Arena

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Capítulo 13

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Capítulo 13

La puerta de la buhardilla giró sobre sus goznes y Garth se volvió hacia ella.

—¿Has conseguido encontrarla? —preguntó.

Hammen meneó la cabeza.

—Maldición... —murmuró Garth.

—Algunos dicen que la mataron al comienzo de los disturbios, y otros afirman que fue hecha prisionera por los guerreros del Gran Maestre. Por el momento, lo único indudable es que nadie sabe nada de la benalita.

Garth no dijo nada y se volvió hacia la angosta ventana. La Plaza por fin volvía a estar tranquila y silenciosa. Los carros iban y venían por entre las sombras, y monjes encapuchados iban recogiendo los centenares de cadáveres que habían quedado esparcidos por los alrededores del palacio. Las llamas de los incendios todavía parpadeaban por toda la ciudad, y se podía oír el rugir de las turbas en la lejanía. Una columna de guerreros desfilaba por la avenida que llevaba al puerto con sus lanzas y escudos destellando bajo la luz. El ajetreo normal en el burdel había cesado casi del todo, cosa que Garth agradecía.

—Zarel ha hecho venir tropas de Tantium, y las naves todavía siguen llegando en estos mismos momentos —siguió explicando Hammen—. Está dejando desprotegidos todos los alrededores de la ciudad. Dicen que más de mil personas murieron en la arena, así como varios centenares de guerreros... Cuando me fui el populacho todavía ocupaba el estadio, pero supongo que las tropas por fin habrán conseguido vaciarlo.

Garth asintió.

—¿Y el paquete que escondí delante de la puerta de la ciudad?

Hammen alzó el fardo envuelto en una piel embreada y lo dejó en el suelo.

Garth le dio las gracias con un asentimiento de cabeza, y después se inclinó y recogió el fardo como si se tratase de un tesoro muy frágil.

—Amo...

Garth se volvió hacia Hammen.

—Creo que voy a dejar de servirte.

—¿Por qué?

Hammen meneó la cabeza.

—Venga, suéltalo.

—Al comienzo todo era distinto —dijo Hammen—. Pensaba que sólo querías divertirte un poco... Ya sabes, dejar en ridículo a Zarel y obtener algunos beneficios durante el proceso. Nunca has dicho nada, pero siempre he sospechado quién eras.

—Pero las cosas han cambiado mucho, ¿verdad?

Hammen asintió melancólicamente.

—Esta noche he pasado por delante del puerto —replicó por fin—. Estaban descargando los carros, y arrojaban los muertos al agua para que la marea se llevase los cadáveres... Los tiburones y las lampreas se están dando un auténtico banquete, y hay tantos que las aguas parecen hervir.

Hammen guardó silencio durante unos momentos.

—¿Es que no sientes ningún remordimiento? —preguntó después.

Garth le dio la espalda para echar un vistazo por la ventana en el mismo instante en que una compañía de guerreros pasaba corriendo por debajo de ella y se esfumaba en la noche.

—Sí —acabó murmurando.

—Bien, entonces... ¿Por qué? Ha habido miles de muertos.

—Tus simpatías están del lado del populacho, ¿verdad?

—Formaba parte de él —replicó Hammen.

—¿Y qué eras por aquel entonces? Si no hubieras estado a mi lado, habrías estado en los graderíos aullando y pidiendo sangre a gritos, temblando de éxtasis mientras veías cómo un luchador le sacaba las tripas a su oponente... Esa era tu vida, ¿verdad? ¿Cuáles son las permutaciones de las apuestas de mañana? ¿Conseguiré dar con la combinación acertada y ganar un millar de monedas gracias a la muerte de un luchador que se ha desangrado sobre la arena?

Hammen inclinó la cabeza.

—Tenía que sobrevivir —murmuró.

—¿Y a eso le llamas sobrevivir? Ese bastardo del palacio ha pervertido todo aquello para lo que se usaba el maná en un principio. Lo ha convertido en un deporte y en contratos a cambio de dinero, y el Caminante lo ha permitido. Ahora el populacho sólo vive para eso.

—¿Y Garth el liberador ha venido a cambiar toda esa situación? Y, de todas maneras, ¿qué derecho tienes tú a cambiar las cosas? Has causado más muertes durante los últimos cuatro días que Zarel en todo un año. Y ahora, ¿eres mejor que él, o estás haciendo todo esto sólo para vengarte?

Garth meneó la cabeza y desvió la mirada.

—¡Mírame a la cara, maldito seas! —gritó Hammen.

Garth se sobresaltó y alzó la vista hacia el viejo.

—¿Es que no sientes nada? —preguntó Hammen.

—Estoy harto y siento deseos de vomitar, pero no hay ninguna otra forma —replicó Garth en voz baja y suave—. Intenté pensar en otro camino, pero no conseguí encontrarlo. Sí, quiero acabar con ese bastardo y con toda la corrupción que ha provocado... Ha administrado un opiáceo a los habitantes de este reino. Los circos, el Festival... Ha corrompido a los gremios de luchadores y a todo cuanto existe a su alrededor. Todos se han dejado seducir por lo que ofrecía, y no conozco ninguna otra manera de poner fin a esto, de perforar el absceso de la corrupción y dejar que el pus salga a chorros hasta que haya quedado curado. Era preferible a esconderse en la cloaca como hacías tú.

Hammen se puso en pie y derribó su silla de una iracunda patada.

—No tienes ni idea de cómo me las he arreglado para sobrevivir... —murmuró—. No sabes qué tuve que hacer para... ¿Y quién eres tú para poder juzgarme? ¿Quién eres tú para presentarte en la ciudad y decidir que hay que destruirlo todo? He perdido a cuatro de mis mejores amigos por ti, y he visto cómo mi ciudad quedaba sumida en el caos. Por lo menos antes de que llegaras había orden, y el populacho era feliz.

Garth metió la mano en su bolsa, extrajo de ella un paquetito envuelto en seda y se lo arrojó a Hammen. El viejo lo pilló al vuelo y lo sostuvo en la palma de su mano. Garth le miró fijamente y sonrió.

—Puedes controlar el maná, ¿verdad? —murmuró—. Sí, puedo sentirlo...

Hammen inclinó la cabeza y dejó caer el paquetito.

—Hubo un tiempo en el que eras Hadin gar Kan, el mejor luchador de la Casa de Oor-tael, ¿no? —siguió diciendo Garth.

Hammen empezó a temblar y bajó la cabeza.

—Maldito seas... —gruñó Garth—. Eras el mejor luchador de la Casa de Oor-tael, ¿verdad?

Hammen suspiró, cogió la silla y se dejó caer pesadamente en ella.

—Y te has convertido en esto... Un ladrón de bolsas que vive en la calle, un payaso..., un ser insignificante y mezquino —añadió Garth.

—¿Y quién eres tú para juzgarme ahora? —susurró Hammen—. Escapé a la Noche de Fuego. Pasé semanas ocultándome en las alcantarillas, y cuando salí de ellas ya no quedaba nada. Nunca pude volver a tocar el maná. Había traicionado a mi Maestre huyendo cuando más me necesitaba. Si me capturaban sería torturado hasta morir, y volver a coger mi bolsa era la forma más segura de que descubriesen quién era en realidad..., así que la arrojé al mar.

Un sollozo desgarrador hizo temblar todo el cuerpo de Hammen.

—Déjame en paz —susurró de nuevo Hammen—. Ya casi lo había olvidado después de todos estos años... ¿Por qué has tenido que aparecer y desenterrar los cadáveres putrefactos del pasado? La Casa estaba muerta, el Maestre estaba muerto, y todos mis camaradas estaban muertos... Ya no quedaba nada. ¿Qué tendría que haber hecho según tú? ¿Atacar el palacio yo solo y matar a ese bastardo, tal vez?

Hammen dejó escapar una carcajada llena de tristeza mientras las lágrimas seguían fluyendo de sus ojos.

—¿Para qué iba a hacerlo? —preguntó—. Todo había terminado, y él había vencido.

Hammen alzó la mirada hacia Garth. El llanto se deslizaba por sus mejillas grisáceas.

—¿Y quién eres tú, Garth el Tuerto? —murmuró—. Tengo mis sospechas, pero... ¿Quién eres?

—Un recuerdo, nada más. Sólo un recuerdo —respondió Garth en voz baja—. Un recuerdo que se ha negado a morir...

—Pues entonces vete. No necesito recuerdos o pesadillas que me despierten de mi sopor. El Caminante vendrá mañana, y nada puede resistirse a su poder. Zarel no es más que un títere, una máscara de papel detrás de la que acecha el verdadero mal... El Caminante te barrerá tan fácilmente como el vendaval dispersa un montón de paja. La pantomima ha terminado. Anda, vete de una vez...

—Creo que me quedaré a ver qué ocurre —replicó Garth sin alzar la voz.

Hammen se levantó, moviéndose despacio y con visible cansancio.

—Me marcho —anunció—. No quiero tener nada más que ver con esto. Mañana estarás muerto, Garth, y entonces todas las muertes de los últimos días no habrán servido de nada. No quiero saber nada más de ti. Se acabó.

Hammen fue hasta la puerta y la abrió.

—Hadin...

El viejo se volvió hacia Garth.

—Hadin murió hace veinte años —murmuró.

—Hammen...

Hammen giró sobre sí mismo con tal rapidez que pilló totalmente desprevenido a Garth. Su báculo le golpeó en la sien, derribándole y haciéndole perder el conocimiento.

Hammen bajó la mirada hacia Garth y le contempló con los ojos llenos de tristeza. Metió la mano en su bolsillo, sacó un trozo de cuerda y le ató las manos detrás de la espalda hasta dejárselas totalmente inmovilizadas. Después metió la mano en la bolsa de Garth y sintió el poder del maná.

Le bastó con tocarlo para que un escalofrío recorriese su columna vertebral, conjurando recuerdos de la misma manera que el olor de una flor puede reavivar el sueño largamente perdido del primer amor. Cogió la bolsa de Garth y se incorporó. Los recuerdos inundaron su mente, llenándole de una feroz alegría mezclada con una tristeza infinita por todo lo que pertenecía al pasado y todo aquello que había desaparecido para no volver jamás.

Volvía a ser joven y a estar lleno de fuerzas, y era el primer luchador de la Casa de Oor-tael. Todo volvió a desplegarse ante él, y el poder de los recuerdos hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas.

Bajó la mirada hacia el cuerpo que yacía en el suelo delante de él y sintió cómo una aguda punzada de dolor y melancolía le desgarraba el corazón. La visión penetrante y límpida del maná se lo mostró todo, volviendo a revelarle todas aquellas cosas que había sabido desde el principio, pero que había sido incapaz de creer.

Apartó los ojos de Garth, recurrió al maná y encontró el hechizo que deseaba emplear. Después lo arrojó sobre Garth, y el poder del hechizo hizo que quedara atrapado en el suelo. Garth permanecería paralizado allí durante varias horas incluso después de que despertara, y no podría moverse hasta que el hechizo perdiera su poder y se esfumara.

Fue hacia la puerta, pero se detuvo antes de llegar a ella y volvió sobre sus pasos y se arrodilló junto a Garth.

—Galin...

El nombre apenas había sido un susurro. El viejo extendió una mano y apartó un mechón de cabellos de la frente de Garth con una inmensa dulzura, como había hecho muchos años antes cuando Galin no era más que un muchacho, el hijo del Maestre de la Casa de Oor-tael, que aprovechaba cualquier momento libre para ir a ver al luchador favorito de su padre para sentarse sobre sus rodillas y escuchar una historia llena de aventuras y grandes hazañas.

—Que el Eterno te guarde, muchacho —murmuró.

Después se puso en pie, se echó la bolsa al hombro y salió de la habitación. La puerta se cerró detrás de él sin hacer ningún ruido.

—Ya casi ha amanecido.

Zarel alzó la mirada y asintió.

—¿Y?

Uriah miró nerviosamente a su alrededor.

—Sigue —ordenó Zarel.

—Abandonó los graderíos de la Casa de Bolk durante los disturbios, y no se ha presentado en ninguna de las otras Casas.

—¿Hasta qué punto confías en la veracidad de ese informe? Estarías dispuesto a jugarte la vida?

Uriah guardó silencio.

—¡Maldito seas, Uriah! Responde a mi pregunta.

—Sí, mi señor. Lo haría.

—Quiero que los Maestres de las Casas queden totalmente convencidos de que hablo en serio. Si el luchador tuerto aparece para combatir llevando el uniforme de alguna Casa, lanzaré a mis luchadores sobre ellos en la misma arena. Hoy he vencido al populacho, y las turbas no se atreverán a intervenir. ¿Ha quedado claro?

—Sí, mi señor.

—Uriah...

—¿Sí, mi señor?

—Las ollas, las ollas de barro... ¿Cómo ocurrió?

Uriah sintió que se le helaba la sangre en las venas.

—Alguien las añadió al cargamento —replicó—. Las criaturas fueron conjuradas, y su poder fue mantenido gracias a un paquetito de maná introducido en cada olla.

—¿Y cómo llegaron allí?

—No lo sé, mi señor.

Zarel clavó la mirada en Uriah, y el sondeo mental cayó sobre él. Uriah permaneció totalmente inmóvil mientras hacía un terrible esfuerzo para controlar sus pensamientos.

—Estás asustado, Uriah...

—Siempre lo estoy cuando me hallo ante vos, mi señor.

—Siento que me estás ocultando algo, algún conocimiento... Algo que tú sabes y que yo ignoro.

—Jamás osaría hacerlo —murmuró Uriah.

Zarel acabó asintiendo y dejó escapar una carcajada que apenas llegaba a ser un murmullo enronquecido.

—No. Eres demasiado cobarde para tratar de engañarme —dijo por fin.

Zarel giró sobre sí mismo y apartó la mirada de Uriah, satisfecho al ver que el enano seguía siéndole leal en su terror.

—Ya has comprendido lo que debe hacerse, ¿no? —siguió diciendo—. En cuanto el Caminante se haya marchado con la puesta de sol, atacaremos la Casa de Bolk y mataremos a Kirlen. Quiero que la cabeza de Kirlen sea depositada encima de mi regazo antes de que la noche haya terminado. La Casa de Bolk debe pagar su insolencia con la destrucción.

—¿Y el Caminante?

—Se habrá ido, y pasará otro año antes de que regrese. ¿Qué podrá hacer entonces?

Uriah no dijo nada.

«También tendré los libros de esa vieja arpía y su maná —pensó Zarel—. Tal vez eso bastará para conseguir lo que me propongo... Si no, las otras Casas caerán también, y su maná engrosará la gigantesca reserva de fortaleza que se necesita para atravesar el velo. Tiene que ser ahora... Mi posición se está debilitando por culpa de ese condenado luchador tuerto. Sí, tiene que ser ahora...»

—¿Y el populacho? —preguntó Uriah de repente—. Una cuarta parte de la ciudad y todos los partidarios de la Casa Marrón querrán venganza.

—Que intenten cobrársela —replicó secamente Zarel—. Los seguidores de Fentesk siempre han odiado a Bolk más que los demás. Asegúrate de que los graderíos de Fentesk acaben inundados de regalos. Quiero que queden saciados de sangre y vino. Me respaldarán.

—¿Y yo?

—Todo se hará tal como te he prometido. Te convertirás en el nuevo Maestre de Bolk —dijo Zarel.

Uriah sonrió.

—El Caminante no debe enterarse de lo que ha ocurrido aquí durante esta semana —siguió diciendo Zarel—. Si Kirlen intenta acercarse a él, quiero verla muerta al instante. Podemos echarle la culpa de todos los problemas y disturbios.

—¿Y si aparece el tuerto?

Zarel titubeó antes de responder. Sus hipótesis podían corresponder a la verdad, pues era muy posible que el tuerto anduviera detrás de una presa más grande y que hubiera tramado alguna clase de plan contra el Caminante. «Tal vez... Sí, tal vez podría acabar beneficiándome de ello. Pero siempre queda la posibilidad de que quiera acabar conmigo, naturalmente...»

—Creo que se ha ido —dijo Zarel en voz baja—. Tiene que haberse ido. Ya no le queda ningún lugar en el que esconderse.

Y Uriah se dio cuenta de que las palabras de su amo y señor tenían por objetivo tranquilizarle y, al mismo tiempo, que habían sido concebidas para tratar de convencer a otro.

Uriah salió de la habitación, y por fin pudo relajar el férreo control que había impuesto a sus pensamientos. El recuerdo de lo que había visto en la arena aún continuaba obsesionándole. Durante los otros combates el luchador tuerto sólo había sido una silueta lejana, pero por fin había acabado presentándose delante del trono. Uriah lo había comprendido todo en aquel momento. El luchador tuerto era Galin, aquel muchacho que había cabalgado sobre su espalda jorobada hacía tanto tiempo mientras reía y lanzaba chillidos de deleite infantil, para cubrirle de besos y abrazos después.

«Pero ahora es un hombre —pensó Uriah—, un hombre que debe ser traicionado si es que he de sobrevivir.»

Garth el Tuerto gimió y se agitó débilmente. Intentó estirarse, pero descubrió que no podía moverse. Tenía los brazos atrapados, e intentó mover las muñecas. Podía sentir la presión de la cuerda que le ataba las muñecas, pero había algo más que le retenía.

—¡Oh, maldito sea! —exclamó.

Garth intentó darse la vuelta e hizo un esfuerzo desesperado para salir del círculo del hechizo, pero siguió atrapado en el suelo. Se hallaba tan indefenso como un bebé envuelto en pañales.

La segunda campana de la mañana sonó un instante antes de que el sol asomara por encima del horizonte, alzando su esfera rojo oscuro a través del telón de humo que flotaba sobre la ciudad y haciendo que su luz entrara en una trayectoria casi horizontal a través de los postigos de la buhardilla.

—Ayúdame durante este día —susurró Garth—. Ayúdame a darte por fin el descanso que mereces, tanto en mi alma como en las tierras que recorres ahora... ¡Ayúdame!

Permaneció inmóvil y en silencio durante minutos que parecieron hacerse interminables, concentrándose e intentando romper el hechizo mediante pura fuerza de voluntad. Pero el hechizo se negó a dejarse vencer. Las gotitas de sudor perlaron el rostro de Garth y se metieron en sus ojos produciéndole un agudo escozor, y Garth siguió rezando y envió sus pensamientos hacia el exterior..., hasta que acabó sintiendo una presencia muy cerca de él.

La puerta se abrió con un crujido y una silueta oscura se alzó ante Garth.

Garth dejó escapar el aire que había estado conteniendo en un jadeo entrecortado.

—Anoche percibí que estabas buscándome —dijo la silueta con voz baja y suave—. Sabía dónde te estabas escondiendo. Te seguí al salir de la arena anoche... Tenía que venir.

Garth oyó sus pasos, y un instante después la mujer se arrodilló junto a él.

—¿Es obra de Hammen?

—Sí.

La voz surgió de los labios de Garth en forma de un murmullo enronquecido. El poder del hechizo seguía reteniéndole.

La mujer desenvainó su daga, y Garth entrevió que la movía de un lado a otro como si estuviera ejecutando un ritual. Después se movió a su alrededor agitando la daga y hendiendo el aire con la hoja por encima de él, y volvió a agitar la daga de un lado a otro. Garth sintió que el hechizo se desmoronaba, y tuvo la sensación de que acababan de quitarle un gran peso de encima. Se irguió, jadeando y tosiendo, y dejó que la mujer cortara sus ligaduras.

—Me llamaste, ¿verdad? —murmuró ella.

Garth asintió. Sus terribles esfuerzos le habían dejado agotado, y la cabeza aún le palpitaba a causa del golpe.

—Vi a Hammen saliendo de aquí con tu bolsa.

—¿Y por qué tardaste tanto en venir? Hace horas que se ha ido.

—Me pareció que había hecho lo más adecuado, pero... Después sentí tu llamada y... —Guardó silencio durante un momento—. ¡Maldito seas, Garth! No podía dejarte aquí.

Se inclinó sobre él y le besó suavemente en los labios.

—No tenemos tiempo para eso ahora —murmuró Garth—. ¿Dónde infiernos ha ido ese bastardo?

—Hacia la arena.

—El fardo del rincón, el que está envuelto en la tela embreada... ¿Puedes traérmelo?

La mujer atravesó la habitación y le trajo el fardo.

Garth quitó la tierra que se le había pegado en el agujero donde lo había escondido antes de entrar en la ciudad. Desató la cuerda de cáñamo con que estaba envuelto el fardo, lo abrió lentamente y desplegó su contenido. Después se inclinó ante él e intentó reprimir las lágrimas que habían inundado su ojo.

Garth acabó logrando recuperar la compostura, se puso en pie y empezó a desnudarse lentamente. Después vaciló y bajó la mirada hacia la mujer.

—Puede que no lo recuerdes, pero ya te he ayudado a vestirte antes —dijo ella, e hizo una breve pausa antes de seguir hablando—. Varena también te ayudó.

—¿Podrías volver a ayudarme? —preguntó Garth en voz baja y suave.

La procesión serpenteaba a lo largo de la gran avenida que nacía en el centro de la ciudad, llegaba hasta la puerta y terminaba en la arena. La multitud que se agolpaba a ambos lados de la calle contemplaba su lento avance en silencio y con expresión hosca, y apenas lanzó alguna que otra aclamación apática ni siquiera cuando vio pasar a los campeones que aún seguían con vida.

Zarel estaba observando al populacho. No se atreverían a intentar nada, no aquel día y con la inminente llegada del Caminante. La multitud le devolvió la mirada en silencio, y apenas se agitó cuando las jóvenes que flanqueaban el palanquín del Gran Maestre empezaron a arrojar monedas.

La procesión llegó a la puerta, y Zarel pudo contemplar durante unos momentos el puerto que se extendía por debajo de él. El agua estaba oscurecida por los cuerpos que subían y bajaban lentamente, y las manchas rosadas indicaban los lugares en que los tiburones y lampreas gigantes seguían alimentándose frenéticamente. Había tanta comida que el puerto no estaría limpio para cuando llegara el Caminante. Habría que darle alguna explicación, y Zarel pensó que bastaría con atribuirlo a un brote de plaga.

La procesión siguió avanzando hasta llegar a la arena, que ya estaba llena a rebosar. Las colinas que se alzaban sobre el inmenso estadio también estaban ennegrecidas por las masas de espectadores que habían acudido a presenciar el último día del Festival y la llegada del Gran Señor.

El largo cortejo entró por el túnel de acceso, y un momento después emergió a la cegadora claridad solar que inundaba el suelo del estadio. La arena blanca reflejaba la luz de mediados de la mañana con una deslumbrante intensidad. Unos vítores casi inaudibles brotaron de la multitud, más debido a la expectación con que aguardaba los acontecimientos que no tardaría en presenciar que por la presencia del Gran Maestre.

—Malditos bastardos... Ojalá tuvierais un solo cuello —gruñó Zarel, mascullando el deseo que acudía a su mente cada vez que contemplaba al populacho.

La procesión recorrió el perímetro de la arena, pero esta vez se mantuvo lo suficientemente alejada del muro para que ningún objeto lanzado desde los graderíos pudiera alcanzar a Zarel. Hubo una andanada de gritos burlones y un pequeño diluvio de botellas de vino y jarras de cerveza, y los agentes del Gran Maestre esparcidos por los graderíos se apresuraron a perseguir a los culpables mientras la multitud se agitaba en un breve espasmo de irritación. El recorrido del círculo llegó a su fin y los mamuts fueron desenganchados del trono de Zarel y sacados de la arena a través del túnel de acceso. Un silencio expectante descendió sobre la multitud.

Zarel esperó mientras las cuatro Casas ocupaban sus posiciones en los cuatro puntos cardinales alrededor del círculo dorado y los siete campeones restantes formaban una hilera directamente detrás del trono del Gran Maestre. Después fue hacia el círculo dorado trazado en el suelo de la arena, y los cuatro Maestres ocuparon sus respectivas posiciones a su alrededor.

Zarel fue volviendo la cabeza lentamente, y su mirada recorrió los cuatro rostros: Kirlen de Bolk, Jimak de Ingkara, Tulan de Kestha y Varnel de Fentesk.

—Vuestro comportamiento ha sido incalificable —dijo Zarel con visible irritación.

Kirlen dejó escapar una risita sarcástica.

—Dile todo eso al Caminante —replicó—. Explícale que no eres capaz de seguir controlando la situación por más tiempo. Cuéntale que eres un estúpido incompetente cuyo reino puede ser convertido en un caos por la simple intervención de un hanin solitario.

—¿Y dónde está ahora?

La mirada de Zarel fue recorriendo sus rostros, y no tardó en estar seguro de que el luchador tuerto no se había refugiado en ninguna Casa.

—¿Y vuestras ofrendas de maná? —preguntó.

Los cuatro Maestres se removieron de mala gana, y acabaron girando sobre sí mismos para volver la mirada hacia las filas de sus luchadores. Dos luchadores surgieron de cada contingente transportando una gran arca entre ellos. Los cuatro arcones fueron colocados en el suelo, y la concentración de maná era tan fuerte que el aire empezó a brillar con destellos iridiscentes. Los arcones fueron abiertos y su contenido quedó esparcido en el suelo, y una lluvia de paquetitos de maná se desparramó sobre el círculo dorado.

Zarel bajó la mirada hacia ellos y asintió.

—¿Y las tuyas? —preguntó Kirlen sin tratar de ocultar su sarcasmo.

Zarel dejó escapar una gélida carcajada y movió una mano para indicar a uno de sus luchadores que trajese una urna. El luchador le dio la vuelta y esparció su contenido sobre el montón de ofrendas de las Casas.

—Cien ofrendas de maná —afirmó Zarel.

—Meramente una pequeña fracción de lo que obtienes con la extorsión —siseó Kirlen—. Creo que te estás guardando todo el maná que puedes porque tratas de convertirte en un Caminante.

—¡Cómo te atreves a...!

—Me atrevo porque estoy diciendo la verdad —replicó Kirlen.

—¿Y dónde has oído esa falsedad?

Kirlen sonrió.

—De la boca del luchador tuerto.

Y mientras pronunciaba aquellas palabras se volvió hacia los otros tres Maestres de Casa, y todos ellos inclinaron la cabeza indicando que la apoyaban.

—Por eso te haces más fuerte a cada día que pasa mientras que nosotros nos vamos debilitando poco a poco —gruñó Jimak—. Pagamos el tributo, pero tú robas muchísimo más y sólo devuelves una pequeña parte.

—¿Y creéis en la palabra de un hanin? —preguntó Zarel con voz gélida.

—Tal vez más que en la tuya —intervino Tulan—. ¿Qué clase de trato hiciste con el Caminante cuando te convertiste en Gran Maestre y la Casa de Oor-tael fue destruida? ¿Que robarías el maná de nuestras tierras para entregárselo a cambio de tu poder, tal vez? ¿Cuántos años llevas acumulando un maná que no te pertenece?

—¿Acaso no os dais cuenta de quién es ese hombre? —rugió Zarel—. No se conformará conmigo. Quiere acabar con todos nosotros.

—Hay una cosa que está muy clara, y es que la máscara ha caído por fin —replicó Tulan sin inmutarse.

Zarel clavó su gélida mirada en los cuatro Maestres de Casa.

—Ya hablaremos de todo esto más tarde —dijo, y movió una mano indicándoles que se alejaran del círculo.

Los cuatro retrocedieron con desafiante lentitud mientras Zarel iba hacia el centro del círculo dorado. Movió las manos sobre el maná ofrecido y atrajo el poder hacia él. Durante un fugaz instante casi se sintió capaz de atravesar el velo, tan grande era la concentración de poder; pero seguía ignorando los hechizos y los encantamientos ocultos, y la puerta permaneció cerrada. Zarel pudo distinguir la expresión de avidez que había en el rostro de Kirlen mientras le contemplaba a través de la claridad iridiscente.

«Vieja arpía... —pensó con una gélida sonrisa mental—. Pasado mañana tendré todas las respuestas que tanto necesito.»

La multitud, que había estado aguardando en un silencio expectante, se removió por fin y se fue poniendo en pie.

Zarel pareció hacerse cada vez más alto y quedó envuelto en un resplandor iridiscente. El Gran Maestre alzó las manos hacia el cielo y empezó a mover los labios, articulando en silencio las palabras que flotarían a través de los planos y que invocarían al Gran Señor, el Caminante, pidiéndole que viniera para el momento de la elección y para la ofrenda del don de poder.

Largos minutos fueron transcurriendo y por fin hubo una agitación casi imperceptible en el aire, como la primera y todavía muy débil brisa matinal que baja desde las cimas de las montañas. Los estandartes que se alzaban sobre el perímetro del estadio temblaron con un lánguido chasquido, cayeron, se retorcieron y volvieron a tensarse. El silencio era absoluto y la atmósfera quedó cargada por una repentina tensión, como si se estuviera incubando una tormenta al otro lado del horizonte. El sol pareció palidecer en el cielo matinal y su luz se volvió fría y débil, y el firmamento se oscureció aunque no había ninguna nube en él.

La oscuridad se fue intensificando y acabó cobrando forma en el cielo, concentrándose en un punto de negrura sobre el cenit que se fue extendiendo como una mancha negra sobre aguas límpidas y cristalinas. La oscuridad siguió difundiéndose a través de toda la bóveda celeste. Un viento helado bajó de ella con un retumbar ahogado y aulló y gritó, haciendo temblar el mundo con su rugido ultraterreno.

La oscuridad se retorció y se precipitó sobre sí misma, convirtiéndose en un ciclón negro como la tinta, que siguió espesándose y creciendo poco a poco mientras los cielos eran desgarrados por rayos que lo envolvieron en un fantasmagórico resplandor verde azulado. La nube oscura bajó del cielo moviéndose a una velocidad increíble, y ahogó los gritos de miedo de la multitud. La excitación y el terror subían hacia el cielo impulsadas por las alas de medio millón de voces. La nube negra quedó suspendida sobre la arena, una masa hirviente y temblorosa a la que los rayos envolvían en cegadoras guirnaldas de fuego.

La nube siguió enroscándose hacia dentro y pareció ir cobrando forma al hacerlo. Una cabeza oscura se inclinó sobre la arena, ojos de fuego, barba de relámpagos y frente de llamas aterradoras. La multitud había sucumbido a un auténtico éxtasis de locura y todos señalaban la oscuridad y la contemplaban con la boca abierta. Las manos temblorosas se alzaban hacia el cielo, y el frenesí se fue adueñando de los espectadores haciendo que lanzaran rugidos de terror y oscuro abandono.

La oscuridad bajó en un veloz remolino y tocó el círculo dorado. Zarel retrocedió con la cabeza inclinada. La oscuridad se había convertido en un pilar negro de doscientos metros de altura rodeado por un círculo de llamas que bailaban y atronaban a su alrededor. La cabeza se fue inclinando lentamente hacia atrás y la boca se abrió. Una gélida carcajada llena de sarcasmo envolvió las colinas en ecos atronadores. Ojos de fuego contemplaron con hambrienta avidez a quienes los adoraban y a quienes los temían, y también a quienes apartaban la mirada de ellos porque les parecían aborrecibles.

La columna descendió en un veloz movimiento giratorio y pareció ir derrumbándose sobre sí misma. Hubo un rugido atronador y un destello cegador que deslumbró a todos los que la estaban contemplando y les obligó a taparse los ojos, haciendo que desviaran la vista entre gritos de dolor.

Y el centro del círculo dorado acogió al Caminante de los Planos en su forma humana, una silueta alta y sinuosa que producía la vaga e inexplicable impresión de no ser del todo real y que parecía temblar y ondular envuelta en su túnica negra. Parecía estar presente y ser real y al mismo tiempo no serlo, como si fuese una voluta de humo que desaparecería de un momento a otro. La cabeza del Caminante giró lentamente para contemplar lo que le rodeaba, y una sonrisa curvó sus labios exangües. La sonrisa tan pronto parecía estar llena de afabilidad y de una cálida diversión como ser una mueca de astucia y poder letal que estaba impregnada por un profundo desprecio hacia quienes nunca podrían comprender qué era realmente el Caminante en todo su oscuro poderío y majestad.

El Caminante bajó la mirada hacia el montón de maná que había a sus pies e inclinó la cabeza en señal de aprobación. Los paquetitos de maná le permitirían acceder al poder psíquico que controlaba la tierra.

—La ofrenda es aceptada —dijo por fin.

Su voz parecía ser un suspiro, pero llegó hasta los confines más alejados del estadio y todos pudieron oírla. Aquella voz grave e impregnada de poder hizo que la multitud lanzara un rugido de histeria salvaje, y pareció disipar el terror que se había adueñado de ella.

El Caminante echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una estruendosa carcajada llena de placer, pues volvía a tener forma humana y se sentía invadido por el increíble placer que ello le producía. La naturaleza insustancial y sombría de su existencia se había esfumado, y volvía a ser una criatura de carne y hueso. Aquella aparición que se alzaba ante ellos como un joven dios dorado lleno de poder y terrible vitalidad hizo que los espectadores enloquecieran de emoción.

El Caminante salió del círculo, y porteadores cargados con todavía más urnas que inclinaron sobre sus hombros para hacer caer una cascada de oro surgieron de las filas de guerreros. El Caminante dejó escapar una carcajada llena de placer, y se inclinó para coger unas monedas y las acarició mientras sus ojos ardían con un fuego cegador. Jimak le contempló en silencio con la respiración acelerada ante todas aquellas riquezas. El Caminante alzó las manos hacia el cielo, y las monedas giraron como impulsadas por un viento surgido de la nada y se arremolinaron en una lluvia dorada, una precipitación de oro que cayó sobre el estadio y fue acogida con vítores y aclamaciones por la multitud. Más porteadores surgieron de entre las filas de guerreros trayendo los mejores vinos, y el Caminante bebió con ávida sed y apuró una copa detrás de otra, y el olor del vino hizo que Tulan se lamiera los labios. Las filas de guerreros volvieron a abrirse para dejar pasar a mujeres vestidas con velos tan tenues que apenas existían y que eran tan traslúcidos como una telaraña. Algunas eran altas y tenían el cabello dorado y la tez muy pálida; otras eran morenas y llevaban la negra cabellera recogida en gruesas trenzas; y también había criaturas de exótica belleza procedentes de tierras tan lejanas que se las consideraba simples reinos de fábula. Varnel permaneció en silencio y se estremeció al verlas. El desfile de mujeres contenía todas las estaturas y formas posibles, y las había de cuerpo tan esbelto como el de un muchacho, o voluptuosas y opulentas, o altas y oscuramente sensuales, y el Caminante extendió las manos hacia ellas con anhelante pasión, y las acarició y las abrazó sin dejar de reír ni un instante, y la multitud lanzó nuevos alaridos de lujuria enronquecida.

Después el Caminante volvió la mirada hacia Kirlen, y la anciana permaneció en silencio y le contempló con los ojos llenos de odio. El Caminante rió y le dio la espalda.

—¡Ya es hora de que empiecen los juegos! —anunció con voz atronadora en la que vibraba el temblor de la sed de sangre, y el populacho lanzó aullidos de deleite.

El Caminante extendió los brazos en un gesto de saludo y sus robustos músculos ondularon, y la sensación le resultó tan placentera que se estiró lánguidamente y rodeó a la mujer que había escogido para aquel momento con un brazo, acariciándola con abierto abandono mientras cogía una copa de vino con la otra mano y la obligaba a tomar un trago, después de lo cual alzó la copa en un nuevo saludo dirigido a las masas que no paraban de aullar.

El Caminante subió al trono que Zarel acababa de dejar libre para que lo ocupara. Se recostó en él, alzó la mirada hacia el cielo azul que se desplegaba sobre su cabeza y guardó silencio durante un momento en el que sus rasgos adquirieron una expresión extraña y distante. Después se inclinó hacia adelante y su oscura risotada ahogó la voz del populacho, y el estadio entero vibró con los ecos de sus ensordecedoras carcajadas.

El Caminante besó a la mujer con una lujuria frenética e incontenible y la manoseó como si fuese un animal en celo, arrancándole los velos y arrojándolos en todas direcciones. Después la soltó tan rápidamente como la había agarrado, y la apartó de un empujón mientras movía la mano reclamando más vino y comida. El Caminante se lanzó sobre las exquisitas viandas, y las devoró como si acabase de despertar de un sueño febril y necesitara desesperadamente un sustento del que llevaba mucho tiempo sin poder disfrutar.

Después arrojó la copa a un lado, volcó de una patada la bandeja que había sido colocada delante de él y recorrió la arena con la mirada.

—¡Que se elija a la primera pareja de contendientes!

Zarel, que se había quedado junto a la base del trono, movió una mano indicando que el monje ciego y sordo ya podía hacer la primera selección.

—Azema de Kestha contra Jolina de Ingkara.

La multitud gritó y aulló, cada vez más enloquecida por la sed de sangre, y echó a correr hacia los garitos para apostar sus monedas. Todo el suelo de la arena estaba disponible para la última ronda de combates, y pasados unos minutos Jolina apareció en el otro extremo mientras Azema de Kestha entraba en el cuadrado neutral del lado norte para empezar a prepararse.

El Caminante se irguió en el trono. Sonrió, contempló la arena y esperó a que la multitud acabara de hacer sus apuestas.

—¿Cómo va a ser la competición de hoy? —preguntó.

—Todos los combates del día de hoy se librarán a muerte en vuestro honor, Gran Señor —respondió Zarel.

El Caminante miró fijamente a Zarel y sondeó sus pensamientos.

—¿Por qué? —preguntó, y su voz era un susurro que sólo Zarel pudo oír.

—Puedo explicároslo más tarde, mi señor.

—Eso creará nuevos odios y rencores en las Casas.

—Los odios y los rencores están allí desde hace mucho tiempo, mi señor. Ya va siendo hora de que se haga un poco de limpieza.

—¿Y aquel del que me hablaste?

—Será vuestro tanto si gana como si pierde, mi señor. Las Casas estaban volviendo a hacerse demasiado fuertes, y es preciso desangrarlas un poco para arrebatarles parte de esa nueva fuerza. Así no podrán alzarse contra mi poder..., o contra el vuestro.

—Espero que estés en lo cierto, Zarel, pues de lo contrario éste será tu último día como Gran Maestre.

—Estoy en lo cierto, mi señor, y hago todo esto para serviros.

El Caminante asintió y volvió a alzar la mirada.

—En ese caso... ¡A muerte!

Hammen, que en tiempos muy lejanos había sido conocido como Hadin gar Kan, estaba bajando lentamente por los graderíos de la arena y tenía fugaces atisbos del combate mientras lo hacía. La multitud se había puesto de pie sobre los asientos y le obstruía la visión al saltar con extático abandono sobre ellos. Las explosiones retumbaban en el estadio mientras los dos contrincantes que se agitaban muy por debajo de él se enfrentaban en un violento conflicto que había llenado los seiscientos metros de diámetro de la arena con fuego, ejércitos de criaturas que luchaban encarnizadamente, demonios, humo, bestias voladoras y nubes de oscuridad ultraterrena. Disponer de todo el suelo de la arena para luchar permitía emplear todos los poderes mágicos, y los luchadores ya no se veían limitados por el reducido espacio de los círculos que habían sido utilizados durante los combates de eliminación del día anterior.

Hammen fue encontrando pequeños huecos entre la multitud que se empujaba y agitaba balanceándose de un lado a otro, y se deslizó por ellos en un lento pero incesante acercamiento al suelo de la arena. Avanzaba con sigilosa cautela evitando que sus ojos se encontraran con los de los grupos de guerreros dispersos por el estadio, y se mantenía alerta para detectar la presencia de los agentes de Zarel, que tenían la misión de arrestar a cualquier persona que pudiera provocar disturbios. El viejo se movía como una sombra, algo que seguía siendo capaz de hacer aunque habían transcurrido veinte largos años desde la última vez en que tocó el maná con la intención de invocar su poder. El recuerdo de lo que había sido no había dejado de obsesionarle ni un solo instante durante todo aquel tiempo.

Garth, Garth... ¿Por qué había tenido que volver a entrar en su vida? ¿Por qué había evocado de nuevo todo lo que existió en el pasado, aquel tiempo en el que la Casa de Oor-tael aún vivía y representaba todo lo que había sido el mundo de los luchadores? Hammen se sentía como si estuviera viviendo un sueño que le obligaba a moverse por un mundo oscuro de ruinas y abandono, y le parecía estar atrapado en una pesadilla destrozada que moriría para siempre en cualquier momento.

No..., que ya había muerto. Hammen se lo había estado repitiendo durante veinte años. Había muerto la noche en que el Caminante obtuvo el poder que le permitía dejar de ser un simple mortal de aquel mundo o un mero Gran Maestre, y que había puesto en sus manos el poderío de un semidiós y la capacidad de viajar entre los mundos y luchar en reinos desconocidos. El único obstáculo que aún se interponía en su camino era la Casa de Oor-Tael y la negativa del Maestre de la Casa, el padre de Garth, a entregar una parte del maná que controlaba para que el Caminante pudiera completar el círculo del poder mediante ella; pues el círculo nunca podría ser trazado sin que se produjera esa renuncia a una gran parte de los colores del maná que controlaba la Casa de Oor-tael.

Y la Casa de Oor-tael había sido atacada la última noche del Festival hacía ya veinte años, y las otras Casas habían conspirado para provocar la caída de su rival y, de paso, asegurar que el Caminante obtuviera lo que deseaba; y el Caminante había abandonado aquel mundo y había dejado en él a su lugarteniente para que lo gobernara en su nombre, y para que retorciese y pervirtiera cuanto existía en él.

La pesadilla de la Noche de Fuego volvió a adueñarse de la mente de Hammen, que en tiempos había sido el primer luchador de la Casa de Oor-tael, pues había huido cuando la Casa fue asaltada. En aquel entonces había creído que ya no quedaba nada por lo que luchar, y por eso había huido.

«Tendría que haber muerto entonces —pensó—. Tendría que haber permanecido al lado de mi Maestre y de su familia, y haber muerto con ellos... Pero huí a las entrañas de la tierra para esconderme en ellas y acabé saliendo de mi escondite convertido en Hammen el ladrón, el jefe mezquino e insignificante de una hermandad de la escoria. Tendría que haber muerto. Sí, tendría que haber muerto...»

Llegó al muro justo cuando el combate que se estaba librando en la arena alcanzaba su clímax. Varena de Fentesk acababa de derribar la última barrera protectora de su oponente de la Casa de Kestha, y el luchador cayó al suelo. Varena tuvo un momento de vacilación, y acabó volviendo la mirada hacia el trono.

—¡Acaba con él!

La multitud coreó las atronadoras palabras del Caminante.

—¡Acaba con él! ¡Acaba con él!

Varena alzó la mano, y el luchador Gris desapareció en una nube escarlata.

Varena fue hacia el sitio en el que había estado el cuerpo de su oponente y cogió su bolsa. Después salió de la arena con la cabeza baja y sin prestar ninguna atención a la ovación que saludó su victoria.

—Así acaba la sexta ronda —anunció Zarel—. Igun de Ingkara ha ganado el cuarto combate por descalificación, y ahora empieza la séptima ronda.

Hammen se abrió paso hasta el muro del estadio, se encaramó a él y saltó a la arena. Varios luchadores fueron hacia él, y Hammen alzó la mano y los derribó.

—¡Vengo aquí a testimoniar en nombre de Garth el Tuerto, que se ha ganado el derecho a combatir! —gritó Hammen.

Había recurrido al maná de la bolsa que llevaba encima de la cadera derecha, y su voz creó ecos por toda la arena. La multitud guardó silencio, asombrada y confusa ante aquella repentina intrusión.

—¡Es un hanin y no tiene colores! —gritó Zarel—. No puede luchar.

El Caminante se puso en pie y bajó la mirada hacia Hammen.

—Soy Hadin gan Kar, primer luchador de la Casa de Oor-tael y sirviente de Garth el Tuerto, y he venido a testimoniar en su nombre.

—Hadin...

La voz del Caminante fue un susurro amenazador, como si un recuerdo a medio formar se estuviera agitando en su memoria.

Hammen fue hasta el centro de la arena.

—Ganó el derecho a combatir —dijo.

—¿Y dónde está entonces? —murmuró el Caminante, y su voz creó ecos que resonaron por toda la arena.

—Se ha ido.

El Caminante dejó escapar una risita.

—¿Y qué quieres tú, mendigo?

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