Arena

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12. Shiva en azul

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12 Shiva en azul

Snuk estaba frenético, loco, rabioso. Puños apretados, sangre en las encías. Los colmillos se le clavaban en la lengua.

Una figura envuelta en una mortaja carmesí le contemplaba desafiante desde la oscuridad.

El demonio había reaparecido. Hacía muchos años desde la última vez, tantos y tan largos que creyó haberle burlado para siempre, pero al doblar aquella esquina…

… Allí estaba, todo fuego y azufre y llagas de gas incandescente. Alto como diez montañas y sin proyectar sombras en el suelo. El demonio tenía forma de mujer, y le miraba desde ojos sin párpados. Le amenazaba con llamas surgidas de las fraguas del infierno. Snuk gritaba, sacudiendo la cabeza, llorando sangre y bilis.

Alzó los brazos al cielo y juró venganza. ¿Por qué? Por nada, sólo por existir: por los llantos de su hermana, por las súplicas que él no supo escuchar.

Su hermana. Su pecado. Su estigma. Su fin.

El demonio subió a un caballo negro blindado. Le persiguió por la llanura. Snuk corrió, saltó, se arrastró. El demonio rugía y masticaba acero entre sus dientes. Snuk lloró.

Tendría que llamar a sus fieles. No podía dejar que el monstruo se alzase de su tumba otra vez, que se hiciera fuerte. Le costó muchísimo esfuerzo y sacrificios derrotarle la primera vez. Shiva, la diosa del infierno, la emperatriz de los condenados, cuyas pupilas son tan azules que dieron celos al dios del mar, y para recordarlas pintó los océanos de ese color. Sí, convocaría a sus tropas para matar al monstruo: cruzada celestial, misión divina. Matar al avatar de Shiva.

(¡Socorro!).

Matar al avatar.

Laberintos de cristal, órganos de esparto. Cavernas corales.

(¡Sangre y acero! ¡Combustible y pistones! Por los dioses, ¿hay alguien ahífuera?).

Matar al monstruo. ¿Matar al monstruo? Matar al monstruo.

(¡Que alguien me ayude!).

Padre…

(Gracias por nada… gracias por nada…).

La genonave de los hermanos Sax había partido cuando llegué a la llanura. Aquario esperaba al sur de la planicie, sobre una lámina lisa de hielo sin costuras. Di gracias porque los seísmos provocados por la embestida del glaciar no hubiesen creado grietas a tanta distancia.

Subí a bordo y metí mi pequeño vasnaj en la nevera, junto al pollo y las raciones liofilizadas. Tomamos altura. Programé el salto interdimensional para regresar a Aeolus, pero no contesté cuando la computadora me solicitó el permiso final.

Estaba pensando en Tristan.

La cena del sueño. Era demasiado raro. ¿Por qué Tristan no se llamaba a sí mismo por su nombre?

Hasta ahora me había parecido un dato sin importancia, pero algo me decía que allí había algo más. Ese cambio de nombre no era un simple detalle ilustrador de lo retorcido de su fantasía: podía encerrar la clave que explicase la complicada arquitectura de la locura del joven.

Pensé con detenimiento unos segundos y recordé otro dato.

El ataque pirata.

Cuando había rescatado a Tristan de la nave cementerio, el brick accidentado en los lagos de Tikos, estaba siendo asaltado por piratas espaciales.

¿O sólo lo parecía? ¿Acaso podrían ser…?

Una descabellada teoría sobre lo que en realidad estaba pasando me rondaba por la cabeza. Todo aquel lío de intrigas familiares…

Mordiéndome el labio, disparé la cuenta atrás hacia el hipérsalto.

¿Por qué Tristan tenía otro nombre para nombrarse a sí mismo?

Seis horas después ingresé en la órbita menor del planeta sede de los Sax. Instantáneamente, supe que algo iba mal. Las lecturas en infrarrojo indicaban un calor extremo emanando de la Residencia del duque. Rápidamente perdí altura y sobrevolé el lugar.

Estaba en llamas.

La genonave yacía incrustada contra la fachada del edificio principal. Los incendios se habían extendido a partir de ahí consumiendo los edificios colindantes, y —lo que constituiría un verdadero desastre para la familia— también los jardines. Densas columnas de humo se filtraban por las claraboyas de los pozos de entrenamiento, convirtiéndose en dos remolinos gemelos tras la punta de mis alas a medida que mi nave las iba atravesando.

Vi gente corriendo, cargando con bártulos. Parecían los clonandroides de la casa, la mayoría con las ropas ardiendo, dejando rastros de humo al moverse.

Era un desastre.

Los hangares estaban destrozados. Un transporte había estallado, consumiendo las reservas de combustible. Aquello no podía ser la consecuencia de un simple incendio: alguien había atacado la casa, alguien que sabía dónde golpear.

Al dar la segunda vuelta, divisé a alguien que corría por el tejado de la mansión. Era Sin-derella.

Me acerqué en vuelo rasante y coloqué la nave junto al edificio. Extendí la rampa de descenso, aproximándome tanto como para que ella pudiera trepar, pero en lugar de hacerlo me hizo señas con los brazos para que descendiera.

Negué con la cabeza desde el puente de mando, a sabiendas de que no podía verme, pero parecía tan histérica que decidí arriesgarme. Ordené a Aquario que permaneciese en la vertical de la mansión con todos sus instrumentos alerta, y me ceñí la pistola de rayos al cinto.

—¿Dónde estabas? —preguntó Sin-derella cuando me vio bajar por la rampa—. ¡Ha ocurrido un desastre!

—Ya lo veo. Cálmate y cuéntame lo que ha ocurrido.

—Un grupo de naves extrañas. Surgió de la nada, bombardeando los edificios con descargas de neutrinos. Raptaron a Tristan y al duque. Yo escapé porque me escondí con los perros…

—Escapaste porque a Tristan no le interesas para nada —repliqué—. Estoy segura de que ha sido él quien ha raptado al duque y organizado todo este follón.

—¿Qué estás diciendo, Piscis?

—¿Qué ocurrió con los atacantes tras el bombardeo?

Sin-derella pareció confundida.

—No lo sé… Robaron el Rex y se marcharon.

—¿El Rex?

—La armadura de combate en la que estaba trabajando Tristan. Esperaba tenerla lista para los próximos Juegos, aunque aún no ha sido probada. Es material muy sofisticado; Tristan no dejó que nadie más de la familia participara en el proyecto.

Contemplé impávida los fuegos que consumían los tesoros vegetales de los Sax. El humo de la combustión podía ser nocivo.

Señalé la rampa de descenso de la nave.

—Sube a bordo. Creo que sé dónde se ha llevado tu hermano a tu padre.

Sin-derella obedeció (la alternativa era quedarse a contemplar cómo se consumía toda su vida anterior en volutas de humo tóxico), y al momento estábamos surcando los cielos de Aeolus dejando una estela de impulsión de casi un kilómetro de longitud. Una sensación de peligro apremiante, de opresiva predestinación, crecía en mi estómago mientras calculaba el salto hasta Palladys. Profundizar en los vericuetos de las sórdidas relaciones familiares de los Sax podía llevarme al desastre, era plenamente consciente de ello, pero me sentía tan bien después de liberar los candados de mi mente que…

¿Qué estaba diciendo?

No, no era por eso por lo que quería ayudar a Sin-derella a encontrar a su hermano.

Apreté los dientes, rozando mi entrepierna con la mano. Aún me dolía.

No era por eso.

El radar de largo alcance captó una serie de señales. Un grupo de naves pequeñas y veloces que se disponían a entrar en hipersalto, a un millón escaso de kilómetros por delante nuestro.

—¡Allí están! —exclamó Sin-derella—. Van a cruzar las dimensiones.

Aquario, calcula su punto de inserción y ánclales una baliza. Vamos a perseguirles.

—Esas son las naves que atacaron el palacio. Cazas ligeros sin bandera.

—Los conozco —mascullé, ampliando la imagen en el visor. Parecían murciélagos revoloteando inseguros en torno a una nave de mayor tamaño, posiblemente un carguero. Allí es donde llevarían preso al duque… y donde estaría también su hijo.

Los murciélagos se sumergieron entre las dimensiones. Nosotras les seguimos, manteniéndonos a una prudente distancia. Apenas tardaron tres horas en regresar al espacio normal.

Cuando les alcanzamos me sobrecogí.

Estábamos en medio de una nebulosa esmeralda, cruzada por cometas de colas trenzadas que parecían supurar gemas de color en el vacío, como si se moviesen por un éter plástico y cambiante. De las cabezas de los cometas, perlas de plata que se desgranaban a ojos vista en copos, caían esporas verdeazuladas que permanecían algunos segundos formando coágulos en el gas de la nebulosa, hasta que se deshacían y contribuían a alimentar aquella sopa de gases de inusitada belleza.

Sumergido en el éter esmeralda había un planetoide dragado hasta las entrañas. La minería había consumido tanto su corteza que la mitad de su masa había desaparecido, y ahora presentaba la forma de un tazón agujereado. En su interior sobrevivía un mundo perdido: lagos y bosques de aspecto gris y artificial. Un plato de extrañas fragancias cocinándose en la fragua del vacío.

Nos miramos atónitas. Con suma cautela, ordené a Aquario que siguiera a los murciélagos a prudente distancia hacia el interior del tazón.

Las naves lo bordearon y desaparecieron, sumergiéndose en un lago de aguas tan tranquilas que parecía una superficie de cristal. Nos acercamos a él escudándonos tras las montañas.

—Antes dijiste que ya conocías esas naves —dijo Sin-derella en voz baja, como temiendo alertar al enemigo—. ¿Por qué? ¿Dónde las has visto?

—Sobre la órbita de Tikos, hace unos días —aclaré—. Parecen las mismas que derribaron el brick en el que viajaba el cuerpo de tu hermano.

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