Aria

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31 de enero de 2015

7.17 a. m., Atlántico Norte.

Hubo un tiempo de caricias, de estremecimientos, de tocar por la imperiosa necesidad de sentirnos reales en un instante de sinrazón pletórica, formando parte de un universo creado a instancias de nuestro corazón. La mano atusándome los cabellos. Su color. El de los ojos, envolviéndome el alma bajo el tacto de su suave seda verde. Ese refugio antitornados, olvidado por el esmero que una vez lo había preservado de los estragos del tiempo, llegó a ser nuestro cobijo, inescrutable para todo lo ajeno a la pasión, blindado para cualquier ataque conferido contra el amor de juventud. Éramos solo él y yo. Lo demás, esa vida paralela que parecía fluirnos alrededor con pesar en el andar, hipócrita al sentir, soportada por hombres y mujeres de sonrisa vacua, ni por asomo tan real y hermosa como aquella que nos cubría los labios. Auténticos, casi irreales. Imposibles. Llega el momento de marcharme a casa de mis tíos. «Te quiero, Madison», me dice esa vez. Le tomo la mano, sostenida en la mejilla. Le beso cada uno de los dedos, las dulces yemas con sabor a nuestra primera vez. «Tengo que marcharme». No me veo capaz. Pero el corazón reúne las fuerzas para abandonarle allí, otra vez. «Regresaré mañana a la misma hora», le digo. Pero le traicioné. Me obligaron a traicionarle.

Me lo arrebataron. Y ya nunca más lograría amar como aquella tarde. Un último beso. No…, que sea el penúltimo. «Adiós», le susurro. Me toma la palabra: «Vuelve, vuelve mañana». Con el impulso del brazo abro la pesada trampilla que me conducirá más allá de ese subsuelo, a la realidad que habré de afrontar durante los diecisiete años siguientes. Justo cuando giro el cuello hacia el exterior, una mano me retuerce la muñeca. Me arranca la mano de cuajo. Un hombre, con la sangre emanándole a borbotones de las sienes. Resistiéndose a la voz de la muerte. A su camino del no haber, ni estar. Irrevocable. El agente Milles y sus ojos. Desesperado. «Ayúdame. ¡Ayúdame, miserable puta!».

Desperté. Sentí el cuerpo pesado y entumecido. ¿Cuántas horas había dormido? Un traqueteo desde la bodega del avión me trasladó a la realidad. A salvo. A treinta mil pies de altura, en el avión de la agencia de inteligencia de mi país. Volcando toda mi confianza en Leonard Burke, había decidido obedecerle a fin de que me llevase de regreso a casa. Fuera como fuese. Ya dentro del avión, me invitaron a tomar la ansiada ducha y aceptar ropa seca y limpia. En palabras de Burke, guardaban ropa de mujer en los compartimentos de ese avión, camisas y pantalones destinados a compañeras agentes al término de sus trabajos. Por una feliz casualidad, mis medidas físicas mantenían similitudes con alguna espía a la que habían dejado fuera de la misión aquella noche. Unos vaqueros negros, zapatillas deportivas y una bonita camiseta de manga larga color malva fueron más que suficientes para acomodarme a un sueño que pude alcanzar con benzodiazepina, que me llegó a la mano por mediación de Burke. Antes de echarme a dormir en un par de asientos replegados y convertidos en cama al fondo del avión, me aseguré del buen trato hacia Cameron. Sin aún despertarse por efecto del carfentanil, dos compañeros de Burke le desnudaron y secaron y le vistieron con unos vaqueros y una camisa a cuadros de su talla. Luego, le tumbaron cercano a mí, dos filas de asientos más adelante. «Descanse —me comentó Burke con una amplia sonrisa—, ya no tiene que temer por nada». Cerré los ojos y esperé el efecto del psicotrópico. Seis hombres, incluido el piloto, nos acompañaron en nuestro regreso a Estados Unidos. A tres de ellos les puse cara: a Burke y a dos de sus agentes. Al resto ya los conocería en cuanto despertase. Arropada con una manta, me dejaría llevar hacia el sueño obligado, y del todo necesitado.

Eché un ojo a mi reloj de pulsera. Su minúscula esfera de cristal estaba empañada de humedad, del agua de la piscina del Burj Khalifa. No funcionaba. Y nunca más lo haría. Me restregué los ojos con ambas manos. Tardó en disiparse la angustia de haber soñado con la primera persona que había visto morir asesinada. Sin ayuda. Sin medios de persuasión suficientes por mi parte que le llevasen a confiar en mi palabra. Debía haberle insistido. Hoy, el agente Milles, viviría.

El amanecer desplegaba su refulgir a lo largo y ancho del ala izquierda del avión. Las nubes sonrosadas yacían quietas tras la ventanilla, con aquel sosiego y la paz inspiradores de toda relajación. Llevé la vista al frente, al reloj actualizado en hora de Washington sobre la puerta que conducía a la cabina de pilotaje. Las siete y veinte de la mañana del 31 de enero. ¡Dios santo! Casi diecisiete horas de vuelo y de sueño. ¿Cuánto tiempo restaba para llegar a Virginia? ¿Una hora?

—Creíamos que había muerto… —me dijo una voz salida del compartimento del aseo. Era uno de los agentes de Burke. Unos veinticinco años, de pelo castaño y de facciones afiladas—. Nunca había visto dormir tanto a nadie.

—Necesitaba descansar… —espeté a aquel desconocido—. ¿Cuánto falta para llegar?

—Contando que hemos tenido que aterrizar en Portugal para repostar…, hora y media, aproximadamente. ¿Le apetece desayunar?

—Si no es mucho pedir…

—Café, cruasán y una pieza de fruta… No podemos servirle más… En la agencia nos mantienen a estricto régimen. Con eso de echar a correr detrás de los «infieles» nos tienen a pan y agua.

—Será suficiente, gracias.

El chico se marchó raudo hacia un mueble en mitad del pasillo. Allí preparó lo dispuesto para hacerme sentir como una invitada en el avión de la CIA.

Me levanté de mi lecho de revitalizador descanso. Con la mano me alisé la camiseta y el pantalón. Arrugados pero limpios. Al posar las plantas de los pies sobre el suelo me percaté de la bolsa negra de mano junto a la improvisada cama. Allí habían metido mi vestido de Elie Saab y mis zapatos, únicas pertenencias que había conseguido llevar conmigo a mi imprevista y rápida salida de los Emiratos. Lo demás, mi maleta con toda la ropa restante y la documentación real de Madison Greenwood, permanecería a esa hora aún bajo la cama del apartamento de Muhammad Abd Al Qubaisi. Era urgente avisar a Burke para que recogieran toda aquella pista dejada en la propiedad del príncipe asesinado. ¿Por qué no había caído antes en eso? Quizá ya era tarde y la policía había requisado todo lo encontrado en el apartamento 3303 del edificio The Address para ayudarles en la investigación consecuente al atentado perpetrado en el Burj Khalifa.

Me puse en pie y caminé por el estrecho pasillo. Inspeccionado con detención aquel avión, su profusa ornamentación difería en exceso con la simpleza mobiliaria convenida a las agencias financiadas con el dinero público, como pudiera serlo, en ese caso, la CIA. Todo su interior, de lujo casi ostentoso —tapicería de cuero beis, muebles con brillantes acabados y bordes dorados—, proclamaba el confort de un

jet privado de alto

standing. La cabina del pasaje estaba acondicionada para albergar a no más de quince personas atraídas por un sinfín de comodidades en sus asientos.

Observé cómo la cabeza de Burke se asomaba por las primeras filas del avión. No se me permitió dar un paso más al frente. El joven que había atendido mi despertar me impidió el paso cargado con una bandeja portadora de mi café, el cruasán y una manzana.

Me invitó a sentarme en un sillón próximo a mi lugar de descanso. Mi intuición convendría en hacerle caso. Ante mí, levantó la repisa de plástico que sostendría mi desayuno por el tiempo que ellos vieran oportuno.

El joven me acercó una cucharita de plástico, una servilleta y unos azucarillos. Aproveché para referirle mi inquietud sobre el equipaje dejado en Dubái. Lo pensó unos instantes. El agente se ausentó un minuto para sacar a Burke de su aislamiento en las primeras filas. Los vi conversar, a los dos, murmurar. Luego, una mirada de Burke hacia atrás; hasta dar con mi situación. Me sonrió, obligado a mantenerme la mirada, por mi atención sobre ellos. Resolvió ponerse en pie y salir a mi encuentro.

—Buenos días, señorita —me saludó en su acercamiento por el pasillo—. No hace falta que le pregunte por la calidad de su descanso…

—He dormido bien, gracias —le confirmé escueta—. Supongo que su compañero le habrá informado de…

—¿Su equipaje? Sí… No se preocupe. Está a buen recaudo en la bodega de este avión —arguyó aspirando y tocándose la punta de la nariz—. Con su nombre en la mano acordamos acceder a una fuente de datos confidencial en la que se recogen cada día las inscripciones en todos los hoteles y edificios de apartamentos de lujo de Dubái. Apartamento 3303. Propiedad del príncipe Muhammad Abd Al Qubaisi… Minutos antes de despegar, un chófer de The Address nos acercó sus pertenencias. ¿Va a contarme su relación con el príncipe y cómo se las ingenió para que la invitase a su apartamento?

—¿Se llama usted Patrick Cromwell? —le lancé consciente aún del trato de silencio que Cameron me había conminado a no traicionar, y atenido a la misión que nos había unido diecisiete años después. Pese a su estado semiinconsciente, Cameron había incidido hasta el extremo en todo ese asunto de confesiones a desconocidos: llegados a Langley, Virginia, únicamente habríamos de dirigirnos al jefe de Operaciones Especiales. A nadie más.

Atiné a expresarle a Burke una sonrisa cínica al primer mordisco de mi cruasán.

—Buenos reflejos, señorita —murmuró Burke con incontenible desagrado hacia mi persona—. La dejo desayunar, que debe tener un hambre canina…

Después de cargarse de sutilezas para llamarme

perra, Leonard Burke se marchó al instante a su cubículo, cinco filas de asientos adelante. Fue el instante en que, con café y cruasán en mano, aproveché para analizar la posición y la actitud de los hombres que me acompañaban en ese vuelo. Todos vestían traje oscuro y corbata, a excepción de Burke, con su inseparable traje gris marengo. Serios, taciturnos. Presentía que mi despertar los había descolocado un tanto y obligado a la prealerta hacia cualquiera de mis movimientos. En mi análisis, acabé examinando el espacio del avión por secciones: en las primeras filas, Burke, recién recuperado su asiento junto al joven que por ahora había resultado el más simpático y al que le había faltado tiempo para invitarme al primer café de la mañana. Al otro lado de la cabina, pero a la misma altura, un hombre de pelo oscuro hojeaba un periódico, abstraído, inmóvil. Dos filas más atrás, otros dos hombres, a uno de ellos le reconocí al instante. Se trataba del conductor del Lexus que, junto a Burke y su agente de veinticinco años, nos trasladaron hasta el aeródromo en mitad del desierto dubaití de donde habíamos partido a cruzar medio mundo. Desconocía el destino que habrían de darle al Bugatti Super

Sport que había llevado hasta ellos. Lo más obvio derivaría en la inmediata devolución a su dueño. Pero a saber de la honestidad de otros.

Subido a ese avión, el conductor del Lexus permaneció al lado de otro hombre rubio, de rasgo viril, muy marcado y atribuido a los autóctonos de la Europa del Este. Ninguno se atrevía a compartir palabra con el otro a pesar de mantenerse juntos, en asientos adyacentes. En total, cinco hombres, seis, con el piloto. Un séptimo convino en observarme en silencio desde su asiento, en la parte opuesta del habitáculo y una fila por delante de mí.

Cameron. ¿Cuánto tiempo llevaba allí sin que yo me hubiese percatado de su presencia?

Se me ocurrió sonreírle. Al fin y al cabo estábamos salvados. Él hizo todo lo contrario y dibujó una expresión tan seria como preocupada.

Tomé aire para convidarle a reunirse conmigo, o yo con él. Mi voz quedó reprimida en la garganta a un gesto suyo de silencio. Incontenido. Secreto.

Cameron dejó pasar unos quince minutos antes de abandonar su asiento y acomodarse en otro, el contiguo al mío, justo cuando el resto del pasaje se distraía ya fuera con la película en la pantalla sobre sus cabezas, o con los sudokus del periódico del día.

—¿Qué le has dicho a Burke…? —me susurró sentado a mi derecha, pegada la rodilla contra la mía. A falta de un abierto «buenos días», me forcé a hablarle con la misma confidencialidad.

—Quería que me confirmara la recogida de mi maleta en el edificio donde me instalé en Dubái.

—¿Y qué te ha comentado?

—Que la pudieron localizar a tiempo. La llevamos con nosotros, en la bodega del avión.

—¿Le has contado algo que yo no sepa? ¿Algo que sigas ocultándome y que te hayas obligado a contar?

—No.

—¿Seguiste mis instrucciones tal y como te dije?

—Sí.

—Cómo te has hecho llamar delante de ellos…

—Valentina Castro.

—Bien… ¿Le has insistido en que no puedes hablar al respecto de la misión Qubaisi o de cómo me localizaste si no es delante de Patrick Cromwell?

—Sí…, pero ¿por qué tanta desconfianza con Burke?

—Escúchame, Madison…, ¿ese es tu nombre…?

—Sí…

—A partir de este momento no quiero verte con otra actitud que no sea la que hayas mantenido desde el principio con Burke y sus agentes —la oscuridad en su habla me indujo una aprensión absoluta—. Estate tranquila. No mires, ni hables más de lo debido a ninguno de ellos…

—Me estás asustando…

—Este avión es una jodida trampa. Debes saberlo y mantenerte alerta. Y todo porque Cromwell quiso confiarle el control de la misión Qubaisi a un cabrón como Burke. Le dije que no se fiara de ese tipo: sabía que nos ocultaba algo…

—¿De qué hablas…?

—Llevo despierto unas cuatro horas —me informó—. Hace dos le pedí a Burke conexión directa con Cromwell en Yemen. No dudó en usar conmigo su papel como director en la misión para denegármela. No hace falta, me dijo; he hablado con Cromwell hace media hora. Nos felicita por la detención de Alekséi Zharkov y sus hombres… Puede estar tranquilo, señor Shameel…

—Creo que te dijo la verdad. Eso mismo me comentó a mí antes de tomar este avión; que varios de sus agentes en Dubái habían atrapado a Zharkov a la salida del Burj Khalifa.

—Bien… —dejó escapar el apodado Isaak Shameel—. ¿Y si te digo que a estas horas los informativos del mundo entero copan sus titulares con la identidad de los fallecidos en el atentado en el Burj Khalifa? ¿Y si te digo que dentro de esa lista de muertos no encontrarás al agente Milles, pero sí al hombre que salvaste y con el que ahora mantienes esta conversación?

—¿Cómo?

—Al no permitírseme contactar con Cromwell, esperé a que al más estúpido de estos tipos se le ocurriera irse al baño dejando su portátil encendido. Este avión dispone de tecnología

wi-fi conectada a satélite. Y no hace ni hora y media que se me presentó la oportunidad. Burke echaba una cabezada y los demás parecían hacer lo mismo. No tardé ni minuto y medio en informarme de los nombres de las doce víctimas mortales de la bomba de Zharkov. Y afortunadamente di enseguida con el mensaje que Cromwell estaba intentando hacerme llegar desde Yemen. Hace diecisiete horas que desconoce mi paradero, que no sabe si estoy vivo o muerto. Y ante la duda, Cromwell ha optado por protegerme del enemigo aprovechando la muerte de uno de sus agentes secretos en el Burj Khalifa. En conexión con la base central de Langley ha utilizado el cuerpo de Milles para darle mi identidad para uso de la influencia en prensa de sus subordinados. Busca darme mayores facilidades para escapar si aún tuviera posibilidad… Pero nos hemos dejado cazar, Madison. Y se lo hemos puesto demasiado fácil… Ese hijo de puta de Burke nos la ha jugado… Es un maldito topo. Él y todos los que están aquí metidos.

—¿Estás diciéndome que Zharkov puede no haber sido capturado? —le murmuré arrastrada por mi alto grado de ingenuidad.

—Si el cabrón de Alekséi estuviera en manos de la CIA en Dubái, ¿qué necesidad tendría Cromwell de inventar mi muerte con ayuda y engaño del Servicio de Comunicación de Langley? ¿De qué o quiénes va a protegerme? ¿De los ocho hombres que nos asegura Burke haber apresado a las puertas del Burj Khalifa? ¿Del capo ruso supuestamente encadenado a estas horas? No… Alekséi Zharkov sigue libre, y desde el principio de la misión, Burke y sus comadrejas aquí presentes han trabajado mano a mano con el clan ruso para darme captura. Tú eres un regalito caído del cielo y de seguro que también querrán sacarte provecho…

¿Me dejaría avasallar tan rápidamente por la paranoia de un hombre llevado al límite y víctima de una amnesia que podía haberle trastocado la percepción de la realidad? Era cierto que sus teorías conspiratorias no desdeñaban justificación; no obstante, habría que poner algo de cordura y simplicidad en la actuación de quienes nos habían asegurado protección en el interior de ese avión.

Le observé. Cameron no parecía tener trastocada la cordura.

—¿Cuántos años pueden quedarle a ese Burke para jubilarse? ¿Cuatro, cinco? —argüí de repente—. ¿Por qué iba a echar por tierra una vida dedicada a la CIA e irse al otro bando cuando podría haberlo hecho años antes?

—No todos los días se le presenta a un cabrón sobornable como Burke la oportunidad de colaborar con la mafia más poderosa y respetada de este planeta. No te quepa duda que la buena tajada que se llevará por traicionar a su país le merecerá la espera de sus veinte años de oficio y protección al estadounidense. —Se frotó el rostro con las manos sin perder ni un segundo la atención en los cinco hombres al frente—. Nos entregarán…, cobrarán sus millones de las cuentas de los Zharkov, y a vivir una vida de lujos clandestinos en Latinoamérica. Míralos… Tan empachados de éxito que ni siquiera se han molestado en conocer las últimas nuevas de la misión. Ya no les importa. Me tienen subido a su avión y solo esperan darnos canje… Cómo has podido ser tan idiota, Madison…

—Idiota, estúpida… ¿Te falta alguno más de esos bonitos calificativos para referirte a mí? Gilipollas…, ese será el siguiente, ¿me equivoco?

—No sé qué se te pasó por la cabeza… —continuó afanado en su reproche.

—Aún estoy esperando un sincero «gracias» por tu parte.

—No debiste haber viajado nunca a Dubái. No debiste acercarte a mí. Consumada la traición de Burke, es posible que a esta hora la dirección de la CIA esté enviando su alerta por el

squawk

—¿Qué es eso?

—El transmisor interno que comparten todos los servicios de inteligencia de Estados Unidos —me contestó—. Por culpa de estos cabrones nos vincularán de lleno en una investigación de Seguridad Nacional. —Percibiendo el progresivo aumento del volumen de su voz, Cameron recuperó su susurro con cabeza gacha incluida—. No hay que ser muy listos para descubrir el plan de este cabrón. ¿Crees que este avión va al aeropuerto de Dulles en Virginia? No… Nos llevan al cuartel general de los hermanos Zharkov, allá donde cojones esté. Y ten por seguro que, si no hago algo al respecto, nos matarán en cuanto pisemos tierra. Si son listos, nos harán confesar bajo tortura. Lo que sea, cualquier cosa que quieran saber de nosotros antes de rebanarnos el cuello.

—Y en el caso de que eso sea cierto… —expuse—, ¿qué se supone que he de hacer yo?

—Por lo pronto fingir que te encuentras entre amigos.

Solté el aire incapaz de afrontar mi papel de víctima en semejante trampa mortal.

Hubo un silencio entre nosotros, un par de minutos en los que la voz interior aprovechó para mermarnos la esperanza de supervivencia. A mi recuerdo acudió de pronto la última conversación con Burke en el avión: «¿Su equipaje? Sí… No se preocupe —había replicado el agente—. Está a buen recaudo en la bodega de este avión. Con su nombre en la mano convinimos en acceder a una fuente de datos confidencial en la que se recogen cada día las inscripciones en todos los hoteles y edificios de apartamentos de lujo de Dubái».

—Oh…, Dios mío…

—Qué… —Cameron se volvió alarmado hacia mí.

Me incorporé nerviosa en el asiento.

—Mi equipaje… Mi registro en The Address. En la recepción me identifiqué como Madison Greenwood. Me obligaron a enseñarles el pasaporte… Tuve que darles mi nombre real…

—¿Qué pasa con ese registro?

—Burke… En la carretera hacia Al Haiyir… Me preguntó el nombre… Le di el falso, como me dijiste…

—Entonces, ¿cómo…?

—¿Cómo supuestamente han localizado el apartamento y recogido mi maleta?

—¿Alguien en Estados Unidos sabía que te alojarías en The Address?

—No. Nadie.

—¿Te dejaste ver por las calles de Dubái, en las inmediaciones de ese hotel?

—No. Además no era un hotel, sino un edificio de apartamentos de lujo frente al Burj Khalifa. —Impulsiva, me dispuse a revelarle la primera información sobre mi aventura suicida en Dubái—. Logré alojarme en el apartamento del príncipe Muhammad Abd Al Qubaisi.

—¿Y qué coño hacías tú en el apartamento de Qubaisi?

—¿Importa eso ahora?

En su voz se asomaba un incontenible y, por otro lado, inexplicable celo por aquella mujer «no recordada» y que a solas había planeado salvarle la vida con medios aún por desvelar.

—¿Estuviste en el restaurante, en el gimnasio de ese edificio? —me preguntó con su carácter apaciguado.

—No… —En las filas delanteras del avión, las nucas de los cinco hombres, firmes en su quietud—. Puede que tengas razón sobre ese Burke… —le susurré—. Solo una persona me vio salir de ese apartamento… —Miré a Cameron con un irreprimible temblor en los labios—. El inquilino de enfrente, el de la puerta 3302. Alekséi Zharkov.

El hombre sentado en la primera fila de la cabina, abstraído en la lectura del periódico —y al que durante todo el vuelo no le había visto moverse de su asiento, al menos en ese tiempo en que nos habíamos mantenido despiertos—, manifestó su primera reacción emocional ante el pasaje: un aplauso.

—¡Bravo! —rio con la suficiente potencia de voz como para ser oído a todo lo ancho y largo del avión—. ¡Me maravilla tanta observación! Tendré que pensarme eso de daros fin en cuanto este avión aterrice. Con algo más de entrenamiento ofreceríais al séquito de imbéciles que me rodea una inteligencia inspiradora de ejércitos… Solo una objeción. Se os ha pasado por alto la implantación de micrófonos sobre vuestras cabezas, y eso puede resultar decisivo para que finalmente os contrate. Tendré que pensármelo.

Todos los músculos se me tensaron al oír esa voz, con ese particular acento que poco menospreciaba la pronunciación de un inglés casi perfecto.

Cameron y yo dirigimos la mirada al pequeño cuadro de ventilación sobre nosotros. En el centro de él, dos extraños círculos metálicos sin uso aparente, cubiertos por dos diminutas rejillas circulares. Micrófonos.

El extraño que había lanzado toda su palabrería al aire se levantó de súbito y nos dejó contemplar la manera con la que se despojaba de unos auriculares introducidos en los oídos. Aquel tipo había escuchado cada susurro, cada revelación acerca del futuro que a Cameron y a mí podía depararnos nuestro exceso de confianza. Acto seguido, desplegó toda la elegancia de las manos que fue a parar al ajuste de su camisa blanca, perfecta en el talle de cuello y hombros.

Al levantar una de las manos, un resplandor metálico en uno de los dedos me sacó de toda duda. La uña de plata dio nombre al peor de mis temores.

—¿Adónde fue a parar mi Emperatriz de la Belleza que desapareció como frágil flor de invierno? —Al echarnos su primera mirada, el hombre descubrió el rostro. Cameron inclinó lentamente la espalda hacia el asiento, como si aún le costara discernir entre las conjeturas generadas por nuestra imaginación y la realidad misma que nos rodeaba—. Me pregunto si dejaste olvidado algún zapato de cristal. Te aseguro que yo no lo he encontrado…

Me silencié ante la esbelta figura de Alekséi Zharkov. No iba a darle el gusto de seguirle el juego a sabiendas de que yo ya lo tenía perdido.

—Te he hecho una pregunta…, Valentina. —Frunció el ceño dubitativo ante un posible error en mi nombramiento. De su butaca levantó mi maleta traída de Washington, arrastrada hasta sus pies desde el apartamento del príncipe Qubaisi. Abrió los cierres y extrajo mi bolso marrón de diario. Hurgó en su interior hasta dar con mi pasaporte. Lo abrió y puso al descubierto el mayor de mis secretos—: ¿O he de llamarte Prudence Madison Greenwood Morgan? ¿Qué clase de nombre es ese para una zorra de tu altura? ¿Vas a decirme que la mujer de gafas de esta foto es mi Emperatriz de la Belleza?

Zharkov mantuvo una sonrisa que al instante sería secundada por sus acompañantes, entre ellos Leonard Burke, con el rostro vuelto, sin atreverse a lanzarnos ni un atisbo de su traición.

A mi contacto visual con el menor de los Zharkov —mi acompañante imprevisto en la pasada noche—, sentí el terror entumecerme las piernas, los brazos, el cuello. Pero ¿iba a regalarle a ese monstruo, tan abiertamente, mi miedo ante la derrota? Me mantuve quieta, en mi sitio. A mi mente acudió sin poder contenerla la imagen de la pistola de Katrina, el arma que había dejado tirada en los asientos traseros del Bugatti. Nuestra única arma, menospreciada, ni siquiera pensada para esconderla bajo mis ropas. Enfrentar a Zharkov con su propia bala nos habría dado una mínima posibilidad de escapar de allí con vida. O no. Lo que estaba claro es que a esas horas, la pistola con silenciador ya habría sido recuperada por el enemigo. Así lo pensé y así me lo hizo ver el ruso, cuya mano derecha blandió la esperanza perdida. La levantó a la vista y tomándola por el cañón la lanzó al asiento del que él se había levantado hacía poco.

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