Arcadia

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Capítulo 47

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A la mañana siguiente hacía rato que había amanecido cuando la sirvienta Kate se adentró en el bosque para ir al arroyo a lavarse la cara para sacudirse la modorra. Había preguntado adónde podía ir, asegurándose de que la gente supiera que no iba a hacer nada malo: no quería acabar con una flecha clavada en la espalda por culpa de un malentendido. Se sentó en una piedra, y primero se lavó los pies, ya que los tenía muy ennegrecidos y sucios, y vio cómo el barro y la tierra que los cubrían se deshacían en el agua helada y se iban corriente abajo. Después se agachó y dejó que las ondas le corrieran por las manos.

—Buenos días —saludó una voz a su espalda: era Pamarchon. Se había acercado con tanto sigilo que ella no oyó nada hasta que él habló.

—Se nota que estás acostumbrada a vivir en una casa —observó—. He hecho tanto ruido como un cerdo en plena embestida.

—En ese caso, algún día me gustaría ver lo silencioso que podéis llegar a ser.

—Tal vez lo veas. Es una habilidad humilde, pero me siento orgulloso de ella. —Se sentó a cierta distancia de ella—. Me temo que no te di las gracias por tus servicios de anoche. No fue muy amable por mi parte. De modo que gracias, Kate.

Sorprendida, ésta frunció el entrecejo.

—No pasa nada —respondió—. Obedezco cuando se me ordena algo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Él rió con jovialidad.

—Podrías haber dicho que no. Aquí no tenemos sirvientes. Admito que decidí no contártelo.

—En ese caso, si lo deseáis, preguntadme de nuevo esta noche y me negaré de plano.

—No haré tal cosa. Más bien me gustaría pedirte que fueras mi invitada. Dentro de unos días es el día de mi familia.

—¿Lo celebráis? ¿Después de lo que hicisteis?

—Y, dime, ¿qué es lo que hice, si se puede saber?

—Lo sabéis tan bien como yo. He oído lo que se cuenta.

—Sé lo que dicen que hice. Sólo vivo con la esperanza de que un día se me llegue a ver como el hijo bueno y honrado que sé que soy. De modo que sí, lo celebro. Tengo derecho a hacerlo, aunque mi familia no me haya demostrado sino crueldad. Se celebrará un banquete en honor de lo que debería ser, y eres mi invitada. ¿Vendrás?

—Los días de la familia deben celebrarse en la casa de la familia, en Willdon.

—En efecto —contestó—. Eso es lo que me propongo.

Lo escrutó serenamente.

—¿Y si se lo contara a lady Catherine?

—¿Cómo?

—Podría desaparecer sin más en el bosque. Podría haberlo hecho, ¿sabéis?, si no me preocupara perderme.

—Habrías muerto. El campamento está bien vigilado, y nadie entra o sale sin que lo vean. Aunque hubieras conseguido burlar a los centinelas porque uno de los hombres se hubiera quedado dormido, cosa que a veces pasa, en el bosque tus posibilidades de huir no habrían sido muchas. Es peligroso para quienes no lo conocen.

—Ésos son unos buenos motivos —reconoció Kate.

—Además —continuó—, tu señor dio su palabra de honor de que no intentarías escapar, a cambio de que no lo encerraran. ¿Por qué crees que eres libre de moverte a tu antojo? ¿Acaso no te lo dijo?

—No —replicó ella, apretando los dientes—. No me lo dijo.

—Bueno, pues dio su palabra. Así que, sirvienta Kate, olvida tus cuitas y deja de pensar en tu casa durante un tiempo. Hace una mañana muy bonita. No la eches a perder con miradas abatidas y pensamientos sombríos.

A Rosalind la despertó el ruido, y la ausencia de ruido. Jay era un muchacho estupendo, pero roncaba a más no poder. Si había podido dormir había sido sólo por lo cansada que estaba, y despertó cuando el sordo retumbar, interrumpido por agudos silbidos y resoplidos, cesó. Por eso y porque el sol daba en la fina cubierta de la tienda, la gente metía ruido con los cacharros, cantaba y hablaba a voz en grito. Los pájaros causaban un tremendo alboroto. Todo ello hizo que finalmente se diera la vuelta y abriera los ojos.

No, seguía sin ser un sueño. Soltó un gruñido y volvió a darse la vuelta. A su lado no había nadie, y en lugar de a Jay vio un cacharro de barro, a todas luces para ella. Lo tocó: estaba caliente. Rosalind se incorporó despacio. Hojas. En agua hervida. «¡Té!», pensó. Otra vez no: menta. Bastante asquerosa. Habría preferido una taza de chocolate caliente. De Cadbury. Con una cucharada de azúcar y un montón de leche. Con Rice Krispies, sentada a la mesita de la cocina, con su madre, su hermano yendo tarde a trabajar, su padre escondido detrás del Daily Express, en camisa y tirantes, oliendo a jabón y fijador para el cabello Brylcreem.

¿Por qué siempre le había gustado tan poco esa escena, siempre había querido algo distinto? ¿Sería culpa suya? ¿Le habrían concedido algún deseo, como había leído en algunos libros? Alguien pedía ser inmortal y envejecía más y más. O ser creso, y moría de hambre porque todo lo que tocaba se convertía en oro. ¿Habría pedido un deseo y no lo había hecho bien, no había leído la letra pequeña? Lo único que había pedido había sido una vida un poco más interesante. Sin embargo, esto era demasiado. Cuando fue a la tienda la noche anterior, Catherine le había contado todo lo que había sucedido, le había hablado de peleas y cautivos y ceremonias. Ella no había sabido qué decir, estaba demasiado aturdida y cansada. Lo único que le había pedido era que la dejase sola hasta por la mañana, y había apoyado la cabeza en el suelo con la esperanza de que aquello desapareciera. No había sido así.

Dejó la infusión de menta —agradecía el gesto, pero no el sabor— y se estiró de mala gana; luego se puso a gatas y salió de la tienda. Allí, sentados en el suelo a cierta distancia, estaban Jay y Kate.

—¿Sabes lo que ha hecho este bobo? —espetó Kate al ver que iba hacia ellos.

—Buenos días para ti también —respondió Rosalind—. Pues claro que no lo sé. ¡Jay! ¿Qué pasa? Tienes cara de estar a punto de echarte a llorar.

En efecto, Jay pugnaba por contener las lágrimas.

—¿Qué le has dicho? —exigió saber Rosalind, volviéndose en contra de Kate.

—Ha dado su palabra de que no intentaremos escapar.

—¿Y…?

—No tenía ningún derecho a comprometerme a mí.

—¿No sería mejor que bajaras la voz? —espetó Rosalind—. No sé de qué estás hablando. No creo que lo haya hecho a propósito.

—Pues claro que lo ha hecho a propósito. Tenía que hacerlo. Si me escapo, él será el que lo pague.

—Podéis iros los dos.

—¿Y vivir con la deshonra de haber roto una promesa?

—Ya… Bueno. Quiero decir que hay cosas peores, ¿no?

—Eres una estúpida.

—No lo soy —respondió Rosie categórica—, y no te atrevas a hablarme así. No te lo consiento.

Se dirigieron sendas miradas furibundas.

—Tiene razón —farfulló Jay en el silencio que se hizo.

—Cierra el pico, Jay —soltó Rosalind—. No te metas.

—Tiene razón —añadió Kate—. Ya has causado bastantes problemas.

Jay, en minoría, se calló, y las dos mujeres se enfrentaron de nuevo.

—¿Por qué es tan malo eso? Y no me vengas con la cantinela de que eres la señora de Willdon. Puede que aquí seas muy importante, pero no allí de donde yo vengo. Y en este momento aquí tampoco, que yo sepa. A mí me trae absolutamente sin cuidado. Es más, estoy harta de todos vosotros.

—Todo depende de tu honor. ¿Es que no lo entiendes?

Rosalind negó con la cabeza.

—A tu esposo lo asesinaron, eso lo entiendo. Y el responsable fue o Pamarchon… o tú. De modo que mataríais alegremente al otro, pero os preocupa una promesa. ¿Estáis por completo locos o qué?

—Permite que te lo explique —terció Jay—. Verás, todo se remonta al primer nivel de la Historia…

—Me trae sin cuidado la Historia —lo interrumpió Rosalind—. Me trae sin cuidado. No te imaginas hasta qué punto. Santo cielo, ¡miraos! Siempre refiriéndoos a un montón de cuentos chinos. No me extraña que viváis en cabañas diminutas, con caminos embarrados y sin calefacción central. Quiero darme un baño caliente y comerme una tostada. ¿Hay alguna Historia para eso? No, así que no me vale. Quiero una rebanada de pan blanco con mantequilla y mermelada de fresa, y una taza de té como es debido, y lo único que tengo es gente que me dice lo que se ha hecho y lo que no se ha hecho, y lo que la Historia dice y no dice. A ver si crecéis de una vez. —Se detuvo, dejando a Jay boquiabierto; Kate, al parecer escandalizada, se había refugiado en el silencio—. Mirad —empezó de nuevo Rosalind, en un tono más conciliador—, sé que es importante para vosotros, pero para mí no significa nada. Lo único que veo es que estáis atrapados aquí, casi con toda posibilidad corriendo un gran peligro, y no haréis nada al respecto. Yo también estoy atrapada aquí, y me quiero ir a casa. Y no puedo. Y a vosotros lo único que os preocupa es qué es lo correcto. Sois peores que mi madre.

Reprimiendo las lágrimas como buenamente pudo, Rosalind se fue.

De haber sido un poco más consciente de ello, se habría dado cuenta de que lo primero en lo que pensó al despertarse fue en Pamarchon. Cuando se enzarzó en la pelea, en el fondo creía que Pamarchon lo entendería. Cuando se sintió desesperada, no pensó en pedir ayuda a Jay, o a Kate, sino al proscrito que le había confesado su amor la noche anterior. Pamarchon. Alto y apuesto, con ojos bondadosos y caminar elegante, refinado. Cuya risa amable al ver lo mal que bailaba fue tan benévola, de cuya sinceridad no dudaba. Recordó cuándo le tocó la mejilla en el bosque, fue como si fuese la primera vez que estaba viva; el entusiasmo que sintió cuando él la estrechó entre sus brazos al bailar, la aflicción cuando se fue y la dejó allí plantada. Recordó el vértigo cuando él le dijo lo mucho que amaba a lady Rosalind…

Se adentró en el bosque dando un traspié, no quería que nadie la viera llorando y confusa, lo bastante prudente como para apartarse hasta donde nadie pudiera oírla antes de desplomarse en el tronco de un árbol muerto y romper a llorar a lágrima viva, hasta que el pecho le dolió de tanto sollozar.

«Y ¿ahora qué?». Pensó que alguien —bueno, con preferencia Pamarchon— pasaría por allí, la vería y le preguntaría qué le ocurría. Compasión, comprensión. Eso era lo que pasaba en todos los libros que había leído. Dejó de sorberse la nariz y miró a su alrededor: ni un alma. Si de verdad eso tenía algo que ver con la historia del profesor Lytten, deseó que el buen hombre hubiese llegado a la parte en la que se ocupaba de los que se enamoraban.

Podía seguir allí sentada, compadeciéndose de sí misma, con un trozo de corteza clavándosele en el trasero, o podía levantarse, enjugarse las lágrimas y hacer algo. Rosalind vio que una abeja intentaba llevarse una ramita. ¿Qué sentido tenía? Sin embargo, el pobre insecto seguía avanzando, con una determinación y una tenacidad que hizo que ella se sintiera un tanto avergonzada. Quizá esa abeja no tuviera mucho seso, pero sabía lo que quería.

Se puso de pie, se sacudió la ropa y volvió al campamento.

Pamarchon estaba conversando con Antros cuando su invitado de la pasada noche entró. Sonrió al verlo.

—¿Os importaría esperar, mi… muchacho? No será mucho.

—Lo cierto es que sí. De hecho, no esperaré. Tengo algo que decirte, y no puede esperar. Por favor, dile a tu amigo que se vaya.

Los dos hombres alzaron la vista asombrados.

—Ahora.

Pamarchon abrió la boca para decir algo, pero cambió de opinión.

—¿Antros? Si te parece, continuamos más tarde.

Cuando se hubo ido el joven lugarteniente, Pamarchon miró al desaliñado, sucio, pero resuelto joven que tenía delante.

—Ya tenéis lo que queríais. Y decid, ¿habéis dormido bien? Confío en que vuestros sueños hayan sido dulces y os hayan colmado de…

—Basta de tonterías. He dormido estupendamente. No sabría decir si los sueños fueron dulces o no. He venido para hablar de la que llamáis lady Rosalind. ¿La pasada noche decías la verdad o no fueron más que las sandeces que al parecer tanto os gusta soltar a todos?

—¿Sandeces? ¿Soltar?

—¿La amas?

—Como a mi vida. No dudéis de mí ni por un instante. Nunca he amado a nadie ni a nada…

—Basta. Me alegra oír eso. Tengo algo que ofrecerte.

—¿Qué?

—Puedes tenerla.

Pamarchon lo miró fijo.

—Por una vez te has quedado sin palabras. Me alegro. Por tenerla me refiero a casarte. Tenerla y mantenerla, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte os separe. Venerarla con tu cuerpo, no sé si me explico. ¿Te interesa?

—Claro que me interesa. Ni en sueños…

—Déjate de sueños. ¿Amarás y cuidarás, serás fiel, etcétera, etcétera? Sin dudas, vacilaciones o faltas. Nada de hacer tonterías cuando nadie te ve. Noches en el pub en las que te dejas llevar. Nada de volver a casa borracho y de mal humor.

—La verdad es que no sé de qué me habláis, pero haré de ella la mujer más feliz del mundo.

—¿Aunque resulte que no tiene dinero?

—Sobre todo si no lo tuviese, pues en ese caso seríamos iguales, ella y yo.

—Buena respuesta.

Ella sonrió, titubeante al principio, después con mayor confianza.

—Sabía quién eras, ¿sabes? —dijo Pamarchon.

—Eso pensé.

Entonces hincó la rodilla y le tomó la mano.

—Oh, esto es precioso —afirmó Rosalind—. Pero levanta, por favor. O me ruborizaré de nuevo.

Se levantó, y los dos permanecieron un rato mirándose, nerviosos, hasta que Rosalind recordó por qué había ido a verlo.

—Esto tendrá que esperar —aseguró con renovada determinación—. Llama a Jay, te lo ruego, y a esa sirvienta suya. Quiero que haya testigos.

—¿Para qué?

—Haz lo que te digo. Ah, y que vuelva ese amigo tuyo, Antros. Quiero que lo oiga también. Cuantos más mejor. ¿Te importa si me como este pan? Me muero de hambre.

Media hora después, ante la tienda de Pamarchon había cuatro personas sentadas en el suelo y una en pie frente a ellas. Las que estaban sentadas mantenían una actitud cautelosa; la que seguía en pie daba la impresión de que se estaba pensando si era buena idea aventurarse a hacer algo que había concebido deprisa y corriendo.

—Bien —comenzó Rosalind, dirigiéndose al grupo—, el problema es éste: Pamarchon, aquí presente, se quiere casar conmigo. Y parece buena idea si yo estoy atrapada aquí, pero no me quiero pasar la vida escondiéndome en un bosque. No me casaré con un asesino, y él no podrá casarse como es debido con alguien si está acusado de asesinato. Todo apunta a que él o Catherine de Willdon asesinaron a Thenald. El uno cree que el culpable es la otra, y viceversa. ¿He resumido bien la situación?

Pamarchon asintió con tino. Los otros ni se movieron.

—Aquí todos vosotros parecéis muy aficionados a los juramentos y a las palabras de honor. Por eso quiero que haya público. Pamarchon, contesta a unas preguntas. ¿Me amas?

—Sabes que sí. Te amo como…

—Con sí o no bastará. Si te pido que me hagas un favor, ¿me lo concederás?

—Cualquier cosa.

—Si te pido que protejas con tu vida a alguien, ¿lo harás?

—Con gusto ayudaré a cualquiera que sea amigo tuyo.

—¿Cuidarás de ellos igual que de mí?

—Sí —replicó, ahora con cierta impaciencia.

—En ese caso, quiero que jures delante de todos los aquí presentes que cuidarás de la sirvienta Kate. No la importunarás, no le harás daño y no harás ni permitirás que nadie le haga daño. La tratarás como si fuera una invitada de honor y la protegerás con tu vida.

—Muy bien —accedió perplejo.

—¿Lo juras?

—Sí. Lo juro por mis antepasados y por la Historia.

—Es un buen juramento, ¿no?

Pamarchon sonrió muy a su pesar.

—El más fuerte que existe.

—Estupendo. Ahora lo veremos. —Respiró hondo—. Levántate, por favor, lady Catherine. No creo que sean necesarias más presentaciones.

Pamarchon se sintió humillado y confuso con respecto a lo que debía hacer a continuación. A Jay, por su parte, lo aterrorizaban las posibles consecuencias. Catherine se sintió traicionada.

Lo único que tenían en común era que todos estaban furiosos con Rosalind.

—¡Basta! —gritó ella al cabo de unos minutos de acusaciones. Ya había oído lo suficiente, tanto disparate acusándola de «traidora desleal». No estaba dispuesta a aguantarlo—. ¡Basta ya! —repitió—. Pamarchon. Ahí la tienes. ¿Qué vas a hacer? Recuerda lo que podrías perder.

El aludido lanzó a lady Catherine una mirada de profundo desprecio y escupió:

—Te protegeré con mi vida y te ofrezco la hospitalidad de mi casa.

—¡Bravo! —aplaudió Rosalind—. No ha sido tan difícil. A otra cosa. Esto empezaba a complicarse demasiado, así que decidí que había llegado el momento de simplificar la situación. Entiendo que ambos insistís en que sois inocentes.

—Lo soy —contestaron ambos.

—¿Cómo sabéis que no lo mató otra persona?

—¿Como quién? —inquirió Catherine con desdén.

—¿Cómo lo voy a saber yo? Necesitáis llevar a cabo una investigación seria y un juicio. Revisar todas las pruebas, tomar declaraciones, investigar la escena del crimen. Esa clase de cosas.

—Ya se celebró un juicio —apuntó Catherine.

—Sin duda se podrá apelar. Para ver si se hizo como era debido.

—No.

—Alguna forma habrá para decidir. Es evidente que ninguno de los dos sois culpables, y tampoco podéis ser ambos el señor de Willdon.

—En este momento ninguno de los dos lo es.

Rosalind la miró de soslayo.

—¿Por qué no?

—No entiendes nada, ¿verdad? Estamos en el período de la Degradación. Me veo privada de mi rango durante tres días, al cabo de los cuales se me restituye. Eso fue ayer. Ahora el puesto está vacante, y el sucesor natural es Gontal, a menos que yo vuelva enseguida. Ha sucedido lo que Henary y yo intentábamos evitar cuando este hombre asesinó a su tío.

—Yo no lo maté —aseguró Pamarchon, pero nadie le hizo caso.

—¿Qué?

—Anterwold debe su precario equilibrio a la relación existente entre las ciudades, los dominios y los estudiosos, los comerciantes y los agricultores. Ninguno es lo bastante poderoso para dominar a los demás. Pero Gontal es heredero de Willdon y líder del consejo de colegios. Fusionará ambas cosas, y eso arrollará al país entero. Es el desastre que la gente teme desde hace tiempo. Por eso era preciso que escapara. Ése fue otro de los motivos por los que nos movimos tan deprisa cuando Thenald murió.

—¡Ahí lo tienes! —exclamó Rosalind—. El principal sospechoso, según mi opinión. Está claro que Gontal sería quien se beneficiaría de la muerte de tu esposo si se quitaba de en medio a Pamarchon.

—Nadie sospechó nunca de Gontal. Es un estudioso que goza de una gran reputación.

—Con mayor motivo. Los culpables siempre son aquéllos de los que menos se sospecha. Hazme caso. ¿De cuánto tiempo dispones?

—La pasada noche se debió de declarar la vacante. Me figuro que la noticia no le llegará a Gontal hasta dentro de unos días. Pero se dará prisa. No hay tiempo para necedades como un juicio. Tengo que marcharme de inmediato.

—La hospitalidad tiene sus límites —aseguró Pamarchon—. No puedo permitir que recuperes el poder, ni siquiera a riesgo de que Gontal se haga con él. En este momento somos iguales. Si te fuera restituido, cualquier apelación estaría en tus manos.

—Debe de haber algún modo de aclarar esto de manera justa —adujo Rosalind.

—No a menos que uno de los dos confiese, y yo no lo haré —aseveró Pamarchon.

—Ni yo tampoco —añadió Catherine.

—Bien —terció Rosalind—, pues entonces os tendréis que quedar sentados quejándoos del otro mientras vuestro mundo es pasto de las llamas, ¿no?

Jay agitaba la mano nerviosamente como un escolar en clase.

—Ahora no, Jay —espetó Catherine.

Pero era evidente que Jay se había cansado de que nadie le hiciera el menor caso.

—Me gustaría decir algo. Todos vosotros habláis, pero no llegáis a ninguna parte. Ninguno sabe qué hacer.

—¿Y tú sí?

—Sí. Estas discusiones son una pérdida de tiempo. Rosalind está ahí plantada, pero lo ignora todo de nosotros. Se limita a echar por tierra todo y a decir que es ridículo. Y no es así. La Historia nos ofrece todo cuanto necesitamos si lo sabemos entender.

—Y, dime, ¿en qué sentido ayuda aquí? —preguntó Rosalind un tanto ofendida.

—Esilio —replicó Jay—. Su sepulcro se encuentra en el bosque, cerca de Willdon.

—Lo he visto, ¿y…?

—Lo he estudiado, en partes antiguas de la Historia que muy poca gente conoce bien. Hay un relato de dos hombres que discuten por un caballo. No logran ponerse de acuerdo, así que recurren a la sabiduría de Esilio para que decida. Van a su sepulcro, y mientras hablan a las gentes, exponiendo sus argumentos, un caballo salvaje entra en el círculo de piedras. Lo consideran un regalo de los dioses: ahora los dos tienen un caballo, de modo que ya no hay motivo de discusión, y la disputa queda resuelta.

—No veo en qué ayuda eso.

—Sienta un precedente. Lo recoge la Historia. Cualquiera que tenga una queja que no se pueda satisfacer de ninguna otra manera puede apelar a su juicio. No sé si se ha utilizado alguna vez.

—No, que yo sepa —repuso Catherine—, pero no hay razón para que no se pueda utilizar si ambas partes están de acuerdo.

—Y luego ¿qué? —quiso saber Rosalind—. ¿Esperáis recibir un mensaje divino o algo por el estilo?

—Cada uno expone sus argumentos —replicó Jay—. Y la sabiduría de Esilio ofrece una solución. Eso es lo que dice la Historia.

—¿Estás seguro de eso? —insistió Rosalind.

—Tendría que adoptar la forma de un debate —aclaró Catherine—. Y la sabiduría se transmitiría a través de la voluntad de los presentes.

—¿Quieres decir que votan? ¿Todos?

—Todos los presentes. Es una idea ingeniosa. El problema está en que ello me daría la ventaja que tanto teme Pamarchon. Allí estarían los míos. Pamarchon no accedería jamás.

—Naturalmente que no —afirmó Antros—. Sólo un necio lo haría.

—En tal caso soy un necio —sostuvo Pamarchon—. Si aguardo, Gontal se apoderará de Willdon y mis esperanzas se habrán desvanecido para siempre. Me perseguirá para darme muerte, o yo a él. Siempre he estado dispuesto a luchar si es preciso, pero no lo haré si existe la menor alternativa. Además —sonrió a Catherine—, en este momento no son los tuyos. Quizá la sabiduría de Esilio ya esté surtiendo efecto.

Así se decidió. Una hora después partían hacia Willdon.

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