Arcadia

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Primera parte El Mercado del Jabón » 5

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Rook dio los toques finales a la habitación mientras las camareras y el personal de cocina preparaban la mesa y la comida para el almuerzo de Victor. Su euforia no se había desinflado por tener que apretarse el nudo de la corbata, ni por la monotonía de la vuelta al trabajo. Había soltado la pirámide de tartas chafadas y baqueteadas sobre la mesa de despacho de Anna y había dicho sencillamente, en respuesta a su sorpresa:

—¡He tenido que pelear por ellas!

Anna no hizo preguntas. Únicamente se llenó los pulmones de aire, cerró los ojos y dijo:

—¡Qué valiente!

Era una burla cariñosa. Una broma. La clase de ironía que Anna sabía que daba resultados con los hombres. Los hombres eran juguetes mecánicos cuando se trataba de amor y sexo. Les dabas cuerda, decías una o dos frases ocurrentes, y ellos andaban, bailaban y tocaban el tambor. Su plan era fingir cierta satisfacción, si tenía la oportunidad, con Rook. ¿Por qué no? Él no estaba casado. Ella ahora era divorciada. Sólo tenía un año más que él. Rook no andaba escaso de fondos. Y tal vez le complacería emplear su dinero y su tiempo con ella.

Rook era un tipo raro, sí. Pero los tipos raros tenían su atractivo para Anna. Le gustaba el estímulo y la sorpresa de los hombres que se salían de lo corriente. Le gustaba la reserva de Rook. No se dejaba engañar por su actitud sardónica. ¿Qué clase de hombre, teniendo el poder que él tenía, pasaría la mañana en las calles y volvería cargado con unas tartas aplastadas y un ramo de hojas de plástico? Un hombre al que valía la pena conocer, estaba segura. Así que Rook y Anna dejaron en el aire la idea de que sus coqueteos darían fruto, y pronto, antes de que fuese demasiado tarde, antes de que la pasión intensificada del día, su savia, sus colores y sus aromas se hubiesen disipado y dispersado para siempre. Que Victor tuviese su celebración de cumpleaños primero. Que el champán soltase las lenguas y dilatase los corazones. Luego Rook y Anna se quedarían hasta tarde en la oficina para clasificar unos papeles, para dejarlo todo en orden, para trabar combate entre ellos cuando la tarde y las persianas de la oficina cayesen. No habían dicho una palabra, pero eran lo bastante viejos y sabios como para comprender la promesa y la emoción contenidas en «¡Qué valiente!».

Rook se llevó las ramas de plástico, un rollo de cinta adhesiva y algo de cordel al cuarto trastero de la oficina y empezó a sujetarlas al respaldo de una silla de madera antigua. Los extremos de las ramitas sobresalían entre los barrotes de la silla y daban a la decoración un aspecto chapucero, de cosa hecha aprisa y corriendo. Rook trató de cortar con los dientes trozos de cordel para poder atar los extremos de las ramitas. Pero el cordel era tan duro y artificial como el follaje. Buscó unas tijeras en los estantes, y luego se acordó de la navaja que había recogido en el paso de peatones, la navaja de muelle que había dejado caer el torpe patán con la mancha de nacimiento y el traje demasiado grande.

¡El traje demasiado grande! El recuerdo del traje, mal cortado, mal hecho, mugriento, fue suficiente para resolver el misterio de la segunda foto que Rook había encontrado entre los desperdicios en el paso subterráneo. Así que eso era lo que había reconocido. Una vez más Rook miró el recorte del catálogo y escrutó las caras y el bar. Ningún otro reconocimiento ahora. Salvo, extrañamente, el del traje. Rook sonrió al ver la frase

De parranda, el precio y el estilo modestos, y al comprender que la fotografía antigua del propio Rook no provenía de los pagos «por la plaza», como él había pensado, sino de los bolsillos del traje del joven. No había sido un encuentro casual, por lo tanto, sino planeado. Aquel muchacho estaba enterado, Dios sabía cómo, de que él llevaría abundante dinero en efectivo entre la ciudad vieja y la nueva. Pero cómo encajaba la foto antigua en todo aquello no lo sabía. ¿Algún jabonero oportunista? ¿Algún disidente dentro del Gran Vic? ¿Algún tipo raro que le guardaba un mezquino rencor? ¿Quién sabe exactamente quiénes pueden ser sus enemigos?

Rook sostuvo la navaja hacia fuera, hizo saltar la hoja y se puso a trabajar cortando el cordel y atando las ramitas de plástico. Fue entonces cuando vio las catorce letras gastadas torpemente grabadas en el mango: NABAJA DE JOSEPH. Pensó que le gustaría tener la oportunidad de devolver la navaja de muelle, no en compensación por la patada que le había dado y por el tramposo puñetazo con llaves que le había dejado la cara tan ensangrentada, sino por la posibilidad de averiguar quién había puesto a aquel «Joseph» tras de él y por qué. Pero por el momento se alegraba de tener la navaja a mano, de hacer un uso adecuado de su hoja para Victor y su silla. La decoración quedaba ahora más bonita. Sólo se veían las hojas. Era como si la madera antigua y manchada de la silla, muerta desde hacía mucho tiempo, hubiese experimentado una especie de resurrección, hubiese echado raíces y hojas, como la silla mágica del granjero de los cuentos de hadas. Un poco de saliva y de cera era lo único que hacía falta para rematar el trabajo. La saliva quitó el polvo de la oficina. La cera —un ambientador con aroma de bosque— devolvió el color y el lustre. El pañuelo de Rook pulimentó el brillo céreo de las hojas.

Había prometido que habría gatos en el almuerzo de Victor. Eran parte del sueño de éste. El jefe tenía tres, para que persiguiesen y echasen a las palomas del tejado. Rook había dado órdenes de que los trajesen a la suite de la oficina. Se habían instalado bien, dos en el sofá y uno debajo de la mesa de despacho. El mantel era blanco, exactamente como había sido solicitado. El aire acondicionado proporcionaba justamente la brisa suficiente. En la antesala donde esperaban las visitas las tres mujeres de la Banda Acorde estaban practicando los bailes campesinos que tocarían para Victor. Las frutas y los quesos estaban en su sitio. El champán estaba en hielo. Rook entró en la habitación interior y se acercó a la mesa de despacho de Victor. Telefoneó al

chef. Las percas estaban cocidas, en remojo y enfriándose en la cerveza de manzana. Las camareras estaban de pie. Los cinco verduleros estaban sentados, alicaídos y pacientes, en el vestíbulo inferior, esperando a que les llamasen al ascensor. Rook llevó la silla de cumpleaños de Victor a la antesala. La colocó con el respaldo contra una pared, de modo que la tiara de hojas quedase de cara a la habitación y no se viese el poco estético amasijo de plástico, cordel y cinta adhesiva.

Cuando recibió el aviso de que el almuerzo estaba listo para ser servido y que sus amigos —sus invitados— estaban ya esperando en su suite, Victor se encontraba en el invernadero de la azotea, en el piso veintiocho, examinando los pulgones amarillos que se congregaban en una disciplinada multitud en el envés de las hojas y a lo largo de los tallos recién nacidos, una congregación de activas hembras sin alas, más una sola hormiga que se deleitaba con sus excreciones melosas. Victor vaciló con el pulverizador en la mano. Casi le importaban más los insectos que las plantas, pero sólo casi. Aquellos pulgones eran demasiado corrientes para ser atractivos. Los roció con leche tóxica. A la hormiga le perdonó la vida. ¿A qué altura, se preguntó, tendría que construir para elevarse por encima de las palomas y las moscas, para estar fuera del alcance de los pulgones y las hormigas? ¿Cuarenta, cincuenta pisos? ¿Habría suficiente oxígeno allí arriba para que las plantas prosperasen, para que acudiesen las abejas y las polinizasen? Miró, a través del cristal cubierto de líquenes y moho, hacia el norte, más allá de la galería comercial, de la autopista y los altos edificios comerciales, hacia la ciudad vieja, y los suburbios y las colinas. Los rascacielos son los optimistas del horizonte. Reciben la primera luz de la aurora, el último calor del día. Tienen la vista plana, cartográfica, de las ciudades, la ordenada geometría de norte, sur, este y oeste.

Victor conocía su ciudad como un halcón conoce sus campos. Las entrañas de la ciudad quedaban expuestas desde el piso veintiocho, desde lo que había sido el Restaurante Cima del Gran Vic y que ahora, debido a que los comensales del Cima no podían soportar la oscilante flexibilidad de los rascacielos movidos por el viento, era un jardín privado. Las entrañas son un caos y un misterio para cualquiera salvo para el ojo experto. Con el tiempo, con el estudio, Victor había llegado a conocer las vísceras desparramadas de las calles. Conocía los huesos y los órganos de la ciudad: la universidad, el estadio, los cementerios y los parques. Conocía Los Silos, donde los ciudadanos pobres y los delincuentes vivían en bloques tan atestados como colmenas. Conocía los amarillos y los ocres de los pisos del ayuntamiento, las grandes obras de los comerciantes potentados del siglo XVIII, los edificios como sujetalibros del cuartel general de la policía, donde en otro tiempo habían estado los barrios pobres de casas bajas.

Las rutas y los contornos estaban muy claros. No un río, sino una hilera de torres metálicas y las vías del ferrocarril dividían la ciudad en dos, y las autopistas de enlace formaban un rombo como un marco que contenía ambas mitades. El rombo, en el calor del mediodía de verano, se balanceaba suspendido de las vías elevadas de la ciudad como una caja que cuelga de unas cintas. ¿Y más allá de la caja? Las mansiones a ras del suelo de los ricos, agazapadas detrás de la gruesa mampostería de los muros de seguridad. Las zonas residenciales con sus árboles. Los centros comerciales de las afueras con sus campos de asfalto para los coches. Un callejón sin salida de campiña amenazada, ya designada como terreno edificable.

Lo que más le gustaba a Victor era el gris y el verde de los bulevares, donde las hileras de árboles y las franjas centrales de césped clavaban astillas vivas en la piel de la ciudad. Le gustaba la ciudad tarareando para sí: los alegres jirones de humo que se elevaban de los vertederos y las fábricas y las plantas incineradoras de basura, el distante zumbido del tráfico, las cadencias del viento.

Las zonas residenciales de las afueras de la ciudad, desde el piso veintiocho y a través de los ojos bastante defectuosos de Victor, eran una tela estampada, no exactamente viva, pero trémula como seda tornasolada en tonos verdes, grises y marrones. Más cerca del ojo, los chillones toldos a rayas del mercado, dignificados únicamente por el verde grisáceo del Jardín del Jabón con sus pocos árboles de dos pisos de altura, que parecían caprichosos y antinaturales situados en el centro de las complejas estratagemas de los sobresaltados tejados de la ciudad vieja, con sus chimeneas erguidas como signos de interrogación.

A Victor no le gustaba el mercado. No le gustaban sus toldos y su desorden. No le gustaban sus multitudes, tan densas que los taxis no podían pasar. Desaprobaba la venta desde la trasera de los camiones, el ruido y la ineficacia, el desperdicio. Hacía ya siete años que no había estado en el mercado —demasiado viejo, demasiado frágil, demasiado aturdido por la vida—, pero lo veía todos los días, una mancha chillona en el centro de la ciudad que desdeñaba tanto la lógica como la geometría. Él lo corregiría. ¿Por qué no? ¿Qué otra cosa podían hacer los viejos? Llevaba ya por lo menos quince minutos dentro de su invernadero. Tres veces el tiempo que necesitaba para ganar el dinero para un mes en Niza, un coche, la ropa de un año. Sus granjas y sus mercados, sus oficinas y sus acciones, su capital comercial haciendo campaña en una docena de países y cien ciudades, ganaban fortunas a cada minuto. Treinta millones en un mes. En un año el presupuesto de sanidad y educación de Marruecos. Lo suficiente para construir un sueño de ladrillos. O de piedra. O de cristal.

Sus contables y consejeros le insistían desde hacía un año o más. El mercado, decían, estaba anticuado. No era lo bastante rentable para un lugar tan céntrico. Era —comparado con las plantas de enlatado y embotellado— una salida pobre para la fruta. El ayuntamiento había insinuado que si solicitase permisos para un plan de renovación, o para trasladar el mercado a algún otro sitio, por ejemplo…, no encontraría ninguna oposición. Conque ninguna oposición, ¿eh? Victor no era tan tonto como para creerse que no habría oposición si él quisiera cambalachear con el mercado. Sabía cómo eran los jaboneros, una pandilla difícil de manejar que se oponía a cualquier cambio por principio. Bueno, ése era el trabajo de Rook, pensó, tener tranquilos a los jaboneros. Sin embargo, Victor no compartía sus pensamientos con Rook. No se fiaba de que mantuviese la boca cerrada. No se fiaba de su criterio ni de su lealtad. Rook no era un hombre de negocios. ¿Qué hombre de negocios sería tan sociable? ¿Qué hombre de negocios aceptaría semejante sueldo y durante tanto tiempo? ¿Qué hombre de negocios vería cómo funcionaba el mercado sin escandalizarse por su ineficacia comercial? Pero a Rook le encantaba el Mercado del Jabón. Le encantaban sus multitudes. Lo había dicho él mismo: «Para mí es el paraíso». Y Victor pensó: Si eso es el paraíso, ese gentío corporativista y pernicioso, ese campo de batalla acotado de tareas monótonas y pequeños negocios y anonimato, entonces es el paraíso de las termitas.

El viejo Victor cogió su bastón y caminó con paso bastante firme entre las macetas de pimientos y tomates jóvenes hacia el ascensor. Y el almuerzo. Se detuvo para quitar con el pulgar el pulgón verde de los arbustos puestos como centinelas que crecían en tiestos junto a la puerta de la terraza. Se limpió la pasta de cadáveres en el dintel. Tosió y escupió un hábil goterón de flema en la tierra del tiesto. Brilló por un momento como el viscoso y plateado residuo de las babosas. «Buena suerte», se dijo Victor. Eso era lo que los buenos granjeros decían cuando escupían en la tierra. La suerte era para la tierra y también para el que escupía. La suerte que Victor se deseaba a sí mismo era ésta: vivir más de noventa años, lo suficiente para dejar su última y monumental huella en la ciudad. La edad no era un enemigo. De hecho, el día en que cumplía los ochenta años parecía el momento perfecto para empezar a gastar sus millones. No tenía familia a quien dejárselos. No tenía deudas. ¿Qué debía hacer, entonces? ¿Dejarlos para obras de caridad, impuestos y aprovechados que no se lo merecían como Rook? ¿O hacer el idiota geriátrico y reinvertir las ganancias?

Los ochenta años eran la edad adecuada para una segunda infancia, decían. Él nunca había tenido la primera. Nunca había sido niño. Sólo había sido bebé y hombre. Así que empezaré la infancia ahora, pensó. Seré un viejo lleno de impulsos, proyectos y esperanzas. Dejaré a un lado la amargura y moriré en paz. Escupió de nuevo —más para aclarar sus pulmones que para obtener más suerte de la que se merecía— sobre la tierra del segundo tiesto.

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