Arabella

Arabella


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—¡Ya lo sé, maldita sea!

—¡Todas las deudas son de honor! —intervino Arabella—. ¡Tienes que pagar esas facturas antes que nada!

Los dos jóvenes se miraron con complicidad, expresando su mutua convicción de que no valía la pena discutir con una mujer sobre un tema que ella jamás entendería.

—Sólo se me ocurre una cosa —suspiró Bertram, pasándose una mano por la frente—. Ya lo he pensado, Bella, y voy a alistarme con nombre falso. Si no me aceptan como soldado de caballería, me alistaré en un regimiento de artillería. Debí hacerlo ayer, cuando se me ocurrió la idea, pero antes debo hacer algo. Es una cuestión de honor. Escribiré a padre, por supuesto, y supongo que él me dirá que no quiere saber nada de mí, pero eso es inevitable.

—¿Cómo puedes pensar así? —le reprendió Arabella, acalorada—. Debe de estar muy apenado. ¡Ay, no quiero ni pensarlo! Sin embargo, él jamás haría algo tan poco cristiano como repudiarte. ¡No, no le escribas todavía! Dame tiempo para pensar. Si se enterara de que debes tanto dinero, estoy segura de que pagaría hasta el último penique, aunque le supusiera la ruina.

—¿Cómo se te ocurre pensar que vaya a contárselo? ¡No! Le diré que estoy decidido a entrar en el ejército y que no me importa empezar desde abajo.

Ese discurso consternó a Arabella aún más que la anterior amenaza de Bertram de suicidarse, porque le parecía que era mucho más probable que su hermano se alistara en el ejército.

—¡No! ¡No! —protestó con voz débil.

—Tengo que hacerlo, Bella. Estoy seguro de que el ejército es mi única salida, y no puedo presentarme en casa de nuestros padres cargado de deudas. ¡Y menos aún de deudas de honor! Oh, Dios mío, ¿en qué estaría pensando? —Se le quebró la voz, y durante un rato fue incapaz de hablar. Al final consiguió componer una amarga sonrisa y decir—: Menuda pareja formamos, ¿no? Aunque tu pecado no es tan grave como el mío.

—Pero yo también me he portado muy mal —admitió Arabella—. Tengo la culpa de que te halles en esta situación tan desesperada. Si no te hubiera presentado a lord Wivenhoe…

—¡No digas tonterías! Había ido a otras casas de juego antes de conocerlo. Él ignoraba que yo no estaba cubierto económicamente como esos amigos suyos. No debí ir con él al Nonesuch. Pero había perdido dinero en una carrera, y pensé… confiaba en que… ¡Bah, hablando no se soluciona nada! Sin embargo, no debes culpabilizarte.

—Bertram, ¿quién te ganó ese dinero en el Nonesuch?, —preguntó su hermana.

—La banca. Fue jugando al

faro.

—Sí, pero ¿quién tenía la banca?

—El

Incomparable.

Arabella lo miró fijamente.

—¿El señor Beaumaris? —preguntó, estupefacta. Bertram asintió—. ¡Oh, no! ¡No me digas eso! ¿Cómo pudo permitir que tú…? ¡No, Bertram!

El joven no entendía su aflicción.

—¿Por qué diantre no iba a permitirlo?

—¡Porque sólo eres un crío! ¡Él debe de saberlo! ¡Mira que aceptarte pagarés! Supongo que como mínimo habría podido negarse a aceptarlos.

—No lo entiendes —se impacientó Bertram—. Fui a ese club con Moflete. ¿Por qué iba a impedirme jugar?

Scunthorpe asintió.

—Habría creado una situación muy violenta, señorita Tallant. Rechazar los pagarés de un caballero supone un grave insulto.

Arabella no podía apreciar las sutilezas de ese código que evidentemente compartían ambos caballeros, aunque sí aceptaba que imperaran en los círculos masculinos.

—Me parece muy mal que lo hiciera. Pero no importa. El caso es que el señor Beaumaris es… bueno, que somos buenos amigos. No te preocupes, Bertram. Estoy convencida de que si voy a verlo y le explico que eres menor de edad y que no eres hijo de ningún ricachón, te perdonará la deuda.

Arabella se quedó callada, porque la expresión de asombro y desaprobación de Bertram y Scunthorpe no dejaban lugar a dudas.

—¡Por el amor de Dios, Bella! ¿Cuál va a ser la próxima ocurrencia?

—Pero Bertram, te aseguro que el señor Beaumaris no es orgulloso ni antipático como mucha gente cree. A mí… me parece particularmente amable y encantador.

—¡Bella! ¡Estamos hablando de una deuda de honor! Tengo que pagarla aunque me lleve toda una vida, y eso es lo que pienso decirle al señor Beaumaris.

Scunthorpe aprobó esa decisión asintiendo con la cabeza.

—¿Quieres pasarte el resto de la vida pagándole seiscientas libras a un hombre para el cual esa cantidad no significa nada? —gritó Arabella—. ¡Eso es absurdo!

Bertram miró a su amigo con gesto de exasperación.

—No hay nada que hacer, señorita Tallant —dijo Scunthorpe haciendo un gran esfuerzo—. Una deuda de honor es una deuda de honor. No hay forma de eludirla.

—¡No estoy de acuerdo! Admito que no me gusta tener que acudir a él, pero podría hacerlo, y sé que no me negaría su ayuda.

—¡Escúchame, Bella! —exclamó Bertram agarrándola por la muñeca—. Me doy cuenta de que no lo entiendes, pero si te atreves a hacer algo parecido, te juro que no volverás a verme jamás. Además, aunque él rompiera mis pagarés, yo seguiría considerándome con la obligación de pagarlos. ¡Sólo falta que sugieras pedirle que me pague esas condenadas facturas!

Arabella se ruborizó, avergonzada, porque justo acababa de pasársele esa idea por la cabeza. De pronto Scunthorpe, cuyo rostro momentos antes había adoptado una expresión cataléptica, exclamó con vehemencia:

—¡Se me ocurre una idea!

Los hermanos Tallant lo miraron con interés; Bertram, con optimismo, y su hermana, sin tanta convicción.

—Ya conoces el dicho, amigo mío. ¡La banca siempre gana!

—Sí, ya lo creo —replicó Bertram con amargura—. ¿Es eso lo único que querías decirnos?

—¡Espera! ¡Abre una! —Vio la perplejidad reflejada en las dos caras que tenía delante, y añadió con un deje de impaciencia—: ¡De

faro!

—¿Que abra una banca de

faro? —repitió Bertram, incrédulo—. ¡Debes de estar loco! Aunque no fuera la mayor locura que he oído jamás, uno no puede abrir una banca de

faro sin capital.

—Eso ya lo he pensado —dijo Scunthorpe con cierto orgullo—. Iré a hablar con mis tutores. Ahora mismo. No hay tiempo que perder.

—¡Por el amor de Dios! No creerás que tus tutores te dejarán tocar tu capital para una causa como ésa, ¿verdad?

—No veo por qué no. Siempre están intentando aumentarlo. Se pasan la vida dándome sermones sobre que hay que mejorar el patrimonio. Es una forma excelente de incrementarlo; no entiendo cómo no se les ha ocurrido a ellos. Será mejor que vaya enseguida a ver a mi tío.

—¡No seas necio, Felix! —dijo Bertram con fastidio—. Ningún tutor te dejaría hacer eso. Y aunque te lo permitieran, ni tú ni yo queremos pasarnos la vida llevando una banca de

faro.

—Claro que no —admitió su amigo aferrándose a su idea con obstinación—. Sólo quiero ayudarte a saldar la deuda. Bastaría con una noche de suerte. Y entonces cerraríamos la banca.

Scunthorpe estaba tan entusiasmado con su plan que a Bertram le llevó un buen rato disuadirlo del intento de ponerlo en práctica. Arabella, entretanto, permanecía ensimismada y sin prestar mucha atención a la discusión. Hasta Scunthorpe habría podido adivinar que los pensamientos de la joven no eran en absoluto agradables si no hubiera estado tan enfrascado en la defensa de su proyecto, porque Arabella no paraba de cerrar y abrir las manos sobre el regazo, y su expresivo rostro la delataba. Pero cuando Bertram logró convencer a su amigo de que no pensaba abrir una banca de

faro, Arabella se había recompuesto lo suficiente para no despertar sospecha alguna en sus interlocutores.

Miró a su hermano, que tras la acalorada discusión se había sumido en un estado de profunda aflicción, y dijo:

—Ya se me ocurrirá algo. Sé que encontraré la forma de ayudarte. Sólo te pido que no te alistes, por favor. Todavía no, Bertram. Hazlo sólo si no lo consigo.

—¿Qué piensas hacer? No me alistaré hasta haber hablado con el señor Beaumaris, y… habérselo explicado. Es mi deber. Le dije que no tenía fondos en Londres y que debía enviar a alguien a buscarlos a Yorkshire, y él me pidió que fuera a visitarlo el jueves. ¡No me mires así, Bella! No podía confesarle que estaba arruinado y que no podía pagarle, porque había mucha gente allí que habría podido oírnos. ¿Tienes algo de dinero, Bella? ¿Podrías hacerme un préstamo para que recupere mi camisa? ¡Así no puedo ir a visitar al

Incomparable!

Arabella le puso el bolso en la mano.

—¡Sí, claro! Si no me hubiera comprado estos guantes, y los zapatos, y el pañuelo… Sólo me quedan diez guineas, pero eso bastará hasta que haya pensado cómo puedo ayudarte, ¿no? Vete de esta espantosa casa. Por el camino he visto varias posadas, y un par me han parecido respetables.

Resultaba evidente que Bertram estaba deseando cambiar de alojamiento, y tras una breve disputa en la que se alegró de perder, cogió el bolso, abrazó a Arabella y le dijo que era la mejor hermana del mundo. Entonces preguntó con pesar si creía que podría convencer a lady Bridlington de que le prestara setecientas libras, con la promesa de reembolsárselas tras un prolongado periodo de tiempo, y aunque Arabella contestó alegremente que no tenía duda de poder llegar a algún arreglo similar, su hermano no parecía convencido y suspiró hondo. Scunthorpe, encabezando su comentario con su típico carraspeo de desaprobación, sugirió que, como el coche de alquiler estaba esperando en la calle, quizá ambos hermanos deberían despedirse. Arabella era partidaria de ir de inmediato en busca de un alojamiento adecuado para su hermano, pero la disuadieron, y Scunthorpe se comprometió a ocuparse personalmente de ese asunto así como a recuperar la ropa de Bertram de la casa del prestamista. Los dos hermanos se despidieron, abrazándose con tanta emoción que Scunthorpe, conmovido, tuvo que sonarse la nariz con gran estruendo.

Lo primero que hizo Arabella al llegar a Park Street fue subir a toda prisa a su dormitorio y, sin pararse siquiera a quitarse el sombrero, sentarse a una mesita junto a la ventana y prepararse para escribir una carta. Sin embargo, a pesar de la evidente urgencia de la tarea, cuando apenas había escrito el encabezamiento de la carta se quedó sin inspiración, abstraída y mirando por la ventana mientras la tinta de la pluma se secaba. Al cabo de un rato suspiró, volvió a mojar la pluma en el tintero y escribió dos líneas con decisión. Entonces se interrumpió, las releyó, rompió la hoja y cogió otra nueva.

Tardó un rato en conseguir un resultado satisfactorio, pero cuando por fin había cumplido su cometido, selló la carta con una oblea. Entonces llamó al timbre, y al acudir la doncella, Arabella le pidió que fuera a buscar a Becky. Cuando llegó ésta, sonriendo tímidamente y estrujándose las manos sobre el delantal, Arabella le mostró la carta.

—Por favor, Becky, ¿crees que podrías escabullirte y… y llevar esta carta a casa del señor Beaumaris? Podrías decir que te he pedido que me hagas un encargo, pero… pero te estaré muy agradecida si no le revelas a nadie de qué se trata.

—¡Oh, señorita! —suspiró la doncella, intuyendo un romance—. ¡Claro que no diré ni una palabra a nadie!

—Gracias. Si… si el señor Beaumaris se halla en su casa, me gustaría que esperaras a que te diera una respuesta.

Becky asintió y aseguró a Arabella que podía confiar ciegamente en ella; acto seguido, se marchó.

La doncella regresó media hora más tarde con aire de complicidad, pero con malas noticias: el señor Beaumaris se había ido al campo hacía tres días y había anunciado que se ausentaría de Londres durante una semana.

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