Arizona

Arizona


XII

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La tormenta de verano estalló mientras Ames y el mormón daban a los ladrones la mejor sepultura posible, que consistió en meterlos en una profunda grieta y cubrirlos con pesadas rocas. El mormón fue más lejos y añadió rocas bastantes para formar un monumento.

—No es probable —dijo—, pero pudiera ser que alguien quisiera ver sus sepulturas.

El trueno reventó con tremendo estampido, rodando sobre el desierto y retumbando misteriosamente en los lejanos cañones. Relámpagos blancos ardían en las nubes de púrpura. La lluvia formaba en el Este un velo que empañaba el cielo rojo, un velo que se espesó hasta convertirse en un sudario gris que marchaba a través del desierto. Luego, el aire caliente que siempre pesa sobre la falda de la serranía del Huracán, como si estuviese albergado allí, empezó a moverse, a adquirir fuerza, a agitar el polvo, a bramar por las grietas de la montaña hasta convertirse en una galerna.

Ames y el mormón se apresuraron por el camino del Norte, galopando delante de la tormenta. La cortina de lluvia no les alcanzó. Pronto la galerna rugía a su espalda y ellos se perdían entre nubes de polvo amarillo.

Se detuvieron al abrigo de una roca y esperaron que pasase el huracán. Los jinetes montaron de nuevo y Ames volvió la vista hacia atrás. Todo el Sur estaba cubierto de nubes oscuras, tan batas que se hundían en los cañones. Por el Este, el oro y la plata habían sustituido al siniestro rojo, y, a través de las nubes de brillantes ribetes, alumbraba el sol con esplendores de aurora, iluminando el desierto lívido y accidentado, aclarando sombras engañosas y revelando distancias y sublimidades.

Para Ames, las horas de aquella jornada fueron cortas, y las millas, cada vez más repletas de las maravillas de Utah. Le asombraba su accidentada y grandiosa vastedad. Las manchas verdes eran raras y se destacaban como gemas sobre el gris infinito.

A última hora de la tarde, el mormón condujo a Ames por un desfiladero entre rocas a un valle que fue un consolador alivio para sus ojos abrasados. Era un oasis triangular, amurallado por acantilados rojos. Cuadros de alfalfa verde oscuro parecían agitarse vivos por el titilar de la atmósfera; florecían los huertos y las viñas, y un bosque de árboles majestuosos rodeaban una casa de piedra.

Avanzaron hasta la sombra. Los terrenos de alrededor de la casa estaban desnudos y limpios, excepto donde la hierba y los sauces señalaban los canales de riego. Susurraban las hojas de los algodoneros; los pájaros entonaban sus dulces cantos. Burros, pavos y terneros lo invadían todo. Las paredes de piedra, las cercas, los cobertizos y el porche, todo parecía tan viejo como los corpulentos algodoneros.

Heady volvió con un anciano de cabellos blancos y notable apariencia, en cuyos ojos grises ardía aún una llama.

—Ames, éste es el señor Morgan —anunció Heady.

—Me alegro mucho de conocerle, señor —dijo Ames, tendiéndole la mano.

—Parece ser que soy yo el que debe alegrarse de poderle dar a usted la bienvenida —replicó Morgan, estrechando la mano de Ames—. Venga a sentarse al porche. —Hizo subir a Ames los escalones del porche sin soltarle la mano, fijando en él aquellos ojos bondadosos y escrutadores—. Mi hija también le dará a usted la bienvenida. —Dirigió la voz al interior de la casa—: Sal; es un gentil de aspecto muy honrado.

Ames se volvió al ruido de unos pasos ligeros. Apareció una muchacha de elevada estatura, de aspecto saludable, lozana y sonrosada, cuyos grandes ojos grises se fijaron con interés y sin temor en los de Ames.

—Lespeth, este señor nos ha hecho un servicio muy grande. Ames, un vaquero de Arizona… Mi hija Lespeth.

—¿Cómo está usted? ¡Cuánto me alegro de conocerle!

—El placer es mío —replicó Ames, un poco embarazado. Morgan adelantó una vieja mecedora para que Ames se sentara.

—Siéntese, y usted también, Heady —dijo, mientras él tomaba asiento en un banco—. Sácate una silla, Lespeth, y dile a la cocinera que tenemos invitados a cenar… Ames, está usted lleno de polvo y cansado. Cuénteme bien esas cosas extraordinarias que me ha indicado Heady. Luego podrá usted asearse y descansar.

—¿Qué le ha dicho Heady? —inquirió Ames, dejando su sombrero y sus guantes en el suelo.

La joven volvió con una silla, que colocó delante de Ames. Luego permaneció un momento en pie con las manos apoyadas en el respaldo, contemplándole con inconsciente sonrisa. Ames se dio cuenta de que era una espléndida criatura.

—Que cayó en una banda de ladrones que le obligaron a servirles de guía, y que, a no haber sido por su oportuna intervención, yo hubiera sido otra vez robado y quizá asesinado, y Lespeth hubiera estado a merced de un villano lascivo.

Ames relató brevemente, con pocas referencias a Heady, las circunstancias de su encuentro con Brandeth y Noggin; cómo sospechó su condición y cómo lo que oyó confirmó sus sospechas; el plan expuesto por Brandeth, el desacuerdo entre los dos hombres, el viaje por el cañón y, por fin, el combate.

—¡Muertos! ¿Están muertos? —preguntó el mormón.

—Y bien muertos —confirmó Ames—. Yo hice creer a Brandeth que me asociaba con él para ayudarle a robarle a usted, pero Noggin me conoció y sabía que mentía. Para buscar el desenlace tuve que devanarme los sesos. Noggin juró que yo no iría con ellos y yo lo confirmé. Brandeth se sorprendió y se enfadó tanto que hizo un movimiento para coger las bridas de mi caballo. Le gustaba mucho mi caballo y ya había pretendido conseguirlo; cuando me dijo que me apease era eso lo único que pretendía. Pero Noggin le mató. Yo me arrojé del caballo en el momento en que Noggin disparaba contra mí; al caer quedé detrás del animal y eso me salvó. Cuando Cappy saltó, yo disparé sobre Noggin; su caballo le despidió, pero se levantó como un relámpago, manejando el revólver con la misma rapidez… y yo le maté… Esto es todo. Me he escapado por milagro. Noggin me engañó. Era todo, nervio, frialdad y ligereza. Si no fuera por mi suerte, creo que me hubiera matado.

—¡Gracias a Dios que no ha sido así! —exclamó el mormón con fervor—. ¡El malvado!

Ames, es usted un joven valiente y resuelto; le estoy agradecido. No es usted el primer gentil que ha sido bueno conmigo y, por consiguiente, reverencio su credo.

Ames acogió esto con bastante frialdad, pero cuando levantó los ojos a Lespeth, su serenidad desapareció. La cara sonrosada se había puesto pálida; los grandes ojos grises se habían oscurecido de horror; los rojos y entreabiertos labios, y todo su cuerpo, temblaban de emoción.

—Noggin llevaba encima esta cartera —continuó Ames, sacándola—. Todavía no he mirado sus papeles, pero parece ser que su verdadero nombre era Bill Ackers.

—¿Bill Ackers? ¡No, imposible! —exclamó el mormón, levantando las manos en señal de protesta—. Conozco a Ackers, le he vendido ganado. Le hizo el amor a Lespeth. ¿No es cierto, hija mía?

—Sí, pero no con mi consentimiento —replicó ella en voz baja.

—A mí no me disgustó en un principio —explicó Morgan—. Estaba en buena posición y quiso asociarse conmigo, y como Lespeth no se había querido casar con ninguno de los muchachos mormones que habían venido por aquí… Pero este Noggin no podía ser Bill Ackers.

—Un hombre pequeño y como de unos cuarenta años —dijo Ames recordando—. De cara delgada y afeitada; de buen semblante, excepto sus ojos, que eran pequeños y penetrantes como los de un hurón.

Morgan miró a su hija con incredulidad.

—Padre, ésas son las señas exactas de Ackers —gritó la hija—. ¡Ojos de hurón! ¡Parecía que se clavaban en mí!… ¿Pero podía ser Bill Ackers ese sanguinario Noggin?

—No lo puedo creer, hija —replicó su padre, tristemente.

—¡Oh, yo he visto cosas extrañas! —dijo Ames—. Veamos sus papeles.

Apareció con indiscutible evidencia que Noggin no había mentido al asegurarle a Brandeth que era Bill Ackers. Sus papeles contenían solamente este nombre.

—No hay duda —continuó Ames—. Seguro que usaría muchos nombres, pero éste debe ser el suyo verdadero. Bill Ackers.

—¡Nunca me inspiró confianza! —exclamó la joven con intenso desahogo.

—Espero que no estaría usted enamorada de él —dijo Ames bromeando—. Sentiría mucho haberla hecho desgraciada.

—¿Enamorada de él? De ninguna manera —declaró ella en un tono muy de acuerdo con su cara en aquel momento. Quizá la mirada de Ames, más que sus palabras, había sido responsable de su rubor.

—¿Le debía a usted dinero, señor Morgan? —preguntó Ames.

—No. Yo le debía a él. Pronto hubiera pagado, aunque con ello me hubiese quedado en la pobreza.

—¡Ajá! Pues queda cancelada la deuda —declaró Ames levantándose—. Y ahora, si ustedes me lo permiten, me gustaría lavarme.

—Sí, desde luego —respondió calurosamente Morgan—. Dispense usted que nos hayamos olvidado de eso. Heady, encárguese usted del señor Ames. Pueden ustedes emplear la casita de madera; siempre la tenemos dispuesta. Yo me cuidaré de que sus caballos sean atendidos.

Cuando Heady conducía a Ames por entre los algodoneros hacia una pequeña y cómoda casita de madera, murmuró a su oído:

—¿Ha visto usted qué ojos tan voraces?

—¡Ojos voraces! ¿Cuáles? —preguntó Ames con sorpresa.

—Los de Lespeth. Se lo comían a usted.

—Oiga Heady, creo que todo ese dinero se le ha subido a usted a la cabeza —reprochó Ames, aunque sintió un ligero hormigueo.

—No. Estoy completamente tranquilo. Hace años que conozco a Lespeth y la he visto mirar a otros hombres; pero sólo a usted se lo ha tragado con los ojos.

—¿Quién iba a pensar que es usted un sentimental? —rezongo Ames.

—¿Pero no cree usted que es hermosa?

—No, ni bonita. Es más que todo eso: es una diosa.

El extravagante cumplido hizo iluminarse la cara del mormón. Parecía otro hombre. Sus duras manos temblaban al abrir la puerta de la pequeña cabaña. Ames se encontró en una habitación ordenada y limpia, con dos camas de ropajes blancos. La mesa, la silla, el escritorio, muebles todos de confección doméstica, lo mismo que la chimenea abierta, recordaron a Ames el hogar.

—Se me ha olvidado mi maleta —dijo, y mientras Heady iba a buscarla, él se sentó en un banco rústico, a la sombra de un algodonero gigante. Un ramal del canal de riegos pasaba junto a la cabaña con dulce y agradable música. ¡Cuánta dulzura y cuánta paz! Hacía muchos años que Ames no se sentía envuelto en una atmósfera igual.

Llegó el mormón con su maleta.

La media hora siguiente la emplearon los dos hombres en adecentarse y ponerse en condiciones de sentarse a la mesa. Cuando Ames volvió a ocupar su asiento afuera, el sol doraba, al ocultarse, la pared occidental. A su alrededor las luces áureas se fundían con el verde. Murmuraba el agua, zumbaban las abejas. El rebuzno de un asno resonó en la distancia. Ames exhaló un gran suspiro de alivio al pensar que había contribuido a conservar la dulzura y tranquilidad de aquel lugar para aquellos buenos mormones.

Heady salió, brillante y alegre, aunque con varias muestras de su torpeza en el manejo de la navaja de afeitar.

—Ames, descansaré aquí hoy, y mañana me iré a casa a marchas forzadas. Quiero pedirle perdón de rodillas a mi mujer y hablarle del vaquero que me ha sacado de la peor situación en que me he visto en mi vida.

—Muy bien, pero no es preciso que le hable usted mucho de mí —dijo Ames.

—Dispense, Ames, pero, —¿es usted en realidad un vaquero?

—Seguro. Un vaquero a quien no le duran mucho los empleos.

—Lo creo porque usted lo dice, pero mucho me equivoco —si no es usted un grandísimo tuno con espuelas… Le he jurado a usted que me enmendaría, y eso es algo. Me reconciliaré con mi mujer, pagaré mis deudas y compromisos y volveré a ser un honrado ranchero. Seré rico, Ames; he vuelto a echarle una ojeada a este dinero. Pocas veces probaré el licor y seré ahorrador y prudente. Puede usted apostar la vida a que el dinero de Noggin no podría haberse empleado mejor que en lo que hará por mí y los míos.

—Así se habla —convino Ames.

—Esto, por mi parte. ¿Usted qué piensa hacer?

—Me quedaré aquí un día o así y, luego, seguiré adelante. Claro que le haré a usted una visita en San Jorge para ver a su mujer y a los niños.

—Mucho me gustaría, pues así creería ella que no vuelvo de robar un Banco o algo por el estilo. Pero, Ames, yo, en su lugar, me quedaría algún tiempo aquí. Esto es bonito y seguramente podría usted darle al viejo algunos consejos sobre caballos. Querrá darle a usted un empleo, y en otras partes estaría usted peor, si es verdad que es usted vaquero.

—Tan verdad como el Evangelio, Heady.

—Entonces quédese, aunque no sea más que para darle a Lespeth lo que necesita.

La cómoda postura de Ames desapareció y dirigió una aguda mirada a su compañero.

—¿Cómo?, —le gritó.

—No se enfade, que no quiero decir nada malo. Lespeth es una buena muchachita, limpia y guapa, y más formal que la mayor parte de las chicas mormonas. Y no es demasiado religiosa. Quizá por eso no se ha casado. Han andado detrás de ella vaqueros, desbravadores, rancheros, clérigos y un obispo mormón, que yo sepa. Todos solemnes, lentos y llenos de religión. También ha habido gentiles como Noggin y otros individuos, pero ninguno de ellos le ha parecido bien a Lespeth. Algunas veces, el viejo ha tratado de casarla, como en el caso de Noggin, pero siempre ha fracasado.

—¡Ajá! Y si es una maravilla, como usted dice, ¿qué es lo que necesita?

—Lespeth necesita que le hagan el amor.

Ames se le quedó mirando como si no hubiese oído bien.

—Las muchachas mormonas, como Lespeth, no tienen ningún amorío antes de casarse, y muchas ni aun después. Yo soy mormón… Pero hay una muchacha que se está muriendo porque le digan palabras dulces, la acaricien, la besen y la abracen.

Ames se puso rojo, tanto de vergüenza ante la desahogada proposición del mormón, como por la conciencia del súbito hervor de su sangre.

—Es usted un vaquero extraño, si es usted un gentil —continuó Heady—. ¿No ve que lo que le estoy diciendo es la verdad?

—No, lo que veo es que es usted un fresco que no les tiene ningún respeto a las mujeres honradas.

—¡Quite usted de ahí! —dijo riendo el mormón—. Aunque enamorase usted razonablemente a Lespeth, sólo le haría un favor. Lo que quiero decir es que si no desea usted quedarse aquí definitivamente, y cosas peores podría usted hacer, quédese el tiempo suficiente para hacerle un poco el amor.

—Me deja usted sin aliento.

—Yo, no. Es el recuerdo de Lespeth.

—Heady, aunque yo fuera un individuo mujeriego, y nunca he tenido ocasión de serlo, sólo podría hacerle el amor a Lespeth en serio.

—Mucho mejor. Sea todo lo serio que quiera y cásese con ella. Como confío en usted, Ames, voy a participarle un secreto. La madre de Lespeth era una gentil. Ella no lo sabe.

—Me está usted adulando mucho, pero nada de eso tiene sentido. Esa muchacha no se fijaría nunca en mí. Yo no soy más que un vaquero vagabundo.

—Muy bien. Como usted quiera —replicó el mormón, resignado—. No hacía más que darle un consejo. Podría usted quedarse aquí toda su vida, vaquero vagabundo, y con una mujer como Lespeth no lo pasaría mal en este sitio.

—Demasiado bueno para mí. Gracias, de todas maneras, Heady.

—Arizona, de su manera de hablar deduzco que nunca ha tenido usted amores. ¿Nunca ha querido usted a nadie? ¿A ninguna mujer?

—A mi hermana gemela, a Nesta. Se parece a una dorada pajarilla tanto como esta Lespeth a una roca —replicó Ames con la mirada perdida sobre los campos verdes, el desierto y las murallas, ya oscuras.

¿Hermana gemela? Debe de ser una belleza… Se me está figurando que se ha perdido usted por ella. Bueno, puede usted tomarlo o dejarlo, pero me deja asombrado. Que alguien pueda tener a Lespeth en sus brazos y que la rechace, no me cabe en la cabeza.

Ames experimentó un extraño y vago palpitar del corazón, como si la vida llamase a una puerta cerrada que nunca hubiera sabido que estaba allí.

Sonó una campanilla de suave tono y una voz, igualmente suave, llamó:

—¡Venga usted a cenar, Arizona Ames!

Heady se echó a reír alegremente.

—¿Lo ve? Ni siquiera se acuerda de mí. Venga, Arizona, que es una medicina que le está a usted haciendo mucha falta.

Ames se sentía como un cordero que conducen al sacrificio, sensación de la que culpó a aquel mormón locuaz. Al acercarse a la casa vio que habían dispuesto la mesa para cenar en el porche y que Lespeth había cambiado su ordinario vestido por uno blanco que, aun a aquella distancia, la transformaba de una manera increíble.

—¡Avergüéncese, témpano de Arizona! —murmuró Heady cuando llegaron a los escalones.

Morgan les salió al encuentro, digno y cortés, con el aire del que considera la hospitalidad como una función del espíritu. Lespeth estaba de pie a su lado. El cabello dorado le llegaba hasta los hombros. En su cara quedaban pocas huellas de la emoción sufrida; ahora parecía fascinada, tímida y anhelosa, pero incapaz de cruzar su mirada con la de Ames.

Éste se acordó de acercar a la mesa una silla para ella, pero cuando todos estuvieron sentados, fue preciso un puntapié de Heady para advertirle que la venerable cabeza del padre de Lespeth estaba inclinada. Rezó una oración que a Ames le pareció bella; y mientras él oraba por aquel extranjero que estaba bajo su techo, Ames observaba la cara inclinada de la muchacha. Creyó ver en ella más que belleza: lealtad, fuerza, firmeza y una sugestión de austeridad que requería el fuego de los ojos y la sonrisa de los labios para ocultar su melancolía.

—No le hubiera conocido a usted, Arizona Ames —dijo Lespeth, levantando la cabeza.

Él no se había dado cuenta de que la oración había concluido. Ella había preparado, sin duda, aquella simpática observación antes de levantar la cabeza, pero, ciertamente, no estaba preparada para recibir la mirada absorta de Ames. Su confusión añadió encanto a su sencillez.

—También usted ha cambiado mucho —replicó él.

Una mujer de agradable aspecto trajo la comida.

Empezó la prueba de la comida, que fue casi superior a las fuerzas de Ames. Estaba como un mendigo hambriento en un festín, deseando contemplar a Lespeth y, al mismo tiempo, parecerle bien a ella.

—¿Es ésta su primera visita a Utah, Ames? —preguntó Morgan.

—Sí, y he venido por casualidad.

—Una casualidad afortunada para nosotros. ¿Y cómo ha sido?

—Pues que, como no puedo quedarme mucho tiempo en el mismo empleo, siempre estoy andando de un lado para otro. Últimamente estaba en Williams, y un muchacho me dijo que cruzase el cañón.

—Nuestro Señor elige caminos raros para hacer su Voluntad. ¡Pensar que la observación casual de un muchacho le ha dirigido a nosotros! ¡Pensar en el terrible río Colorado! Siempre he creído que las cosas ocurren por alguna determinada razón. Detrás de todo está la Divina Inteligencia.

—Señor Ames, ¿cruzó usted a nado con su caballo el río Colorado? —preguntó Lespeth con ojos asombrados.

—Mi caballo es el que nadó; yo no hice más que agarrarme a su cola.

—¡Qué soberbio! Padre, ¿se acuerda usted de aquellos muchachos, los Stuart, que lo atravesaron por el Shimuno? Jack me lo contó.

—Creo que el peligro no era, en realidad, tan grande como parecía. Tengo un buen caballo.

—Es magnífico. Yo adoro los caballos, señor Ames. ¿Me dejará usted montar en él?

—Seguro, encantado, si es que puede usted.

—¡Señor Ames! Yo puedo montar cualquier caballo en Utah —afirmó ella con resolución.

—¿Bravío o domado?

—¡Oh, con caballos bravíos no quiero nada!

—Ames, yo he sido ganadero y tratante de caballos toda mi vida —dijo Morgan—. Conocí a Bostil, probablemente el más grande de los criadores de caballos de Utah. Acostumbraba decir que su hija Lucy había nacido a caballo. Yo podría decir lo mismo de Lespeth.

—Bostil… ¿dónde he oído yo ese nombre?

—Algún viejo ganadero le habrá hablado de él. El rancho ha desaparecido hace muchos años. ¿Le gustan a usted los caballos, Ames?

—Sí, mucho más que las vacas.

—¿Quiere usted probar a ver cuánto tiempo puede trabajar conmigo? —preguntó resueltamente Morgan.

—Yo… Gracias, señor Morgan. Lo pensaré —replicó Ames con embarazo—. Pero soy un individuo difícil. No puedo dejar de tener cuestiones.

—Ames, yo conozco a los hombres. Usted no me parece un muchacho bebedor y pendenciero.

—No lo soy —se apresuró a contestar Ames mirando a Lespeth—. Pero siempre me encuentro mezclado en los disgustos de los demás. No puedo desentenderme de las cosas.

—Señor Morgan —interpuso Heady—, lo que le pasa a Ames es que no puede dejar de tomar sobre sí las cargas de los demás.

—¿Ve usted? Heady hará de usted un cristiano, aunque usted no quiera… Ames, me gustaría hacerle una pregunta difícil, si me lo permite.

—Desde luego, puede usted preguntarme lo que quiera —respondió Ames con una sonrisa, pero temblando interiormente.

—¿Es usted un fugitivo de la justicia? —preguntó con gravedad el mormón.

Ames sostuvo aquella mirada bondadosa y penetrante, con ojos serenos y conciencia limpia.

—No, no lo soy. Hace años maté a un hombre para salvar a mi hermana. Esto ocurrió en la Cuenca del Tonto, donde las contiendas son regla general. Luego, hace mucho tiempo, cargué sobre mis espaldas con el robo de ganado de un

cowboy que iba a casarse con la hija del ranchero a quien había robado; ella le amaba, y pensé que haría un hombre de él. Me escapé… Ésa es la única mancha negra que hay en mi nombre, señor Morgan.

Ames nunca le había dicho tanto a ningún hombre, pero quería que aquel buen anciano supiera que tenía la conciencia tranquila. Le fue difícil determinar cuánto había influido la muchacha sobre él para hacer aquella confesión. No había pretendido convertirse en un héroe, pero temió al instante aparecer como tal a los ojos de Lespeth. Le pareció que la tierra huía bajo sus pies.

—Gracias, Ames —dijo el mormón—. Haga el favor de recordar que le he ofrecido trabajo antes de hacerle la pregunta, y lo que me ha dicho usted sólo aumenta mi interés y mi deseo de que trabaje para mí… Vamos, salgamos antes de que se acabe la luz. Quiero enseñarle a usted mis campos de alfalfa:

Pasearon a través de los huertos y a lo largo de los campos, con los últimos reflejos del sol iluminando lo alto de la majestuosa pared que cerraba el valle por el Este. El rancho era una mancha fértil y rica en el desierto. Morgan lo comparaba, con acierto, a «una tierra de promisión».

Al regresar, en el crepúsculo, Ames se encontró entregado a Lespeth. Fue como un sueño aquel paseo en la creciente oscuridad, a la sombra de los imponentes riscos, en la perezosa noche estival, vibrante del croar de innumerables ranas. Pasearon bajo los algodoneros y la joven hablaba de lo que amaba el rancho, los caballos y la vida en aquel solitario Utah; luego, de los años en que su padre había estado en buena posición y ella había ido a la escuela, en la ciudad del Lago Salado; y por fin, de las amistades y relaciones de su padre con los gentiles.

Cayó la noche, y la luna llena y dorada se elevó sobre los riscos, plateando el oscuro desierto. La paz y la belleza de aquel solitario valle invadió a Ames con poderosa sensación. ¡Qué paraíso para un vaquero cansado e infeliz! Pero él no lo merecía; no merecía por lo menos, la asombrosa posibilidad que no parecía tan remota. Todas las innumerables noches de vigilancia y trabajo en los ranchos volvieron a su memoria, como para destacar la diferencia entre ellas y aquella noche de luna con Lespeth.

Se quedaron solos en el porche, y Ames se dio cuenta de que estaba demasiado silencioso, demasiado insensible a la gloria de aquella noche y de aquella mujer de Utah.

—Me ha hablado usted de una hermana —dijo Lespeth con dulzura—. ¿Cómo se llama?

—Nesta. Somos gemelos.

—¡Qué nombre tan bonito! Nesta. Hábleme de ella.

En aquella hora, y después de aquel día abrumador para el cuerpo y el espíritu, Ames se sentía impulsado a contar aquella historia tal como vivía en su corazón. El interés de la muchacha empujaba las puertas de su reserva.

El misterio se extendía sobre el valle como un manto. La fragancia de los verdes campos, la música de los arroyos, el croar de las ranas, el esplendor de los riscos blanqueados por la luna, no era nuevo para Ames; pero aquella sensible muchacha lo era, aquella mormona que podía montar como un vaquero y para quien el trabajo duro en natural y justo. Se halló de pronto contándole la historia de Nesta. Los ojos de Lespeth se oscurecían a la luz de la luna, sus fuertes manos apretaban las de él, su pecho palpitaba.

—¿Volverá algún día a ver a Nesta y a ese niño que se llama como usted? ¡Oh! Vuelva —suplicó ella.

—Sí, algún día, y el verla a usted me hace desear que sea pronto.

—¿Soy como Nesta?

—Sí, en cierto modo.

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