansiedad, y corrió a mirar por la ventana. Desde allí sólo se veía un pequeño trozo del río. Salió al porche y tampoco pudo percibir al forastero, pero al volverse para mirar el camino, se vio alegremente sorprendida por la figura elevada y familiar de su padre, que se acercaba por él. Corrió a su encuentro, pero al ver su cara desde más cerca, su alegría se trocó en alarma. Sólo una vez le había visto con una expresión igual: fue el día de la muerte de su madre.

—¡Padre! ¿De vuelta por la mañana? ¡Qué alegría! —gritó.

—¡Hola, hija! —replicó él, besándola con cariño y entregándole varios de los paquetes que llevaba—. Para ti y para los niños. ¡Gracias a Dios que os vuelvo a ver!

Su énfasis contuvo a Ester, que le siguió en silencio. Fred había sido el favorito de su padre, y aquello sólo podía significar que le había dado otro disgusto, y, sin duda, grave.

—¡Hola. Gertruditas! —Halstead saludó a su hija menor, y soltó los paquetes que aún le quedaban para tomarla a ella en su lugar. La abrazó fuertemente, levantándola del suelo y ahogando sus gritos de alegría y sus preguntas.

—Sí, te he traído los dulces… Ester los tiene… ¿Dónde están los chicos?

—Creo que en el río —replicó Ester—. ¿Los llamo?

—No hay prisa. ¡Qué mejillas tan sonrosadas tienes! —¿Traes malas noticias, padre?

—¿Qué puedes esperar? —respondió él con burlona ironía—. Vivimos en el Trabajoso. No te preocupes, Ester. Aún saldremos de ello.

—Cuéntame, padre. Yo tengo bastante edad para conocer tus disgustos y compartirlos contigo.

—¡Miren la mujercita! —exclamó él alegremente—. Guarda esos paquetes. Tienen el nombre de Gertrudis. Esconde los tuyos y no enredes en los de los chicos. Confieso que he comprado todos los anzuelos y los sedales que había en Yampa. Dile a Joe que el carro está lleno de provisiones. Jed le ayudará a descargarlas. ¿Han vuelto los vaqueros?

—No, desde que tú te fuiste.

—Menos mal. ¿Ha venido Fred?

—Sí, anoche.

—¿Borracho? —preguntó el padre con amargura.

—Dijo que lo había estado —replicó Ester con repugnancia. Luego añadió lealmente—: Esta mañana estaba bien.

Sin más comentario, el padre abrió la puerta de su habitación, que estaba a la derecha de la chimenea, y se encerró en ella. Ester clasificó los numerosos paquetes, abrió alguno de ellos y llevó el precioso contenido a su habitación. Su padre nunca había sido mezquino, pero ¿cuándo, desde que vivían en el Oeste, había comprado con tanta generosidad?

Ester estaba preocupada. Llevó otros paquetes a la cocina, donde encontró a Jed, el carretero, guardando las provisiones.

—¿Dónde está ese cocinero? —preguntó Jed.

—Ha bajado al río con los muchachos. Que le ayude Smith.

—No necesito a nadie, señorita. Sólo quería darle a Joe su tabaco. Lo dejo aquí; usted es testigo.

—Yo respondo de su destino —replicó Ester, riendo.

—¿Cómo están las cosas en Yampa?

—Bastante movidas —dijo Jed con una carcajada—. Demasiado para mí.

—¿Movidas? ¿Quiere usted decir que ha habido riñas? —Un par de ellas, de las buenas. Pero me refería al juego en casas de Bosomer. Quise entrar yo también, pero no pude. Clive Bannard y su partida están en el pueblo cargados de dinero.

—Mejor para usted, entonces, Jed —replicó Ester. Volvió a su habitación y se dedicó asiduamente a la costura, que esperaba la llegada de algunas cosas de Yampa. Pero su mente trabajaba con la misma actividad que sus dedos, y sus oídos escuchaban con atención cuanto ocurría en el vestíbulo.

Oyó a Gertrudis decir a los dos muchachos:

—Aquí tenéis vuestros caramelos. Papá ha traído una escopeta para ti, Ronald, para cuando dejes de hablar mal.

—¡…! Eso es peor que si no la hubiese traído —gritó Ronald.

—Y aquí hay una porción de chismes para Brown.

—¡Chismes! ¿Qué es?

—Dice: «Anzuelos y sedales de Brown».

—¡Chismes! ¡…! ¡Dame eso, mujer! ¡…! Vamos, Ronald, coge tus cosas y ven a enseñárselas a Arizona.

—Pero. Brown, ¿qué importan los caramelos? Tengo la escopeta, pero no la tengo, y, en cambio, ahí hay un millón de dólares en anzuelos y sedales.

—Ven; no seas cobarde. Arizona hará que te den esa escopeta. ¿No lo comprendes? Seguro que a él se la dan.

Salieron corriendo seguidos por la risa de la pequeña hermana, que se dijo a sí mismo:

—Ese Arizona debe de ser un hada.

Y Ester murmuró también para sí:

—¡Hum! ¿Arizona? Acaso… —y sintió un lento esponjamiento del corazón. Podía ser él el hombre con quien había soñado. Pero, no; era demasiado viejo. ¡Y aquella vaga indicación de Joe! Sin embargo, la fascinación por todos los vaqueros nuevos, durante los últimos años, momentos antes de verlos. Había visto a Arizona Ames, un hombre agotado, abatido, con la cara terrosa, de edad incierta, y la ilusión aún persistía. Debía salir al momento a esconderse con él, para que aquélla se desvaneciera.

Otras cosas ocurrieron aquella mañana. Ester oyó pasar a los vaqueros de Halstead, a lo cual siguió un largo coloquio en la oficina de su padre. Sintió las voces, a veces altas. No le hizo falta, sin embargo, pues el tono de su padre estaba cargado de tormentas. Ester suspiró. ¿No vivían en el Trabajoso? En aquel momento casi odiaba el país. Pero su resentimiento con las alegres colinas y el alborotado torrente no podían durar mucho.

Por fin entró Gertrudis a decirle que había tocado dos veces la campana anunciando la cena. Ester se apresuró a dejar su trabajo sobre la cama, y se detuvo un momento ante el espejo, conteniendo al instante el vano impuso que la había movido. Cuando pasó a través del vestíbulo y del porche hacia el comedor, tuvo la idea contusa y disparatada de que caminaba al encuentro de su destino. Pero entró fría y tranquila, tarareando una canción. Sólo la familia estaba sentada a la mesa, y su inexplicable sensación de alegría y esperanza sufrió de súbito un decaimiento.

—¿Dónde está el señor Ames? —preguntó al sentarse y ver entrar a Joe.

—Se ha excusado por esta vez, y ha dicho que esperaría a comer conmigo y los vaqueros, señorita Ester —replicó Cabel con un guiño de inteligencia. Una sensación de calor subió a las mejillas de Ester. ¿Qué quería decir?

—¿Has visto ya al señor Ames, padre? —preguntó en seguida.

—No, hija. He tenido una bronca con tu hermano, y luego otra con Stevens y Mecklin.

—Anímate, padre —dijo Ester, incomprensiblemente alegre de súbito—. Si las cosas tienen que ponerse muy mal para mejorar, quizá sea hoy el día en que empiecen.

—¡Bien! —exclamó Halstead, dirigiéndole una mirada sorprendida y agradecida. Cuando acabó de comer se levantó y dijo a Joe:

—Entre a verme con su amigo, cuando hayan concluido.

Durante la comida, por lo menos mientras Ester estuvo con ellos, Fred no pronunció una palabra ni levantó los ojos del plato, aunque los excitados muchachos llamaron su atención hacia los regalos que les habían traído. Por fin, Ester se quedó sola, con Fred y aprovechó la oportunidad para preguntarle:

—¿Qué pasa entre padre y tú?

—Lo mismo de siempre —contestó él con tristeza.

—No, no es lo mismo. No me puedes engañar. ¿Sabe algo de tu deuda…?

Fred hizo un gesto de prevención hacia la puerta abierta, de la cocina. Luego, se levantó y salió, siguiéndole Ester.

—Si padre lo sabe, no me ha dicho nada, pero me ha echado un rapapolvo terrible.

—¿Has visto esta mañana a ese Barsh Hensler? —demandó Ester.

—Sí. Más abajo, en el camino del río. Se ha puesto hecho una fiera conmigo. Amenazó con… Pero eso no importa.

—¿Es una deuda de juego?

—¡Claro! ¿Qué iba a ser, si no? Y lo peor es que es un tramposo. Yo lo sabía, pero cuando bebo unas cuantas copas me creo el hombre más listo del mundo.

—Empiezas a mostrar algún destello de inteligencia, Fred —replicó secamente Ester.

—Ya sé lo que piensas de mí, Ester —murmuró él con voz ronca; y la dejó.

Ester sacó de aquella conversación un poco de consuelo, ya que no esperanza. Fred no se había endurecido aún del todo. Podía ser rescatado, pero no tenía la menor idea de cómo empezar a hacerlo.

Ester entró en su habitación, y, al azar, dejó la puerta entreabierta. Oyó a su padre y a Fred que entraban.

—Pero, papá, has hecho mal en ponerme así delante de los vaqueros, y, sobre todo, de ese forastero, Ames —decía, quejándose, Fred.

—¿Qué me importa a mí? —respondió con frialdad Halstead—. A ti no te preocupan mis sentimientos, sin contar otras cosas más importantes.

¡Palabra que nunca me ha mirado un hombre como me ha mirado él! Me he sentido como un sapo.

—No es extraño. Tenías ciertas razones para ello —dijo con sarcasmo su padre.

—Papá, ¿quieres dejarme oír la conversación que vais a tener? —rogó Fred.

—No te interesaría.

—Pero he oído a Joe decirle a ese hombre, Ames, que estabas al borde de la ruina.

—Por eso no te interesaría. No habrá naipes, ni copas, ni historias escandalosas.

—¡Papá! —gritó, acongojado, Fred.

—¡Márchate!

—Pero… Podría ser de alguna utilidad… Yo sé…, he oído cosas…

—Fred, es demasiado tarde para que tú me ayudes. Haz el favor de dejarme hablar de mis desgracias con hombres.

Los pasos vacilantes de Fred al salir de la estancia eran prueba elocuente de su estado de ánimo. Ester le compadeció con todo su corazón. Le parecía que existía alguna pequeña circunstancia a favor dé. Fred. Había sido llevado muy joven a aquel país salvaje y no había podido resistir sus malos elementos.

Mientras Ester meditaba sobre tan dudosas cuestiones, Joe entró apresuradamente en el vestíbulo.

—Patrón, he venido antes de tiempo para hacerle a usted cierta pregunta.

—Habla, Joe —respondió Halstead.

—La cosa es que no quiero cometer ningún error en un delicado asunto de familia como éste —continuó Cabel, muy serio—, y la pregunta es, ¿confía usted en mí lo bastante para querer que intervenga en él?

—Sí, desde luego, Joe. Has sido para mí una ayuda. Si te hubiera hecho caso…

No concluyó la frase.

—Muy agradecido, patrón. Bueno, entonces, si confía en mí, aceptará usted mi palabra respondiendo de Arizona Ames.

—Aceptaría tu palabra respondiendo de cualquiera.

—Excelente. Entonces, meteré a Arizona en el sainete. Eso es lo que quería preguntarle. Me tranquilizo y me alegro, pues Arizona va a hacer daño. Él irá derecho a las raíces de este mal que padecemos ahora en el Trabajoso.

—¿Y quién es ese Arizona Ames? —preguntó, con cierta aspereza, Halstead.

—Sería demasiado largo de contar, pero es el más condenado de todos los vaqueros que he conocido en los ranchos, y esto es decir mucho, patrón.

—¿Qué quieres decir? El vaquero más condenado… Eso no es una recomendación —dijo Halstead, irritado.

—Halstead, si hubiera usted nacido en el Oeste, o hubiera vivido aquí bastante tiempo, sabría lo que quiero decir. Pero, para no andar con rodeos: si pudiera usted conseguir que Ames se quede aquí, sus dificultades habrán acabado pronto.

—¡Imposible! ¿Cómo podría un hombre hacer eso?

—Yo se lo digo. Lo sé.

—Pero, Joe, soy pobre, estoy casi arruinado. Aunque existiera un hombre así, yo no podría pagarle.

—¿Quién habla de pagar? —exclamó Joe, con un tono que Ester nunca le había oído antes—. Ames no tomaría de usted ni el salario de vaquero; por lo menos ahora.

—Joe, me has hecho ver muchas veces lo poco que sé del Oeste y de los hombres del Oeste. No puedo, ciertamente, conocer a hombres como Ames. No te acabo de conocer a ti tampoco.

—No le hace a usted falta en este momento. Acepte usted mi palabra por Ames. Es honrado y bueno como el oro. Hace trece o catorce años que anda por los ranchos y tiene olvidadas más cosas sobre el ganado que jamás haya sabido ningún ranchero del Colorado. Hace años era uno de los mejores vaqueros que yo he visto a caballo. Pero sus condiciones para enderezar asuntos no consisten en eso. A usted le están robando ladrones de ganado que no se atreverían a asomar la nariz a un rancho de verdad, y mi amigo Arizona es el hombre que hace falta para darles lo suyo a esos cuatreros.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que hará? —preguntó Halstead.

—Patrón, si le dice usted a Ames con lo que tiene que luchar, aquí se quedará. Quisiera convencerle a usted de lo que esto quiere decir. Es nada menos que un acto de la Providencia el que se perdiera en los Flat Tops y, vagando, tropezase con el Trabajoso y acabase aquí. Le gustan los niños y ya les ha cobrado cariño a Ronald y a Brown. Debo admitir, sin embargo, que la señorita Ester es un inconveniente, el único. Ames es un hombre tímido y raro con las mujeres. Y si hay en el mundo una muchacha más bonita que la señorita Ester, yo no la he visto. Pero, patrón, si hace usted su historia bastante fuerte, diciéndole que su hijo se ha echado a perder y que teme usted ser muerto un día y dejar a su hija sola para luchar con este infierno, Ames no será capaz de marcharse.

—Joe, aunque tú no eres un hombre tímido, sí eres un hombre raro —observó Halstead con una carcajada—. Pero me gusta lo que dices y tu interés por mi familia. Seguiré esta vez tu consejo. Mi historia será bastante fuerte, sin necesidad de aumentar la verdad, ya verás.

—¡Muy bien! Entonces, Ames se quedará, y si Clive Bannard y ese Barsh Hansler se atreven a robar siquiera un ternero sin marcar…, bueno, les habrá llegado su hora.

¿Y cómo?

—Ames los matará. Es una mala receta. Pero no quiero que saque usted una impresión equivocada de mi amigo. Cualquier día se puede usted encontrar con un viajero o un vaquero en Yampa que le diga que Arizona Ames es uno de esos famosos pistoleros. No es verdad. Es un poco largo de manos y ha matado a una media docena de individuos, que yo sepa. Pero no tenga mala idea de él.

—¡Me asombras, Cabel! —murmuró Halstead.

—Pues no he hecho más que empezar. Ahora, siga escuchando: esta mañana, Ames bajó al río con los chicos y mientras ellos pescaban se dio un paseo para estirar las piernas y vio a dos hombres en el camino y que su hijo Fred les salía al encuentro. Las cosas no le parecen raras a Ames si no lo son. Fred no quería, sin duda, que le vieran con aquella gente, y por esta razón, Ames se acercó lo más posible, para verlos bien. Me los ha descrito… Uno de ellos era Barsh Hensler.

—Ya lo había supuesto —contestó con dureza Halstead.

—Esto es todo b que hay por ese lado. Pero me parece que Ames tiene alguna idea sobre Fred, pues lo he visto observar al muchacho con muchísima atención. Otra cosa: cuando los vaqueros Stevens y Mecklin entraron en la cocina, Ames estaba allí conmigo. Ahora están cenando, pero esto fue antes, creo que inmediatamente después de tener la bronca con usted. Estaban excitados y hablaban. Nunca me ha gustado Mecklin. No es capaz de mirarle a uno a los ojos; ahora apostaría a que tiene sus motivos. Para ellos Ames no es más que otro vaquero que está de paso y que hablará con usted, posiblemente en el pueblo, y hay ciertas cosas que ellos tienen interés en propalar. Cuando se fueron, Ames me dijo: «Joe, este vaquero, Mecklin, es un pillo. ¿No lo sabías?» y yo le contesté que tenía la misma impresión.

—¿Mecklin? ¡Es posible! Siempre ha sido retraído y poco satisfactorio… ¿Y qué hay de Stevens?

—Ése es más difícil. Ames cree que es honrado y muy astuto… Ahora, patrón, voy a buscarlos a todos. Cree que, por lo pronto, es mejor que no diga usted nada de lo que le he contado.

—Muy bien, Joe. A callar tocan. Pero apresúrate.

Cabel salió corriendo, y Halstead, después de un momento, se encerró en su habitación. Ester cerró su puerta y se arrojó en el lecho, muy agitada. Necesitó un severo esfuerzo de voluntad para dominar su emoción y poder pensar en lugar de sentir, y luego, a intervalos, volver a caer en la pasión. Su interés por aquel Arizona Ames la había sacudido rudamente y convertido en algo que ella no podía definir. Pero su sentimentalismo, o lo que fuera, sufrió, ciertamente, un violento revés. ¡Había matado hombres! Ester se estremeció. ¿Había tenido ella contacto con algún hombre que hubiera vertido sangre? En todo caso, no lo había sabido. ¡Otro de sus vagos sueños desvanecidos! Sensación de pena mezclada de alivio. Sus meditaciones recayeron sólo sobre el problema que concernía a Fred y a las dificultosas circunstancias porque atravesaba su padre. Pero cuando el extraño y elocuente panegírico de Joe volvía a su mente, Ester se asombraba. ¿Estaba Joe borracho o demasiado excitado? ¿Mentía? Ester desechó todos los pensamientos desleales. Estaba descubriendo a Joe. Creía sus afirmaciones, aunque parecieran absurdas.

—Si ese Arizona Ames se queda, los disgustos de mi padre habrán acabado —murmuró Ester para sí, como si eso aumentase su convicción. Adivinaba que aquellas dificultades no eran insuperables para hombres como Cabel y Ames. Ellos eran del Oeste, y sabían cómo tratar los problemas difíciles del rancho. Pero, al reflexionar, no parecía ni menos maravilloso ni menos terrible, recordando la breve explicación de Joe. Era obvio que la medida más sabia sería retener a Arizona Ames en el Trabajoso a toda costa.

Ester se previno contra una posible nueva faceta de la situación. ¿Y si aquel notable Ames, que era tímido con las mujeres, no acogía favorablemente la proposición de su padre? Ahí es donde entraba ella. Si el señor Ames tenía miedo a una muchacha bonita era por temor a enamorarse de ella. ¡Muy bien! Sería una vergüenza sacrificar a tal maravilla de hombre en el altar de la exigencia. Pero ¿se querría sacrificar él? Comprendió, en la sencilla honradez de su corazón, que era un polvorín que sólo necesitaba una chispa. Comprendió que pronto se enamoraría de algún zoquete o gaznápiro, de cualquiera; y debía darle gracias a la Providencia de que Joe había hablado, por haber dejado caer en el Valle del Trabajoso a aquella Némesis con polainas.

El espíritu adormecido de Ester se inflamó de pasión, y cuando la joven se levantó del lecho y se miró al espejo, vio en él una mujer con ojos oscuros, elocuentes e inescrutables.

¡Si papá fracasa, yo le haré quedarse! —le prometió, en un murmullo, a su propia imagen—. ¡Y entonces empezarán mis problemas!

Se, bañó las ardientes mejillas, se cepilló y volvió a arreglar el cabello. Luego, se puso su vestido más bonito, sin reparar en si era o no completamente apropiado para la tarde.

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