Arena

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En el sueño escuchaba los sollozos de mi madre, sin embargo, no me levantaba de la cama. Aguzaba el oído para percibir su llanto. Aquel sonido recurrente: lombrices dilatándose para desplazarse por el canal auditivo, por el laberinto de mi oído, hasta que traspasaban el tímpano y, como una bufanda, se enroscaban alrededor del martillo.

¿Oía mi madre mis quejidos? El hipo tenue que se escapaba de mi cuerpo, como una niebla que se cuela por las rendijas de las puertas en una película de terror. Aguantaba el llanto. Siempre lo hacía. Y me acostumbré a ese dolor sordo y apagado. Me convertí en un reptil sin memoria. No era capaz de diferenciar si estaba dormido o despierto. Los párpados apretados y débiles a la vez. Cobardía. Miedo. Vacío. Agotamiento, todo a la vez. Luego llegaba la relajación. Y los sueños. Mi madre entraba en mi cuerpo y decía:

—Tómate este caldo caliente. Ya pasó, Bruno, ya pasó.

Pero solo sentía cómo me apedreaban con cosas blandas. Cómo esas cosas blandas se adentraban en mí.

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