Antonia

Antonia


1930, nacimiento

Página 5 de 27

La que sacó la lengua a pasear fue la Domi, sin calcular que ella iba a salir directamente perjudicada. En una de las citas de la portera con el dueño de Casa Aroca en un «piso de compromiso» que había en la Carrera de San Francisco, se encontró en las escaleras con el marido de la Chepa y con Paz, que iban a «echar la dormida» a la habitación de al lado. Todos se miraron y todos bajaron los ojos para no verse. Confiaban en que ninguno diría nada porque todos tenían por lo que callar, pero la condición de portera de la Domi acabó pudiendo más porque el cotilleo le quemaba por dentro. Se lo dijo a la Paleta; la Paleta, a la Juana; la Juana, a la Engracia; la Engracia, a la Paca; la Paca, a su nuera Pilar… y menos mal que cuando el chisme llegó a oídos de Paz quiso la suerte que no estuvieran en el 27 de la calle del Águila ni el marido de la Domi ni la mujer de Jesús.

Paz se fue a por la portera y le arreó un guantazo con la mano abierta y sin avisar.

—¡A quién llamas tú puta! ¡Puta tú!

¡Desgraciá! ¡Y te metes en tus asuntos, so pécora! ¡Que todos sabemos de tus idas y venidas con el de Casa Aroca! ¡En cuanto vuelva tu marido se va a enterar de por qué te metes entre pecho y espalda tan buenos cocidos!

—¡Dile tú algo a mi marido y la única que falta por enterarse se va a enterar! ¡Y la Chepa tiene peor leche que mi marido!

El asunto se zanjó con unos cuantos gritos más y sin que la Domi devolviera el bofetón. Un pacto de silencio entre el resto de los vecinos ayudó a que nunca se enteraran ni la mujer de Jesús ni el marido de la Domi.

Todas las viviendas tenían una única estancia de unos quince metros cuadrados donde encajaba todo en uno: cocina, dormitorio y comedor. Para comer, se apartaban los jergones contra la pared; para dormir, se retiraba la mesa y se extendían los colchones de paja. Solo Bernabé disfrutaba en su pisito de soltero de dormitorio separado, por eso cuando su sobrina la Rubia se echó novio y se arrejuntó, ocupó la habitación de su tío y Bernabé trasladó su colchón al comedor para sumarse a la costumbre de apartar la mesa cada noche y el catre cada mañana.

La vecindad era una piña, y empleaban el mismo entusiasmo en unirse contra una piojosa como para echar una mano a la propia piojosa. Cuando las uvas de la parra del patio estaban para comer, se cortaban y se repartían entre todos. Si alguien caía enfermo, ahí estaban los vecinos para que cuando viniera el médico por un asunto grave no se llevara mala impresión: uno sacando una toalla limpia, otro una pastilla de jabón a estrenar y el de más allá cooperando con su mejor jofaina llena de agua calentita. Menos la guarra de Paca. Esa, mejor que no aportara nada.

Alguna bronca aislada, que no pasaba a mayores, daba vidilla al patio; como cuando la Rosalía agarró de los pelos a Teresa la Paleta y la arrastró hasta el sumidero.

—¡Cincuenta veces te hemos dicho que el agua se tira aquí, guarra! —Y la Rosalía le empujaba la cabeza contra el desagüe—. ¡Cincuenta veces!

Teresa la Paleta vivía en el extremo opuesto del sumidero y nunca se acercaba hasta él para vaciar el barreño con el agua jabonosa y sucia. Todas las vecinas lavaban con el barreño en la puerta y luego pedían ayuda a la que estuviera por allí para acercarlo y vaciarlo. Menos Teresa. Ella terminaba de lavar, volcaba el agua sucia en su puerta y dejaba que atravesara el patio corriendo entre las piedras de pedernal que asomaban donde el cemento se había perdido. El jabón renegrido se secaba, se quedaba entre los cantos y había bronca.

—Tereeeesa… —le decían—, llámanos y te ayudamos a vaciar el barreño en el sumidero, como hacemos todas. Que dejas el patio perdido.

La Paleta solo dejó de hacerlo cuando vio cómo las gastaba la Rosalía.

No fue la única gresca que trajo el agua, y también con la Rosalía por en medio. Esta vez era la Rogelia la que se quejaba de que le empaparan la puerta de agua al aclarar la ropa en la fuente.

—¡Me estáis pudriendo la madera y me voy a cagar en la leche que os dieron a todos! —retumbó un día la voz de la Rogelia en el patio.

—Anda ya, Rogelia… si la casa te la dio el casero con la madera de la puerta podrida… Haber cogido otra que no estuviera al lado de la fuente —replicaba Rosalía—. Yo vivo al lado del retrete y me aguanto cuando tú cagas…

—Yo cago en mi casa, igual que tú te emborrachas en la tuya con tu madre…

—No empecemos, Rogelia… no empecemos. —Y la Rosalía se daba la vuelta para no enredarse más de la cuenta.

La madre de Rosalía acabó muriendo en una de las chispas que se agarraba, a veces mano a mano con su hija y a veces sola. Una tarde de invierno, cuando la Juana volvía a casa después de recoger su puesto de verduras, olió a carne quemada antes de enfilar la escalera hacia su casa. Entró al patio, siguió su olfato y llegó hasta la puerta de Rosalía. Metió la nariz por el ventanuco y se encontró a la madre borracha perdida y caída sobre el brasero.

—¡La madre de la Rosalía se está achicharrando! —gritó Juana en mitad del patio—. ¡Rosalía! ¡Rosalía! ¡Que tu madre se quema! ¡Paz! ¡Paz! —chillaba Juana, aporreando la puerta de al lado—. ¡Tu madre!

Pero la Rosalía estaba más achispada que su madre, con la cabeza metida entre los brazos y apoyada sobre la mesa. Ni sentía ni padecía. Y Paz no andaba por allí, así que, entre Bernabé, la Juana, el marido de Teresa la Paleta y la Domi, cargaron con la madre a la carrera hasta la casa de socorro de San Francisco dejando el revuelo en el patio. Unos vecinos arremolinados y repitiendo eso de: «Si es que se veía venir»; otros, intentando espabilar a la Rosalía. La madre murió de camino; eso dijeron, pero lo mismo la sacaron muerta de la casa.

La noche terminó de complicarse cuando la Juana regresó y se encontró a Miguel con su habitual mal vino, mala jeta y peor leche.

—¿Dónde está la cena?

—Miguel, no me calientes, que vengo de la casa de socorro… La madre de la Rosalía se ha muerto. ¿Es que no ves la que hay liada abajo?

—¡A mí me da igual si se muere la borracha de la Rosalía, la madre que la parió o Perico el de los palotes! Tú me pones a mí la cena porque eso es lo primero… se muera quien se muera…

—¿Y tú llamas borracha a la Rosalía? ¿Tú… que no te sostienes y te has vuelto a mear encima? Anda y no me busques… ¡que hoy no hay cena! —Y la Juana se dio la vuelta y tomó camino del patio.

Miguel, valiente solo cuando le amparaba el vino y tan traicionero como siempre, agarró un puchero de barro y le abrió la cabeza a la Juana en mitad del pasillo. Los gritos disolvieron la reunión de abajo y los vecinos tiraron escaleras arriba. Era la segunda vez en pocas horas que la Domi, Bernabé y la Juana, con una brecha que necesitó de doce puntos, visitaban la casa de socorro.

Aquella noche, nadie pegó ojo en el 27 de la calle del Águila.

La limpieza de los retretes también acarreaba alguna que otra querella. Era una faena que compartían todos y por riguroso orden según de qué puerta colgara «la trampilla», un trozo de madera con un cordel que la vecina que se había encargado de limpiar el retrete un día colgaba de la puerta consecutiva para que la responsable de agarrar la bayeta cumpliera con su obligación en la jornada siguiente. Tampoco es que robara mucho tiempo limpiar aquel cuchitril de un metro por un metro, adornado solo por una solitaria bombilla grasienta que colgaba de un cable remendado con esparadrapo renegrido. La bombilla hacía años que había dejado de lucir, pero tampoco había nada que ver: el retrete era un poyete forrado de baldosín de barro con un agujero en el centro. Solo lo usaban de día. Por las noches cada uno utilizaba en la intimidad de la casa un orinal que por la mañana vaciaba en la letrina común. Y ese era el problema.

—Mercedes… hoy tenías la «trampilla» y no has hecho el retrete.

—Yo no he dejado de hacer lo que tengo que hacer cada vez que me toca, pero la Engracia ha vaciado los orinales después de limpio y lo ha dejado perdido… No voy a limpiar dos veces el retrete, digo yo… —se revolvía Mercedes—. ¡Que lo limpie ella!

—Pues si te toca, te toca… Y encima le has colgado la «trampilla» a la Juana, que está recién parida…

—Ahí tienes razón, ¿ves? Y cuando tienes razón, tienes razón… De eso no me he dado cuenta… por la costumbre. Ya la quito y le hago yo mañana el turno.

La Juana no se encontraba en condiciones ni para limpiar retretes ni para soportar a Miguel, cabreado como estaba porque su mujer no se separaba de la faltriquera donde guardaba las cuatro perras con las que tendrían que aguantar hasta que pudiera volver a montar el puesto. Pretendía él invitar a unos chatos por el nacimiento de su hija, pero no le quedó otra que enredar a Luciano, uno de los taberneros de la calle San Millán, para que le fiara hasta el viernes, cuando cobrara el pintado de una fachada.

—Solo por esta vez, Luciano… que en tres días cobro. ¿Cómo no voy a convidar si acabo de ser padre? El viernes estoy aquí como un clavo y te pago esta ronda…

—¿Esta ronda? ¿Cómo que «esta ronda»? ¿Y las otras rondas? Mira, Miguel, no me tomes por pánfilo, que no hay fachadas en Madrid para pagarme lo que me debes —refunfuñaba Luciano mientras agarraba la frasca—. Te pongo un chato, pero a este invito yo para que tu criatura venga con suerte. Supongo que te habrás llevado un chasco… ¿no?

—Hombre… me hubiera gustado más un chico —contestó Miguel con gesto resignado y disimulando una sonrisilla por haber conseguido su vino.

—No, si no lo digo por eso. Ni siquiera me habías dicho que era una cría. Lo digo porque, conociéndote, te habrás quedado planchado al ver que traía un pan debajo del brazo en vez de un pellejo de vino…

Miguel aguantó la gracia y las risas del resto de los parroquianos con tal de que Luciano no se arrepintiera del convite, pero no tenía mucha correa para aguantar chuflas.

—Y bébetelo despacito, que no hay más. ¿Cómo está la Juana? —preguntó Luciano.

—Con la misma mala leche de siempre. Como se la pase a la niña, voy listo. No tenía bastante con una y me viene otra… Menudo regalito me han dejado los Reyes.

Y bebió a sorbitos, alargando el trago y el tiempo por si aquella tarde aparecía algún otro asiduo generoso que se quisiera estirar con unos cuantos vinos más. No hubo suerte. Todos tenían a Miguel más calado que los melones que vendía la Juana en Santa Isabel, y las fantasmadas con las que intentaba entretenerlos a base de recordar lances toreros y batallitas de trincheras a cambio de una tarde de chatos ya solo provocaban desinterés.

La Juana cuidaba de su niña Antonia con la inexperiencia propia de las primerizas, pero con más torpeza de la previsible. Tenía más maña con los repollos que con su hija, y la criatura acabó sufriendo alguna consecuencia que la dejó marcada de por vida. Ni una semana llevaba Antoñita en este mundo cuando Juana, en aquel frío enero de 1930, quiso calentar una camisita dejándola un buen rato arrimada al fogón para que cogiera calor; pero tanto la calentó, sin caer en la cuenta de que los botones de nácar se iban a recalentar de más, que cuando le puso la camisa el botoncito del cuello se le quedó agarrado a la piel. Los chillidos de la niña se oyeron hasta en el patio, pero la primera en llegar fue la Engracia.

—¿Qué has hecho ahora, Juana?

—¡Ay! ¡Que la niña se me ha quemado!

—¡Cómo se te va a quemar la niña! ¡La habrás quemado tú! Anda, bájate al patio y cógele a la Paleta una hoja de sábila de sus macetas… a ver si así no le sale ampolla. Recién nacida y ya la has marcado. Entérate de que no puedes tratar a la niña como si fuera una remolacha, que la vas a desgraciar…

—Si era para que estuviera calentita. Es que no me apaño, Engracia… no me apaño.

—Bueno, ya te apañarás, mujer… con el tiempo —intentaba animarla la Engracia después de la bronca—. Si esto nos ha pasado a todas…

Juana bajó a todo meter al patio y cortó un trocito de la hoja gorda del áloe de Teresa la Paleta con cuidado para no desgraciar mucho la planta, que no le gustaba que le tocaran sus tiestos. La Engracia untó la quemadura con unas gotas de la leche que soltaba la sábila. Dio igual. Aplacó el llanto, pero Antoñita lució el resto de su vida un perfecto redondelito en el cuello con forma de botón.

Y menos mal que la niña nació robusta y dispuesta a ser una superviviente, porque todavía tuvo que resistir en sus primeros días de vida a un medio ahogamiento en el barreño durante un baño, un vómito durante el sueño por estar colocada boca arriba y una caída del moisés al que su madre empujó sin querer con el culo en una de las peleas con Miguel. Esa cría, estaba visto, iba a trampear todas las zancadillas que la vida le iba a poner en el camino.

Quince días aguantó Juana con la niña. Había que volver al mercado, y en aquel invierno especialmente crudo no podía tenerla en el puesto. Imposible cargar con ella para ir temprano al mercado de la Cebada a por género, ni tenerla a la intemperie hasta las siete de la tarde, ni mucho menos pensar en dejarla con la abuela. Petra la Ciega no mostró especial interés por su nieta ni estaba en condiciones de cuidarla.

En la casa nadie podía echarle una mano para todo el día y durante toda la semana. Cada uno soportaba sus propias miserias, que no eran pocas, y bien estaba ayudar a la Juana en lo que se iba terciando, pero cargar con la niña mientras ella estaba en Santa Isabel de lunes a sábado… eso ya no. Juana tenía demasiada faena con las verduras y Miguel demasiado de lo mismo en la taberna. No quedaba tiempo para la pequeña.

La solución vino de la mano de la hermana de Miguel, Dora, la tía de Antoñita: Juana le pagaría una cantidad para que le atendiera a la niña, pero aquella atención acabó convirtiéndose en crianza. Dora fue más madre para Antonia que la propia Juana. Y lo hizo de mil amores. Si no se lo hubiera pedido, ella se habría ofrecido porque no le gustaba el ambiente que le esperaba a la recién nacida. «Sois dos salvajes —les recriminaba cada vez que podía—. Todo el día pegándoos a brazo partido».

Además de que unos pocos cuartos vinieran bien, Dora le estaba agradecida a la Juana. Su cuñada siempre se había portado bien con ella.

Fue Juana la que la sacó del asilo-colegio de huérfanas en el que la había dejado Miguel. No se entendía a qué vino llamar colegio a aquel hospicio, porque Dora salió leyendo a trompicones, escribiendo torcido y uniendo las letras malamente. Eso sí, las monjas le enseñaron a remendarse sus propios calcetines, a fregar, a pelar patatas… Aprendió el rosario de memoria, las réplicas en las misas… aprendió a encajar guantazos sin rechistar y con resignación cristiana, a ponerse en fila para el baño semanal… aprendió a planchar y aprendió a quemarse; aprendió a bordar chapuceramente y aprendió a pincharse… fregó sartenes, ollas, cacerolas… y también aprendió a no llorar.

Cuando cumpliera los dieciséis años, el asilo pondría a la joven Dora en la calle o le buscarían una casa para servir, y Juana pensó que, antes de que cayera vaya usted a saber dónde y en manos de sabe Dios qué clase de gente, ella le buscaría un trabajo por el barrio. Al fin y al cabo, era de la familia.

Dora encontró acomodo gracias a su cuñada, sirviendo en una lechería de la calle Torrecilla del Leal, a dos calles de donde Juana tenía el puesto. A cambio de limpiar y despachar, tenía cama, comida y quince pesetas al mes. Si Dora necesitara algo, Juana estaría cerca.

Pero el que se arrimó de más fue Rafael Pozuelo, un jovencito agraciado del barrio que aprovechaba para camelarse a la muchacha cada vez que se acercaba a comprar el cuartillo de leche diario, y que después de mucho requiebro y unos cuantos chocolates con churros los domingos cuando había perras suficientes, la dejó embarazada. Se acabó el servir, se acabaron los tres duros mensuales y se acabó el despacho de leche.

La mala noticia era que Rafael vivía con su madre. En la última puerta del tercer piso de la corrala de la calle del Espino número 6 terminaron compartiendo casa Dora, su suegra Dolores y Rafael, que era el que mantenía la casa ejerciendo de ebanista en un taller de la calle Fuencarral. Allí mismo, en la calle del Espino, nació su hija Amelia en 1925, así que cuando la familia acogió a Antonia cinco años después, la rolliza recién nacida se convirtió en el primer juguete de su prima y en el gran consuelo de Dora y Rafael. Era la segunda hija que no habían podido tener y que ya nunca tendrían por sus propios medios.

Dora estaba hueca, como de vez en cuando le recordaba con muy mala baba su suegra. «La vieja», que así la llamaba su nuera cuando no la oía, nunca perdonó que su hijo le metiera en casa a esa muerta de hambre procedente de un hospicio, y siempre creyó que aquella espabilada había ido a pescar a su Rafael. Dos años después del nacimiento de Amelia, Rafael volvió a dejar embarazada a Dora, pero, pasados tres meses, una hemorragia les hizo creer que habían perdido a la criatura. Los dolores los aguantó Dora como pudo porque «era lo normal», pero no acababa de levantar cabeza. Cayó en picado y la vida se le empezó a ir sin que nadie pusiera remedio. El médico al que llamaron también consideró normal la debilidad de Dora después del supuesto aborto, y no encargó más medidas que buenos caldos y compresas de agua fría en la cabeza y calientes en el vientre. Pero ni el mejor de los caldos hubiera podido remediar su mal. Fue una vecina del segundo piso de la corrala, María, la que, pese a que su instrucción se limitaba a firmar con una cruz, demostró tener más luces que el médico de los calditos.

—A la Dora se le ha ido el feto atrás y se está pudriendo por dentro. Llevadla al San Carlos o se os muere en casa… Hazme caso, Rafael, que la Dora se te muere… que lo sé yo. Que a mi madre también se le fueron atrás dos fetos.

—¿Atrás? ¿Dónde atrás? Pero si ella dice que ya echó lo que tenía que echar. Sabrá ella…

—Que te digo yo a ti que no. Que la criatura está dentro y muerta… y se va a llevar por delante a la Dora. Vete al San Carlos…

Como pudieron, cargaron con Dora hasta el hospital clínico San Carlos, casi al final de la calle Santa Isabel, y hasta allí llegó con un hilo de vida. Los médicos, después de abrir, le dijeron a Rafael que se fuera despidiendo: Dora había sufrido un embarazo extrauterino que no había sido tratado a tiempo. Si Rafael no entendió a María cuando le dijo que el feto «se había ido atrás», menos entendió eso de «extrauterino», pero el resumen de todo es que la vecina tenía razón y que Dora se moría a chorros por una infección interna provocada por aquella criatura que decidió instalarse donde no debía.

Pero Rafael estaba decidido a cumplir su palabra antes de que Dora se fuera. Dijo que se casaría y se casó. In artículo mortis, pero se casó. Allí mismo, en un extremo de aquel largo pabellón de agonizantes, con todas las camas alineadas con las cabeceras pegadas a los muros, Rafael y Dora contrajeron matrimonio delante de un juez sin que la novia supiera que estaba abandonando la vida a la vez que la soltería. La concurrencia no pasó de seis personas: Juana y Rafael con lágrimas en los ojos, la suegra haciendo esfuerzos para que se le escapara alguna, y con dos de los hermanos de Dora, Miguel y Urbano, haciendo de testigos. Al tercero, Germán, no lo encontraron. Andaba durmiendo una de sus melopeas en casa de la Carmen, pero allí no lo buscaron.

Un largo año estuvo hospitalizada Dora en el San Carlos, y estaba claro que no se quería largar de este mundo. Aguantó tres operaciones de las que los médicos advirtieron que, probablemente, no saldría viva, pero de las tres salió. Después de soportar en soledad varios años de hospicio, después de haber encontrado una familia… ¿iba a rendirse ahora? De eso nada. Dijo que salía y salió, para disgusto de su suegra que, encima, ya lo era de forma oficial. La dejaron hueca, como bien se encargaba de restregárselo la vieja cada vez que podía, pero superó el trance y la infección no pudo con ella.

A Dora la acompañaron el resto de sus días una fragilidad y una delgadez crónicas, pero la esterilidad pasó a segundo plano cuando su sobrina llegó para quedarse con ella. Los años que le esperaban a Antoñita en la corrala de la calle del Espino iban a ser los más plácidos de su infancia; una pena, porque fue precisamente de los que menos se enteró. Los tíos Dora y Rafael acabaron siendo sus padres y su seguridad, mientras Juana seguía a sus verduras y Miguel a sus vinos.

—Vosotros no habéis bautizado a la niña, ¿verdad? —preguntó un día Dora.

—Ya sabes que Miguel ha jurado no pisar nunca una iglesia —contestó Juana—. Y bautizarla… ¿para qué? ¿Para tener que dejarle tres pesetas al párroco? Si le pregunto a Miguel, dirá que es un desperdicio en agua, por muy bendita que sea, pudiéndolas gastar en vino.

—Habla con el párroco de la Paloma, Juana, que ya pongo yo las perras… y le hago de madrina, pero a la chiquilla hay que bautizarla. Además, no creo que sean tres pesetas.

—A ti te acostumbraron las monjas muy mal… No sé yo a qué viene tener que bautizarla, si ni siquiera nos han casado.

—Cuando nosotros bautizamos a Amelia en San Cayetano tampoco estábamos casados. Una cosa no quita a la otra, y además, lo bien hecho, bien parece.

—Pero seguro que el párroco de San Cayetano no tiene tan mala leche como el de la Paloma. Que no conoces tú a don Gregorio… que te niega hasta el saludo si no eres feligrés, y nosotros no pisamos por allí.

—Pero Rafael y yo sí estamos casados, y si lo están los padrinos, seguro que con eso se arregla. Si quieres, voy yo a hablar con él.

—Te estabas muriendo… lo mismo tu boda ni vale. Y encima no te casó un cura. Mira, haz lo que quieras… si quieres bautizarla, la bautizamos, pero a ver cómo convences a tu hermano.

Ni la religión ni las iglesias iban con Juana, aunque mantenía una incoherente costumbre que no dejaba de hacer ni un solo año por Semana Santa en compañía de sus vecinas de la calle del Águila: acudir a la iglesia de la Paloma para recoger de manos del párroco el agua bendita que luego se salpicaba por los cuatro rincones de su casa y evitar así que entrara el demonio. «Ni que el demonio fuera un zopenco y no supiera elegir mejores casas para quedarse», protestaba Juana cada año cuando las vecinas la avisaban para ir a cumplir con el rito. Pero iba, porque había que ir, aunque continuara rezongando durante los escasos cincuenta metros que separaban su casa de la Paloma. Tan cerca estaban, que el toque de campanas atronaba en el patio, y no había domingo que la vecindad no oyera a la Juana canturrear chuflas al compás del soniquete del tañido: «¡Cómo se la menean hoooooooy… cómo se la menean al señor cuuuuuura…!».

Tampoco Dora pisaba por misa ni se le había perdido nada en parroquia alguna, pero le daba no sé qué dejar a la niña sin bautizar. Para ella era algo que había que hacer porque había que hacerlo, así que se plantó en la iglesia de la Paloma y pidió hablar con el párroco. Le esperó sentada en los últimos bancos, y solo viéndole los andares ya le adivinó sus malas pulgas. Don Gregorio andaba por los sesenta años y nunca distendía el entrecejo, seguramente debido a una irritación retestinada por haberle tocado en mala hora aquella parroquia donde las tabernas tenían una feligresía mucho más devota que la que él reunía cada domingo. Apenas un puñado de beatas que siempre le contaban lo mismo en el confesionario.

Dora dobló la rodilla ante él, le besó la mano y después del obligado «Buenos días, padre», le dijo que venía a pedir hora para el bautizo de una sobrina recién nacida.

—¿Y por qué no han venido los padres? —preguntó don Gregorio con el ceño fruncido y las manos agarradas en la espalda.

—Están trabajando, padre, y me he ofrecido yo a venir. Es que viven aquí hace muy poco —mintió Dora para curarse en salud—, pero a mí me conoce don Marino, el párroco de San Cayetano. —Otra mentira—. Pregúntele usted por mí, por la Dora, que ya le dirá él que haré de buena madrina.

—No trato yo con don Marino. Bastante faena tengo con lo que me ha tocado… ¿Y por qué no la bautizan en San Cayetano?

—Porque a la niña le toca la Paloma. Nació aquí al lado, en la calle del Águila.

—¿Cuánto tiempo tiene?

—Tres semanas, pero parece que tiene más porque está muy hermosa…

—A mí, como si pesa kilo y medio. Dígales a los padres que traigan la partida de matrimonio y un duro.

—¿Un duro? Me han dicho que usted cobraba tres pesetas.

—Pues te lo han dicho muy mal. Y yo no cobro nada, el dinero es para las necesidades de la parroquia y para el volante del bautismo. Y son tres pesetas si el bautizo es temprano y de lunes a viernes…

—Es que el padre está ahora de pintor por Arganda —y venga mentiras— y la madre es verdulera en Santa Isabel… Andan trabajando. ¿No puede ser en domingo por las tres pesetas? Aunque sea temprano… o el sábado por la tarde.

—Esto no es un mercado y aquí no se regatea… Sábado y domingo, un duro. Dígales a los padres que vengan el día del bautizo, confesados y comulgados.

Y don Gregorio se dio media vuelta, siguió el pasillo entre los bancos, al llegar ante el altar hizo una rápida y rutinaria genuflexión, se santiguó y torció a la izquierda hacia la sacristía.

«Anda y que te dé un mal dolor…», masculló Dora mientras le veía desaparecer tras la puerta. Pues sí que tenía mala leche el tal don Gregorio… ¿Que se confesara su hermano? Pues como no le pillara en el quinto vino, iba listo. ¿Que comulgaran Juana y Miguel? Por ahí no iban a pasar. ¿Y de dónde iban a sacar la partida de matrimonio? ¿Y el duro? No, si al final el bautizo se iba a ir al guano.

La tía de Antonia no se rindió. Habría que apañarse con el bautizo de lunes a viernes y seguir regalándole mentiras al cura, pero a la chiquilla se la bautizaba como que ella se llamaba Dora. Las tres pesetas las tenía ahorradas y para lo de la partida habría que buscar una excusa.

Dos días después, Dora se presentó otra vez en la Paloma con Antoñita en los brazos, por si la presencia de la criatura ayudaba a facilitar las cosas con el cura.

—Sí que está bien comida la niña… —fue lo primero que dijo don Gregorio.

—Nació así de rolliza, con cinco kilos. Bueno, ahora debe de andar ya por casi seis. Y mire qué guapa… He traído las tres pesetas, padre, pero ayer estuvimos a por la partida de matrimonio y no nos la han dado. La iglesia se les quemó en el año 28 y dicen que no guardan nada… Es que los padres vienen de otro barrio, por Cuatro Caminos, y se casaron allí. Nos han dicho que también podemos ir a pedir el volante a otro sitio, pero que tardan en darlo. ¿Y si mientras le pasa algo a la niña? No vamos a dejarla sin bautizar porque falte un papel. ¿No podemos arreglarlo? He traído las tres pesetas, padre. —Dora intentaba ablandar al párroco para que no permitiera que la nueva parroquiana se quedara en el limbo, porque ya sabría él que en aquel barrio una cuarta parte de los chiquillos no llegaba a cumplir el año.

Ir a la siguiente página

Report Page