Arcadia

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Capítulo 37

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A última hora de la mañana del día siguiente, es posible que un zorro que pasaba por el lugar se detuviera, olfateara el aire con cautela y después diera media vuelta deprisa para evitar un pequeño soto en el corazón del bosque de Willdon. El más leve de los olores le diría que allí acechaba algo extraño. Un animal inquisitivo habría encontrado, aovillados en el perfecto lecho de hojas secas que quedaba del otoño anterior, dos bultos tumbados, abrazados en un gesto de estrecha amistad. Una de las figuras, la de menor estatura, roncaba con suavidad. La otra, la más alta, refunfuñaba dormida al dar rienda suelta en sus sueños a los extraordinarios acontecimientos de las últimas veinticuatro horas.

Cuando el sol ascendió en el cielo, una gran mosca se posó en la nariz de la más alta, y poco a poco, tras pensarlo detenidamente un instante, decidió investigar las posibilidades de alimento que ofrecía el orificio nasal izquierdo. La intromisión desencadenó una reacción: la muchacha se incorporó y se dio una bofetada en la propia nariz, y soltó un grito de dolor y sorpresa. El sonido hizo que su compañera se volviese, se quejara y después abriera un ojo.

—Estoy durmiendo —gruñó.

Rosalind no contestó: estaba demasiado ocupada intentando asegurarse de que, fuera lo que fuese lo que se le había metido en la nariz, ya no estaba ahí. Para cuando se sintió satisfecha con el resultado, estaba por completo despierta y en pie. Sólo entonces se dio cuenta de que, si había estado soñando, el sueño, a diferencia de lo que era habitual, continuaba. En efecto, iba vestida como un hombre, a todas luces había pasado la noche durmiendo en un bosque con una cantante a la que acababa de conocer, en un lugar de lo más inverosímil, que era tan real como la mosca que se le había introducido en la nariz. La impresión fue tal que la alternativa —que existiese por partida doble— ni siquiera se le pasó por la cabeza. En vez de eso, se dejó caer con pesadez y rompió a llorar.

Su compañera se mostró más perpleja que comprensiva, aunque también ella empezaba a ser consciente de las tremendas consecuencias que acarrearía el hecho de que se hallase donde se hallaba. Había huido de su maestro después de intentar matarlo. Las peleas y la violencia física eran una cosa; dejarlo inconsciente, otra muy distinta. Esta vez había ido demasiado lejos. Curiosamente, sin embargo, no lo lamentaba lo más mínimo. ¿Qué podía pasarle a alguien tan bella y con tanto talento como ella? Había perdido a su maestro, pues bien, ya encontraría otro. De hambre no se moriría, y ahora podría cantar como se le antojase, no como le decía Rambert que debía hacerlo. Era libre.

También tenía hambre. Al igual que Rosalind. Aunque, tras pasarse cinco minutos llorando sin cesar, su compañera no hizo nada en absoluto para consolarla.

—¿Has terminado? —preguntó Aliena cuando los sollozos por fin cesaron.

Ella asintió.

—Bien. Es un ruido horroroso.

—Estoy disgustada, ¿es que no lo ves?

—Pues claro que lo veo. Pero ¿qué quieres que haga yo?

—Se supone que deberías darme ánimos.

—Muy bien: anímate. —Aliena se sacudió las hojas de la ropa, se levantó y se estiró—. Quiero desayunar.

—Yo también.

En ese preciso instante un pastor —que buscaba a una oveja descarriada y le picó la curiosidad al oír los animados sonidos que procedían del pequeño soto— las encontró.

Era un hombre bastante apuesto, con el rostro franco, duro y curtido de vivir al aire libre, las manos nudosas, y el pecho y los brazos fuertes. Se acercó, vio a la parejita sentada en el suelo y, después de pasarse unos momentos contemplando la escena, esbozó una amplia sonrisa.

—Ah, jóvenes amantes. Buenos días tengáis los dos, buen señor y joven dama. Hace un día muy bonito para despertar así.

—¿Cómo? —dijo Rosalind, por completo estupefacta, entre otras cosas porque, por primera vez, se dio cuenta de que entendía casi todo lo que decía el hombre.

El pastor le guiñó un ojo.

—Habréis estado en la Festividad de la señora, sin duda —observó—, «donde el amor florece y los nobles afectos prosperan», como se suele decir.

Rosalind se quedó boquiabierta: comprendió el significado de ese guiño. Fue Aliena la que contestó:

—En efecto, pero también se dice que «al amor no siempre le es grata la luz, ni las miradas de desconocidos».

—Eso es muy cierto, joven dama. Sin embargo, lo que se oculta con frecuencia es lo más valioso.

Aliena asintió en señal de aprecio.

—Sois un pastor muy culto.

—Y vos sois una dama refinada, pero ¿qué hay de vuestro silente compañero? ¿Tan agotado está tras los esfuerzos realizados esta noche que ni siquiera puede hablar? —Le hizo otro guiño, que a Rosalind le resultó ofensivo. Aliena, sin embargo, parecía estar disfrutando.

—Ay, buen pastor, «sus virtudes no residen en sus palabras» —replicó, a lo que el hombre rió de buena gana.

—«A aquel que trabaja después aprieta el hambre» —respondió—. En ese caso, permitid que os ofrezca el sustento que necesitáis, a vos y a vuestro joven compañero. Mi morada es humilde, pequeña y tosca, pero cómoda y acogedora para los buenos de corazón. En ella tengo gachas y leche fresca de oveja; pan y mantequilla, y miel del panal. Todo lo que un hombre o una mujer podría desear. O casi todo —añadió, con otro guiño.

—En tal caso, adelante, buen hombre —replicó Aliena, haciendo una reverencia—, y honradnos con vuestra hospitalidad.

—Como será honrada mi casa con vuestra presencia —contestó él.

Llamó con un silbido a su perro, que se acercó saltando, olisqueó a las recién llegadas y se marchó. Aliena le dio un leve codazo a Rosalind en las costillas.

—Menuda suerte hemos tenido, ¿no?

Rosalind, sin embargo, seguía indignada.

—Pero ese hombre ha pensado… ha pensado… ¡Me ha guiñado un ojo!

—Vas vestida como un hombre, ¿sabes? Llevas el pelo corto, y esas ropas disimulan muy bien tu figura. Y por eso te ha guiñado el ojo, desde luego. ¿No te parece divertido?

—No.

—Ay, mi querida Rosalind, ¡no te enfades! Hace una mañana preciosa, estamos en el bosque, vamos a comer. ¿Qué más podría pedir una mujer, o un hombre, en tu caso?

—Si yo te contara… —replicó Rosalind.

—Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora tenemos que comer y pagar por la comida.

—¿Y cómo vamos a hacer eso? Yo no tengo dinero.

—Ni yo. Pagaremos con entretenimiento. Tenemos que pensar en un nombre para ti, uno acorde con tu hombría.

—¿Por qué?

—¿Cómo vamos a cruzar el umbral de su morada si no nos presentan a los espíritus de la casa?

—Vaya, cómo no se me habrá ocurrido —dijo Rosalind.

La comida en la casita del bosque le resultó más cautivadora incluso que el mundo de la gran casa. A diferencia de la miserable morada del preceptor de Aliena, ésa estaba limpia, y el aire era fresco y puro; resultaba más un refugio que una casa, expuesto a los elementos, con una mesa fuera situada debajo de una enredadera a modo de toldillo de la que colgaban delicadas flores de color púrpura que desprendían un aroma leve pero agradable. Tras ser presentadas a la casa como la maestra Aliena y el maestro Ganimedes —el nombre se le ocurrió a Aliena sin pensar—, se sirvió el desayuno, si bien éste se vio echado a perder un tanto, en opinión de Rosalind, con los frecuentes brindis que hizo el pastor por el fruto de su entrepierna, para que fuese fuerte. Sin embargo, la comida fue sencilla y deliciosa.

—¿Y todo esto? —preguntó cuando acabaron de comer—. Toda esta comida, ¿de dónde sale?

—¿De dónde va a salir? Me la dan mis amigos a cambio de que cuide de sus rebaños, claro está. Tengo una cavidad profunda y fresca para que se conserve bien; la leche me la procuro yo, la fruta la cojo yo mismo. El agua sale fría del arroyo. ¿Qué más podría desear que no proporcione la naturaleza?

Por un momento, Rosalind se mostró conforme, y después pensó en la nueva lavadora de su madre, su sofá tan cómodo, la plancha, la radio…, pero no tenía ningún sentido mencionar esas cosas. Tendría que explicar cómo funcionaban, para empezar.

—¿No hace frío en invierno?

—Ah, en invierno no estoy aquí, joven señor. Devuelvo los rebaños a sus dueños y me quedo con ellos, uno después del otro, hasta que vuelve la primavera. Sólo en los meses de nieve es verdaderamente difícil permanecer al raso.

—¿Y si se pone malo, o algo por el estilo?

—Pues me pongo bueno. Y, si no, muero —respondió él sin más—. ¿Cómo si no iba a ser?

Rosalind no tenía respuesta a esa pregunta, aunque su instinto le decía que debería poder decirse más a ese respecto, de modo que se sumió en el silencio mientras Aliena mantenía la conversación. Empezaba a pillarle el tranquillo a la forma de hablar de la gente corriente, pero seguía suponiendo un esfuerzo entender, y uno mayor incluso decir algo. Dejó que su mente vagara a la deriva y contempló la danza de las sombras en el suelo, sintió la tibieza del aire. Ese día iba a hacer calor. Debería estar cansada, pero notaba sus sentidos tan alerta que no notaba el cansancio, era como si se hallase en una suerte de sueño en el que era consciente de todo, pero sólo como espectadora. Incluso dejó de preguntarse en qué mundo estaba. Si es que estaba en un mundo.

Salió de su ensimismamiento cuando oyó a Aliena decir que debían seguir su camino, que ya habían abusado bastante de la hospitalidad del pastor. Pero el hombre no tenía prisa; a Rosalind le dio la impresión de que no disfrutaba de mucha compañía, allí, solo en el bosque, y agradecía la distracción.

—¿Adónde os dirigís?

—La verdad es que no lo sabemos —admitió Aliena—. Al bosque. Necesitamos… tiempo. E intimidad. —Al decir esto le lanzó una mirada maliciosa.

Él asintió con gesto cómplice.

—Comprendo. Yo también fui joven. Es natural que deseéis conoceros primero. Pero al bosque no podéis ir. Es peligroso si no lo conocéis. Es un buen amigo de aquéllos a los que acepta, pero nada seguro para el resto.

—No tenemos mucha elección.

—Disponed de mi casa.

—¡No podemos! —espetó Rosalind, y se arrepintió nada más decirlo. El hombre puso cara larga, la decepción reflejada con claridad en su rostro.

—Perdonadlo —terció deprisa Aliena—. Es forastero y no conoce nuestras costumbres. Sólo piensa en las molestias que podríamos causaros y en que no somos dignos de vuestra bondad. No es que vuestra casa nos parezca inaceptable. —Miró con desaprobación a Rosalind.

Al hombre se le iluminó la cara.

—No es molestia alguna, ya que hoy subiré mi rebaño a las colinas para que pase allí el verano y no volveré hasta dentro de varias semanas. Y soy yo quien no es digno de vuestra presencia.

—No vamos a discutir por tales cosas —respondió Aliena—. Es para nosotros un gran placer y un gran honor aceptar vuestra amabilidad, ¿no es así, Ganimedes?

—Ah…, sí. Desde luego, un honor. Mucho —añadió Rosalind.

Así pues, Rosalind y Aliena vivieron dos días y dos noches de felicidad absoluta en la casita, cocinando, durmiendo y charlando. Rosalind estaba encantada: nunca había tenido una amiga de verdad, alguien con quien hablar con completa libertad, chismorrear y hacer conjeturas. Aliena era como ella en un aspecto: aún tenía una edad en la que todo resulta creíble si el que lo cuenta es un amigo.

De modo que Rosalind le habló de su casa y de su vida. De la pérgola que estaba en el sótano de Lytten. De su aturdimiento y la sensación de ligero vértigo por hallarse en un mundo que Aliena daba por sentado.

—La cuestión es que vosotros lo llamáis Anterwold —dijo.

—Ése es su nombre.

—Sí, pero se parece mucho a algo que alguien me describió una vez. A decir verdad, todo esto casi podría ser su relato…

—¿Qué es una escuela? —la interrumpió Aliena—. ¿Te refieres a un colegio?

»¿… El hockey?

»¿… Una cocina de gas?

Aliena escuchaba, formulaba preguntas y no ponía nada en duda.

—Ojalá me hubiera traído un tocadiscos —afirmó Rosalind con aire pensativo—. El de mi abuela está en el desván. Es de manivela, así que habría servido. Podríamos haber celebrado una fiesta, invitar a todo el mundo.

Se puso a cantar I Could Have Danced All Night, y Aliena escuchó con atención y al cabo de unas estrofas se unió a ella. Las dos muchachas, sentadas juntas a la puerta de la casita del pastor, estuvieron repasando alegremente los clásicos de Broadway.

—Rambert se va a llevar una buena sorpresa cuando me vuelva a oír —aseguró Aliena feliz y contenta—. Renegará de mí, me expulsará. Morirá de un ataque al corazón del susto y la desesperación. Vamos a cantar la última otra vez.

Y eso hicieron.

—Háblame de ese muchacho, Jay. ¿Está casado?

—Espero que no. Sería muy falso por su parte. ¿Por qué?

—Por nada.

—¿Te gustó?

—Por supuesto que no.

Sólo muy poco a poco admitieron que ese bendito paréntesis era tan sólo eso, un paréntesis. Habían huido al bosque sin pensárselo mucho, y ahora debían decidir qué estaban haciendo allí. La mañana del segundo día Aliena se levantó.

—Deberíamos ir a por un poco de leña y agua fresca. Eso si quieres comer hoy. Así que, vamos, mi extraña amiga de otro mundo, si es que es eso lo que eres, en marcha. Yo iré a por el agua y tú a por la leña. Después decidiremos qué es lo siguiente que haremos.

A unos cientos de metros bosque adentro, las dos muchachas se separaron: Aliena fue a la derecha, hacia el arroyo, con dos grandes odres, y Rosalind a la izquierda con un saco de lona abierto en ambos extremos para acarrear palos de distintos tamaños. Necesitaba ramas secas y cortas, pero no encontró muchas: los bosques, como estaba aprendiendo, no eran sólo lugares repletos de árboles juntos.

Continuó caminando, manteniendo la mirada atenta, hasta que más adelante vio una arboleda grande y bonita, casi perfectamente circular, de encinas altas y anchas que crecían aisladas entre matorrales. Parecía casi impenetrable debido a las matas que había alrededor, pero el siguiente grupo de árboles estaba a cierta distancia, y a Rosalind no le apetecía cargar con un montón de pesada leña de forma innecesaria. De manera que dio la vuelta con la esperanza de encontrarse con una abertura o un hueco por el que pudiera pasar.

En el extremo más alejado vio un resquicio, aunque cuando llegó a él le dio que pensar: estaba claro que no era casual. En la maleza se abría un espacio definido, que a todas luces alguien mantenía en buen estado, y a ambos lados se erguían dos columnas de piedra. Entre ellas discurría una senda, y a cada lado de la trocha se veía una gran cantidad de comida mohosa, que los pájaros y los animales salvajes habían picoteado y esparcido. Aunque las columnas le conferían una suerte de grandeza, los desechos y el revoltijo se la restaban, pues hacían que el sitio pareciera más un basurero. Entre la carne en estado de descomposición y las carcasas mordisqueadas de gallinas y animales pequeños asomaban unos huesos. Había montones viscosos de hortalizas y frutas, repletos de moscas y hormigas.

Rosalind se agachó a ver qué había al otro lado de la oscura brecha, pero no distinguió nada. Se hallaba en un dilema: quería leña, y ése era el mejor lugar para hacerse con ella. Sentía curiosidad por toda esa comida que había desperdigada, pero también la invadía una profunda sensación de temor.

No había ningún letrero de «Prohibido el paso», ninguna barrera o valla, pero aun así no parecía buena idea entrar allí. Por otra parte, no era más que un grupo de árboles, y sin duda le proporcionarían la leña que necesitaba. Además, los monstruos no existían.

Rosalind avanzó, franqueó las dos columnas y aguzó el oído. Nada, salvo los sonidos habituales del bosque. Dio unos cuantos pasos más y volvió a detenerse. Ningún chasquido que indicase que alguien la seguía. Ningún reptar de serpientes. Ningún gruñido de depredador. Se relajó un tanto y dio unos pasos más.

—Qué tonta soy —se dijo—. ¿Por qué no iba a coger leña de aquí? No hay nadie, es por completo seguro.

Se agachó y cogió el primer palito, que echó al fardel del pastor, luego vio otro unos metros más allá, y también lo cogió. Dentro de unos minutos tendría toda la leña con la que podría cargar. Con la vista fija en el suelo, siguió avanzando y recolectando ramas, adentrándose cada vez más en la arboleda, casi olvidándose del nerviosismo que había sentido escasos minutos antes.

Entonces llegó a un claro que era más oscuro en el centro y se adelantó para tomar las últimas ramitas, perfectas para hacer fuego. Cuando terminó, se irguió.

Y gritó. Y gritó y gritó antes de soltar el fardel con la leña que con tanto esmero había cogido, y echó a correr, tropezando con ramas y zarzas, y cuando estuvo fuera de aquel lugar, prorrumpió en sollozos.

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