Arabella

Arabella


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Por su parte, Beaumaris ponía todo tipo de facilidades para que la joven estuviera con él, pero no podía felicitarse por su éxito. Cualquier gesto galante de su parte transformaba a Arabella de la niña confiada que tan atractiva le resultaba en una damisela dispuesta a contestarle con evasivas, pero que no le ocultaba que no le interesaban en absoluto sus expertos requiebros. Y después de que lady Bridlington hubiera trasladado a Arabella las advertencias de su hijo, sin dejar de mencionar el hecho de que los amigos del señor Beaumaris sabían que él sólo estaba jugando con ella, ella se mostró aún más esquiva. Él entonces se vio obligado a emplear una estratagema innoble, de modo que después de visitar sus fincas por un asunto de negocios, a su regreso fue a ver a Arabella y le dijo que quería hablar otra vez del futuro de Jemmy. De ese modo, la convenció para dar un paseo en su carrocín. La llevó a Richmond Park, y ella no puso objeciones, pese a que hasta entonces nunca habían ido más allá de Chelsea. Hacía una tarde cálida y agradable, y el sol brillaba con tal intensidad que Arabella se aventuró a ponerse un sombrero de paja muy favorecedor y a coger una pequeña sombrilla con el mango muy largo que había visto en el Pantheon Bazaar y a cuya compra no había podido resistirse. Cuando Beaumaris la ayudó a subir al carrocín, Arabella aseguró que le agradecía mucho que la llevara al campo, porque era lo que más le gustaba del mundo, y porque en aquel extenso parque, lejos de la ciudad, podía pensar en sus cosas.

—Entonces ¿ya conoce Richmond Park? —preguntó él.

—Sí, claro. Lord Fleetwood me llevó allí la semana pasada. Y los Charnwood organizaron una salida en grupo, y fuimos en tres birlochos. Y mañana, si hace buen tiempo, sir Geoffrey Morecambe me acompañará a ver los jardines Florida.

—En ese caso, debo considerarme afortunado por haber ido a visitarla un día que no tenía ningún otro compromiso.

—Sí, la verdad es que salgo mucho —dijo Arabella. Abrió la sombrilla y agregó—: ¿Qué quería decirme sobre Jemmy, señor Beaumaris?

—¡Ah, sí! ¡Jemmy! Si me da usted su consentimiento, señorita Tallant, voy a hacer… bueno, en realidad he hecho ya un pequeño cambio en su educación. Me temo que bajo la tutela de la señora Buxton nunca hará nada bueno, y aún temo más que si sigue allí pronto le causaría la muerte a esa buena mujer. Al menos, eso fue lo que ella me contó anteayer, cuando fui a Hampshire.

—¡Qué amable es usted! —exclamó Arabella mirándolo con dulzura—. ¿Fue hasta allí sólo por ese chiquillo travieso?

Él estuvo tentado de mentir, pero al mirar a su acompañante y reparar en su inocente mirada, vaciló.

—No exactamente, señorita Tallant. Tenía que solucionar unos asuntos.

—Ya me lo imaginaba —contestó Arabella sonriendo.

—En ese caso, me alegro de no haberle mentido.

—¿Cómo puede ser usted tan absurdo? ¡Como si yo quisiera que se tomara usted tantas molestias! ¿Qué ha hecho Jemmy esta vez?

—Prefiero no contárselo para no entristecerla. La señora Buxton está convencida de que el niño está poseído por los demonios. Y además, el lenguaje que emplea no es al que ella está acostumbrada. Lamento tener que decir que también se ha enemistado con mis guardas, que no han conseguido inculcarle que no debe molestar a mis aves ni robar huevos de faisán. No me explico para qué puede quererlos, por cierto.

—¡Pues claro que deberían castigarlo por eso! Supongo que se aburre. Hemos de recordar que está acostumbrado a trabajar, y deberíamos buscarle alguna ocupación. Estar completamente ocioso no resulta favorable para nadie.

—Tiene usted mucha razón, señorita Tallant —coincidió el señor Beaumaris con docilidad.

Ella no se dejó engañar. Lo miró fijamente, contuvo la risa y dijo:

—¡Estamos hablando de Jemmy!

—Eso espero.

—No sea usted ridículo —le reprochó con un deje de severidad—. ¿Qué vamos a hacer con él?

—He llevado a cabo algunas indagaciones y he llegado a la conclusión de que la única persona que tiene buena opinión de él es el encargado de mis establos. Dice que a Jemmy se le dan muy bien los caballos. Resulta que siempre que puede se escapa a las cuadras, donde, curiosamente, se comporta de forma intachable. A Wrexham le impresionó tanto encontrar al chico… jugando con un semental zaino al que considera sumamente peligroso que vino a sugerirme que le permitiera enseñarle. Él no tiene hijos, y dado que se ofreció a alojar a Jemmy en su casa, pensé que no sería mala idea darle carta blanca con su proyecto. No creo que el lenguaje de Jemmy le sorprenda, y tengo motivos para confiar, por lo que sé de Wrexham, que conseguirá meter al chico en cintura.

Arabella aprobó con tanto entusiasmo esa solución que Beaumaris se arriesgó a añadir con tono melancólico:

—Sí, pero si todo sale bien, ya no tendré pretextos para llevarla a pasear.

—Cielo santo, ¿tan esquiva me he mostrado con usted? —preguntó Arabella arqueando las cejas—. No sé por qué dice tantas tonterías, señor Beaumaris. No le quepa duda de que procuraré que de vez en cuando me vean en su compañía, porque no tengo tanta seguridad en mí misma para arriesgarme a que se diga que el

Incomparable ha empezado a aburrirse conmigo.

—Créame, señorita Tallant: no corre usted ese peligro. —Tiró de las riendas para tomar una curva, y no volvió a hablar hasta que hubo salido de ella. Entonces dijo—: Me temo que me considera usted una persona despreciable, señorita Tallant. ¿Qué puedo hacer para demostrarle que puedo ser muy sensible?

—No hay ninguna necesidad de que haga nada: estoy segura de que puede serlo —replicó ella con cordialidad.

Después de ese intercambio de palabras, Arabella se interesó por el paisaje y luego empezó a hablar de su inminente presentación. El acontecimiento iba a tener lugar la semana siguiente, y ya había llegado a casa el vestido de lady Bridlington que la habilidosa modista había transformado. Eso no se lo dijo al señor Beaumaris, por supuesto, pero sí se lo describió con todo detalle, y comprobó que era un entendido en la materia. Él le preguntó qué joyas iba a ponerse con el vestido, a lo que ella contestó con grandilocuencia:

—¡Oh, sólo diamantes! —De pronto se avergonzó de lo que acababa de decir, aunque fuera totalmente cierto.

—Tiene usted un gusto excelente, señorita Tallant. No hay nada más desagradable para la mirada exigente que una profusión de joyas. Permítame felicitarla por la beneficiosa influencia que ha ejercido sobre sus coetáneas.

—¿Yo? —se extrañó Arabella, sospechando que estaba burlándose de ella.

—Por supuesto. La absoluta falta de ostentación que caracteriza su atuendo es muy admirada, se lo aseguro, y muchas damas empiezan a copiarla.

—¡Está bromeando!

—No, le aseguro que no. ¿No se ha fijado en que la señorita Accrington ya no se pone ese espantoso collar de zafiros, ni en que la señorita Kirkmichael ya no disimula las limitaciones de su figura con una profusión de cadenas, broches y collares que parece que haya elegido al azar de un rebosante joyero?

Arabella se echó a reír al pensar que sus apuradas circunstancias hubieran dado pie a una nueva moda, pero no quiso confesar a su acompañante la causa de su hilaridad. Él no insistió para que le diera una explicación, y como ya habían llegado al parque, le sugirió que caminaran un poco por la hierba mientras el postillón se ocupaba del carrocín. Arabella aceptó la invitación, y mientras paseaban, el señor Beaumaris le habló de la casa que tenía en Hampshire. Pero Arabella no mordió el anzuelo; la señorita Tallant limitó sus comentarios sobre su casa a vagas descripciones del paisaje de Yorkshire, y no se dejó engatusar para compartir con su interlocutor recuerdos familiares.

—Tengo entendido que su padre todavía vive, ¿no es así? Recuerdo que lo mencionó usted el día que adoptó a Jemmy.

—Ah, ¿sí? Sí, mi padre todavía vive, y ese día lo eché mucho de menos, porque es el mejor hombre del mundo y habría sabido cómo actuar.

—Espero tener el placer de conocerlo alguna vez. ¿Viene a menudo a Londres?

—No, nunca.

No creía que el señor Beaumaris y su padre simpatizaran en caso de que llegaran a conocerse; al advertir que la conversación tomaba un derrotero peligroso, volvió a adoptar su aire de damisela elegante, que mantuvo durante gran parte del camino de regreso a Londres. Sin embargo, cuando dejaron atrás los campos y el carrocín volvió a circular entre hileras de casas, de repente abandonó dicha apariencia. En medio de una calle estrecha, los rucios se encabritaron al pasar al lado de un carromato cuya andrajosa cubierta de lona ondeaba al viento. Apenas había espacio para que pasara el carrocín, y el señor Beaumaris, concentrado en sus caballos, no se fijó en un grupo de jóvenes que estaban inclinados sobre un objeto que había en el suelo, ni tampoco reparó en el angustiado grito que dio Arabella al mismo tiempo que se despojaba de la fina manta que le cubría las piernas:

—¡Oh! ¡Pare! —gritó, y cerró de golpe la sombrilla.

Los rucios pasaban en ese momento, con gran afectación, al lado del carromato; Beaumaris frenó los caballos, pero Arabella no esperó a que el carrocín se hubiera detenido del todo para saltar. El caballero sujetó a los animales, que resoplaban inquietos, con mano férrea al tiempo que miraba por encima del hombro y veía que Arabella dispersaba al grupo de jóvenes que había en la acera a golpe de sombrilla.

—¡Sujétalos, inútil! —gritó al postillón.

Éste, que seguía encaramado en la parte de atrás del carrocín, y que al parecer se había quedado atónito ante la extraña conducta de la damisela, volvió en sí, bajó del coche y corrió a sujetar los caballos. Beaumaris saltó también del carrocín y se abalanzó sobre los jóvenes. Tras agarrar a dos de los patanes por el cogote, golpear la cabeza del uno contra la del otro y agarrar a un tercero por el cuello de la camisa y por la cinturilla de los bastos pantalones y lanzarlo a la calzada, descubrió qué había provocado la ira de la señorita Tallant. Ovillado en el suelo, temblando y gimiendo, había un perrito mestizo y de pelaje rubio, con la cola enroscada y una oreja vergonzosamente caída.

—¡Esos malvados, crueles, desalmados! —exclamó Arabella entre jadeos, con las mejillas encendidas y los ojos chispeantes—. ¡Estaban torturando a este pobre animalito!

—¡Tenga cuidado! ¡Podría morderla! —se apresuró a decir Beaumaris al ver que la joven se arrodillaba al lado del perro—. ¿Quiere que les dé una buena paliza?

Al oír esas palabras, dos de los jóvenes echaron a correr, los dos cuyas cabezas habían chocado se apartaron con cautela del alcance del largo látigo del señor Beaumaris, y el magullado joven al que el caballero había lanzado a la calzada gimoteó que no estaban haciendo nada malo y que tenía todas las costillas rotas.

—¿Le han hecho mucho daño? —preguntó angustiada la señorita Tallant—. ¡Llora cuando lo toco!

Beaumaris se quitó los guantes, se los dio a Arabella junto con el látigo y dijo:

—Sujéteme esto. Voy a ver.

La joven, obediente, los cogió y observó, nerviosa, mientras él examinaba al perro. Vio que manipulaba al pobre animal con firmeza pero suavemente, de una manera que revelaba que sabía lo que hacía. El perro gimió, profirió unos aullidos ahogados y se acobardó, pero no intentó morderlo. Es más, agitó débilmente su fea cola y le lamió la mano.

—Está muy magullado y tiene un par de rasguños, pero ningún hueso roto —concluyó Beaumaris enderezándose. Se volvió hacia los dos jóvenes que no habían huido y dijo con severidad—: ¿De quién es este perro?

—No tiene dueño —contestaron—. Va por ahí husmeando en los cubos de basura. ¡Y en los de la tienda del carnicero!

—Yo lo he visto en Chelsea con una hogaza de pan —corroboró su compañero.

El acusado se arrastró hasta las elegantes botas de Beaumaris y rozó una de las relucientes borlas con una pata.

—¡Oh! ¡Mire qué inteligente es! —exclamó Arabella, agachándose para acariciar al animal—. ¡Sabe que es a usted a quien tiene que agradecer su rescate!

—Si eso piensa, no lo considero muy inteligente, señorita Tallant —replicó Beaumaris mirando al perro—. ¡Es evidente que es a usted a quien debe la vida!

—¡No, ni hablar! Sin su ayuda, no habría podido hacer nada. ¿Quiere por favor acercármelo? —dijo Arabella, que se disponía a subir de nuevo al carrocín.

Él la miró; luego miró al descuidado y sucio chucho que tenía a los pies y dijo:

—¿Está segura de que desea llevárselo, señorita Tallant?

—¡Por supuesto! No pensará que voy a dejarlo aquí para que esos malvados lo torturen tan pronto como nos hayamos marchado, ¿verdad? Además, ya ha oído lo que han dicho. No tiene dueño, nadie que lo alimente ni cuide de él. ¡Démelo, por favor!

Beaumaris reprimió una sonrisa y dijo con absoluta seriedad:

—¡Como quiera, señorita Tallant! —Cogió al perro por el pescuezo. Vio que ella extendía ambos brazos para recibir a su nuevo protegido y vaciló—. ¡Ya ha visto que está muy sucio!

—Bah, ¿qué importa? Ya me he manchado el vestido arrodillándome en la acera —señaló Arabella, impaciente.

Así pues, Beaumaris depositó el perro en su regazo, cogió el látigo y los guantes, que le devolvió Arabella, y se quedó de pie, sonriendo y observando cómo la joven acomodaba al perro, le acariciaba las orejas y le murmuraba palabras tranquilizadoras.

—¿Qué estamos esperando, señor Beaumaris? —preguntó ella alzando la cabeza.

—¡Nada, señorita Tallant! —respondió él, y subió al carrocín.

Sin dejar de acariciar al perro, la señorita Tallant expuso con vehemencia su opinión sobre las personas que se mostraban crueles con los animales, y agradeció calurosamente al señor Beaumaris que hubiera atizado a aquellos repugnantes jóvenes, un violento recurso que parecía haber encontrado su aprobación. A continuación se dedicó a hablarle al perro y a informarle de la espléndida cena que le iban a dar y del baño caliente que, según ella, tanto le gustaría. Pero al cabo de un rato se quedó pensativa y guardó silencio.

—¿Qué le pasa, señorita Tallant? —preguntó Beaumaris al ver que la joven no daba señales de romper su silencio.

—Verá —dijo ella despacio—, estaba pensando, señor Beaumaris… Tengo el presentimiento de que este perrito tan encantador no va a ser del agrado de lady Bridlington.

Beaumaris esperó con paciencia y resignación a que su ineludible destino cayera sobre él.

—Señor —dijo impulsivamente volviéndose hacia él—, ¿cree usted que…? ¿Podría usted…?

Beaumaris miró a la atribulada y suplicante joven.

—Sí, señorita Tallant.

—¡Gracias! —exclamó la joven, y su rostro su iluminó—. ¡Sabía que podía confiar en usted! —Volvió con cuidado la cabeza del chucho hacia Beaumaris y dijo—: ¡Mira, éste es tu nuevo amo, que será muy bueno contigo! ¡Mire qué inteligente parece! No me cabe duda de que lo entiende todo. Seguro que lo querrá muchísimo.

El adoptante miró al animal y contuvo un estremecimiento.

—¿Eso cree?

—¡Claro que sí! Quizá no sea muy bonito, pero los perros callejeros suelen ser más listos que los de pura raza. —Le alisó el hirsuto pelo de la cabeza al animal y añadió con aire inocente—: Le hará mucha compañía. No me explico que todavía no tenga perro.

—Sí los tengo, pero en el campo.

—¡Ah, pero son perros de caza! ¡Ésos son muy diferentes!

Tras echar otra ojeada a su futuro compañero, Beaumaris pensó que estaba absolutamente de acuerdo con esa observación.

—Cuando lo cepillen y haya engordado un poco —insistió Arabella, con la serena convicción de que sus sentimientos eran compartidos— parecerá otro. ¡Estoy impaciente por verlo dentro de un par de semanas!

Beaumaris detuvo los caballos delante de la casa de lady Bridlington. Arabella le dio una última palmadita al chucho y lo dejó en el asiento al lado de su nuevo propietario, ordenándole que no se moviera de allí. Al principio, el perrillo parecía un tanto indeciso, pero como estaba demasiado magullado para saltar a la calle, se quedó donde estaba, gimiendo. Sin embargo, cuando Beaumaris, que había acompañado a Arabella hasta la puerta, regresó al carrocín, el perro dejó de gemir y lo recibió con efusivas muestras de alivio y afecto.

—Tu instinto se equivoca. Si pudiera elegir, te abandonaría a tu destino. O te ataría un ladrillo al cuello y te tiraría al río.

Su canino admirador agitó la cola y ladeó la cabeza.

—¡Eres tremendamente feo! ¿Y qué espera ella que haga contigo? —El animal le puso una pata en la rodilla—. ¡Está bien, pero te advierto que conozco a los de tu clase! Eres un adulador, y detesto a los lisonjeros. Supongo que si te enviara al campo, mis perros te matarían en cuanto te vieran. —La severidad de su tono de voz hizo que el animal se acobardara un poco, aunque siguió mirándolo con la expresión de un perro ansioso por comprender—. ¡No temas! —lo tranquilizó acariciándole brevemente la cabeza—. Es evidente que la dama quiere que te quedes conmigo en la ciudad. ¿No se ha parado a pensar que tus modales dejan mucho que desear? ¿Has aprendido en tus devaneos cómo tiene que comportarse un animal al que admiten en la casa de un caballero? ¡Claro que no! —El postillón contuvo la risa, y al oírlo, Beaumaris dijo por encima del hombro—: Espero que te gusten los perros, Clayton, porque vas a tener que bañar a este ejemplar.

—Muy bien, señor.

—¡Y trátalo con cortesía! —ordenó el caballero—. ¿Quién sabe? Quizá se aficione a ti.

Esa noche, a las diez en punto, el mayordomo del señor Beaumaris, que llevaba una bandeja con algunos refrigerios a la biblioteca, dejó pasar a un chucho bañado, cepillado y alimentado, que entró pavoneándose cuanto le permitía su escuálida condición. Al ver al señor Beaumaris, que se consolaba leyendo a su poeta favorito en un cómodo sillón de orejas junto a la chimenea, soltó un agudo gañido de felicidad y se irguió sobre las patas traseras, poniendo las patas delanteras sobre las rodillas de su nuevo amo, agitando furiosamente la cola y mirándolo con radiante adoración.

—Pero ¿qué demonios…? —exclamó Beaumaris apartando el libro de Horacio.

—Clayton ha traído el perro, señor —explicó Brough—. Ha dicho que usted querría saber qué aspecto tenía. Por lo visto, señor, el perro no se ha encariñado con Clayton, que me ha dicho que estaba muy nervioso y no paraba de gemir. —Vio cómo el perro metía el morro por debajo de la mano de su señor y añadió—: Es curioso cómo los animales se sienten atraídos por usted, señor. Ahora parece contento, ¿no?

—Deplorable. ¡Baja,

Ulises! ¡Mis pantalones no están hechos para que los pisotee alguien como tú!

—Aprenderá deprisa, señor —observó Brough, dejando una copa y una licorera en la mesa, al lado del sillón de su amo—. Se nota que es listo. ¿Desea algo más?

—No, sólo que le lleves este animal a Clayton, y que le digas que estoy muy satisfecho con su aspecto.

—Clayton se ha marchado, señor. Me temo que no ha entendido que usted pretendía que se ocupara del animal —señaló Brough.

—Querrás decir que se ha negado a entenderlo —insinuó Beaumaris con gravedad.

—Eso no puedo asegurarlo. Dudo que el perro se encuentre a gusto con Clayton, porque los perros no se le dan tan bien como los caballos. Me temo que con él no estará tranquilo, señor.

—¡Dios mío! —refunfuñó Beaumaris—. ¡Entonces llévatelo a la cocina!

—Sí, señor. Si usted me lo ordena… —repuso Brough, vacilante—. Aunque Alphonse… —Miró a su amo, y al parecer no tuvo dificultad para adivinar la pregunta que éste no había llegado a formular—: Sí, señor. Ha sido muy francés respecto a este asunto. Parece mentira, desde luego, pero hay que recordar que los extranjeros son muy raros, y que no les gustan los animales.

—Está bien —se resignó Beaumaris suspirando—. ¡Déjalo aquí!

—Sí, señor —asintió Brough, aliviado, y salió de la biblioteca.

Ulises, que mientras el mayordomo y su amo conversaban había estado inspeccionando detenida aunque tímidamente la habitación, se dirigió de nuevo hacia la alfombrilla de la chimenea y se quedó allí contemplando el fuego con desconfianza. Pareció llegar a la conclusión de que no era peligroso, porque pasados unos momentos se arrellanó frente al fuego, soltó un bufido, apoyó la cabeza en los cruzados tobillos del señor Beaumaris y se puso a dormir.

—Supongo que te has imaginado que vamos a ser compañeros.

Ulises agachó las orejas y movió débilmente la cola.

—Si fuera prudente, me retiraría ahora.

Ulises levantó la cabeza y bostezó; luego volvió a apoyarla en los tobillos de su amo y cerró los ojos.

—Quizá tengas razón —admitió Beaumaris—. Pero me preguntó con qué me saldrá esa joven la próxima vez.

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