Arena

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La conversación con el Manco me había cabreado. Notaba el malestar: un coloso que golpeaba cada uno de los órganos desde dentro, pirañas en las sienes. Raspé los nudillos sobre el muro de cal hasta que sangraron ligeramente. Necesitaba sentir el dolor físico para sosegar el tumulto de sensaciones que se me agolpaban en la cabeza. Ese dolor era lo único que me calmaba la rabia. Evité el paseo marítimo y me dirigí a Juan Sebastián Elcano. Quizá alguno de los Morales o incluso el Alcalde estuviesen por el Tato y no iba a ser tan estúpido de topármelos. El viento de levante zarandeaba las hojas de los árboles, algunas caían en la acera y al pisarlas emitían crujidos crocantes. Cuando me aproximaba a La Gloria vi que de la cafetería salía una amiga de mi madre. Me paré para esquivarla, pero ella caminó hacia mí. Dudé si darme la vuelta o cruzar al otro lado, y opté por lo último. Me detuve en el borde de la acera esperando el verde del semáforo de peatones, e incluso pensé en cruzar con el semáforo en rojo, pero no dejaban de pasar coches. Agaché la cabeza cuando pasó a mi lado. No sirvió de nada.

—¿Bruno?

—Hola.

—¿Cómo estás?

—Bien.

—Pobrecillo.

El semáforo se puso en verde. Aproveché para cruzar. Odiaba la condescendencia de la gente. Me contuve de bufarle por lo que había hecho y dije cortante:

—Tengo prisa. Adiós.

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