Antifa

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Antifa. El manual antifascista

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Cada vez que empieces a pensar que hay un buen motivo para anular la invitación de alguien a hablar, sea mediante la violencia o por cualquier otro medio, pregúntate lo siguiente: ¿quién decide? Porque una vez que otorgas el derecho a impedir que alguien hable, le estás otorgando a otra persona el derecho a tomar esa decisión. Y ese alguien puede, en un momento dado, decidir impedírselo a los comunistas. O a los manifestantes contra la guerra. O a los gais. O a los sociobiólogos. O a los judíos que apoyan el Estado de Israel. O a los musulmanes. No quiero que nadie tenga ese poder. Y nadie en la izquierda debería quererlo tampoco.[385]

La cuestión es saber dónde se pone el límite. El argumento se basa en la asunción de que este existe, que se puede marcar y que no es arbitrario. Es decir, una vez que cae la primera ficha, el efecto dominó lleva inevitablemente hacia el «totalitarismo». Por lo tanto, según esta lógica, es mejor no empezar siquiera.

A primera vista, este argumento parece especialmente convincente en el caso del fascismo. Es un fenómeno que a menudo se ramifica, para conseguir el apoyo de los conservadores o para infiltrarse en ambientes de izquierda. Académicos y militantes por igual tienen problemas para definirlo. ¿Cómo puede ser posible identificarlo con claridad suficiente como para suprimirlo sin hacer peligrar otros discursos que no son fascistas? Este razonamiento no carece de valor. Pero a pesar de ciertas discrepancias en su interpretación, los antifascistas están de acuerdo, en general, en sus grandes rasgos: el patriarcado, el supremacismo blanco, el autoritarismo, etc. En la práctica, el militante medio arriesga su bienestar físico y su libertad individual para enfrentarse a los nazis. Al final está mucho más versado en los matices que diferencian a los distintos tipos de fascismo y a sus homólogos del centroderecha que la mayoría de los comentaristas, con toda su arrogancia moral. Es más, el antifascismo militante se desarrolla generalmente a partir de presupuestos defensivos, y no ofensivos. Ya se encargan los propios nazis de trazar ese límite político no arbitrario, a base de navajas y puños. La práctica de «negar tribunas» a los fascistas solo puede tener el riesgo de derivar en un comportamiento parecido para otros colectivos, como los homosexuales, si se separa por completo la táctica de su base política. Algo en lo que son especialistas los comentaristas liberales.

En su artículo en Mother Jones, Kevin Drum se pregunta: «¿Quién decide?». Es un interrogante válido. Puede parecer una cuestión irresoluble si se la considera de modo analítico y abstracto, separada de todo contexto y planteamiento político. Pero los confines del debate son más claros cuando se toma este en un marco histórico. Los esfuerzos para impedir que los fascistas tengan alguna tribuna no surgieron con personas individuales. Nadie decidió de repente, de forma arbitraria, que «no estaba de acuerdo» con los fascistas y quería silenciarles. Por el contrario, aparecieron como parte de una lucha histórica, a menudo librada en defensa propia por movimientos de izquierdas. Por judíos. Personas que no son de raza blanca. Musulmanes. Personas queer y transgénero y otros grupos similares. Quieren asegurarse de que los fascistas no llegan a tener bastante poder como para asesinarlos. Estos esfuerzos son el resultado de varias generaciones de luchas transnacionales, no un experimento mental.

En un nivel más fundamental, esta pregunta se refiere al origen de la legitimidad política. El antifascismo militante supone un desafío al monopolio estatal de esta. Presenta un argumento político a favor de la soberanía popular ejercida desde la base. Y al hacerlo así, sostiene sin ambages que sus propuestas políticas son correctas. Los antifascistas no aceptan la noción liberal de que todas las «opiniones» políticas son equiparables. Cuestionan sin dudar la legitimidad del fascismo y de las instituciones que lo apoyan. Desde su punto de vista no se trata de fijar un límite neutro, que las propuestas de la extrema derecha no podrían traspasar, sino de transformar la sociedad por completo. Destruir todas las formas de represión. Para los antifascistas, socialistas revolucionarios, lo que hay que preguntarse es: «¿Quién va a ganar esta lucha política?».

En el debate acerca de la «libertad de expresión» los críticos del antifascismo no tienen nunca en cuenta las circunstancias concretas de la actuación de este. Demuestran así que se plantean el tema desde un punto de vista exclusivamente analítico. Según sus disquisiciones, impedir los esfuerzos organizativos de los supremacistas blancos deriva de forma inevitable en reprimir a «todo aquel con el que no se esté de acuerdo». Como dice Drum, a los «sociobiólogos». Entonces sería lógico pensar que esto ha ocurrido a menudo a lo largo del último siglo de militancia antifascista. Pero los comentaristas liberales ni siquiera se plantean hacer una investigación empírica de este tipo. Hablan sin saber. Se refieren a la táctica de «negar tribunas a los fascistas» como si fuese una propuesta nueva que algunos radicales dementes han decidido probar. De forma espontánea. Sin antecedente alguno.

No obstante, si se considera el recorrido histórico del antifascismo, se puede descubrir un patrón constante. Tan conocido para sus integrantes que es hasta molesto: si descienden los esfuerzos organizativos de los fascistas en una zona, también lo hace la militancia antifascista. El Grupo 43 le dio cera a los fascistas del Movimiento por la Unidad de Mosley hasta que el partido desapareció. No fue luego a por los conservadores, sino que se disolvió. En 2003, el militante de ARA, Rory McGowan, escribió: «Si no hay presencia o actividad nazi notable, los grupos de ARA se vuelven inactivos».[386] SCALP de Besançon logró impedir que los grupos satélite de Blood and Honour en la zona, Radikal Korps y el Bunker Korps de Lyon siguieran organizando conciertos de rock racista. El movimiento nazi local se disolvió luego por rencillas internas. Pero los antifascistas no fueron a por el siguiente grupo de conservadores, empezando por la derecha. Se disolvieron a su vez. A finales de la década de 1990 el fascismo noruego estaba en buena medida erradicado. Los militantes del país dedicaron la mayor parte de su tiempo a vigilar a los nazis de Suecia, en colaboración con sus compañeros escandinavos. No a atacar a la siguiente facción en orden progresivo desde la extrema derecha.

Es bien conocido el hecho de que la longevidad de la mayor parte de grupos antifascistas viene determinada por la actividad de sus oponentes. Hasta el punto de que esta es una crítica habitual a la forma de organización del movimiento. Muchos militantes se quejan de lo difícil que resulta mantener la participación en las épocas en que la presencia fascista es baja. Si el antifascismo pretendiese hacer callar a todos los que sostienen «puntos de vista alternativos», entonces se deberían encontrar ejemplos tangibles. En los últimos cien años, algún grupo habría puesto en marcha este efecto dominó. Por el contrario, el registro histórico apunta precisamente en el otro sentido. Estoy de acuerdo con los antifascistas militantes en que la ilegalización estatal del nazismo no es deseable. Pero en los países europeos en los que se han prohibido el odio racial, el nazismo y la negación del Holocausto, por muy hipócritas o defectuosas que sean este tipo de restricciones, no se ha caído por ello, de repente, en un autoritarismo distópico. La presunción estadounidense de que cualquier límite político a la libertad de expresión es inaceptable no se sostiene, a la luz de esta evidencia.

La alternativa liberal al antifascismo militante es tener fe en la capacidad del debate racional, de la policía y de las instituciones del Gobierno para impedir la llegada al poder de un régimen fascista. Como ya ha quedado claro, este modelo fracasó en múltiples ocasiones importantes. Las limitaciones del «antifascismo liberal» están demostradas. La estrategia de apaciguamiento que siguieron los aliados antes de la Segunda Guerra Mundial fracasó. A la luz de estos dos hechos se puede argumentar, de forma muy convincente, que si se permite al fascismo desarrollarse y crecer se corre el riesgo comprobado de caer en el «totalitarismo». Si no les paramos cuando son un grupo pequeño, ¿lo hacemos cuando tenga un tamaño medio? Y si no les paramos cuando son medianos, ¿cuando sean grandes? ¿Cuando ya estén en el Gobierno? ¿Hay que esperar a que las esvásticas cuelguen de los edificios públicos para defendernos?

Pancarta en una manifestación contra el Hogar Social en Madrid, en mayo de 2017 (fotografía del autor).

Pongámonos en el peor de los casos para los críticos liberales. Este implica la total supresión del fascismo y de las organizaciones explícitamente declaradas como supremacistas blancas. ¿Cómo puede esta perspectiva ser peor que permitir que prolifere este tipo de grupos? Un estudio psicológico reciente de la Universidad de Kansas llegó a la conclusión de que «los prejuicios raciales explícitos son predictores fiables de la “defensa del derecho a la libertad de expresión” de los racistas […]. Es un caso de racistas defendiendo a racistas».[387] Esta conclusión no invalida de forma automática el argumento liberal. Pero debería hacernos pensar más allá de los principios mismos que se están tomando en consideración. Hay que darse cuenta de que el racismo es un motivo subyacente muy común.

Finalmente, merece la pena añadir que el antifascismo militante no es sino un aspecto de un proyecto revolucionario de mayor calado. Muchos de sus grupos no se movilizan solo contra el fascismo. Buscan combatir todas las formas de la opresión, tales como la homofobia, el capitalismo, el patriarcado y demás. Entienden que el fascismo es solo la versión más virulenta de unas amenazas sistémicas más amplias. Cuando hablé con los miembros de Pavé Brûlant, en Burdeos, no dejaron de insistir en que todos los partidos políticos principales de Francia presentan aspectos cercanos al fascismo. Dijeron que el Frente Nacional sirve para distraer la atención de la sociedad de las características casi fascistas de los demás partidos. Aunque se centran en combatir a los grupos de extrema derecha, Pavé Brûlant es uno de los muchos colectivos antifascistas que combaten las ideas cercanas al fascismo dondequiera que surjan, como parte de una estrategia integral.[388]

Eso no quiere decir, necesariamente, que pretendan aplicar las mismas tácticas a segmentos cada vez mayores del panorama político. Simplemente, es que son revolucionarios. Es un poco surrealista ver a los comentaristas liberales rasgarse las vestiduras solo porque se ha impedido dar un discurso a un nazi. La ideología de los antifascistas defiende la expropiación global de la clase dirigente capitalista y la destrucción (o toma) de todos los Estados existentes por medio de un levantamiento popular internacional, que la mayoría piensa que va a implicar alguna forma de enfrentamiento violento con las fuerzas del Estado.

Si les parece que «negar tribunas» está mal, espera a que les hablemos de la guerra de clases.

¿Acaso no hay que combatir el «error» con la «verdad»?

Una objeción a la táctica de «negar tribunas» a los fascistas, o a limitar su derecho a expresarse libremente en general, proviene de la influyente obra del filósofo británico John Stuart Mill Sobre la libertad. Es una apasionada defensa de la libertad de expresión. En ella Mill dice que, incluso cuando la opinión que se suprime es completamente falsa, «a no ser que se permita que sea, y lo sea de hecho, debatida con vigor y honestidad, será sostenida a la manera de un prejuicio por la mayoría de las personas que la defiendan». Según Mill, «la percepción más clara y la impresión más viva de la verdad se obtienen de su enfrentamiento con el error».

Esto aconsejaría, por ejemplo, presentar puntos de vista a favor y en contra de la esclavitud. Como si fuesen opiniones moralmente equivalentes que la sociedad puede evaluar. Se pueden enseñar el Holocausto, la esclavitud o el genocidio de las poblaciones nativas dentro de un contexto antirracista y anticolonial amplio, mediante fuentes primarias de dueños de esclavos, nazis o colonos, de modo que la perspectiva antirracista resulte enriquecida y profundizada. Eso es algo muy diferente a dar validez a la violencia del genocidio y del supremacismo blanco mediante una defensa «vigorosa y honesta» de la condición de seres humanos de las personas indígenas, de raza negra o judías.

A pesar de las aspiraciones racionalistas que impulsaban a Mill y a sus coetáneos, la mayoría de las personas sostienen siempre sus creencias «a la manera de un prejuicio», como dice el propio Mill. Muy pocas se paran a examinar realmente las connotaciones filosóficas, políticas y sociológicas de los valores que les son más importantes. Incluso en el caso de que lo hagan, la mayoría son mucho menos autoconscientes de lo que les gusta imaginar. Las normas sociales no se cambian mediante procesos racionales de análisis. Se transforman gradualmente a través de una lucha constante entre intereses enfrentados. A su vez, estos son moldeados de forma continua por factores económicos y sociales cambiantes. Aunque desde luego hay formas diversas de entenderla, la opinión generalizada de que «el racismo es malo» solo surgió después de que las personas de razas diferentes a la blanca lucharan durante generaciones. Hoy en día, esta opinión se ha difundido ampliamente en la sociedad. Junto con el consenso histórico de que la esclavitud y el Holocausto fueron atrocidades inenarrables. Idealmente, todo el mundo debería dedicar una buena cantidad de tiempo y de energía mental a interiorizar las razones de estas tragedias y su impacto en la historia. Pero la mayoría de las personas no van a realizar esta reflexión. Por ello, el éxito de los movimientos sociales a la hora de fijar unos niveles básicos de sentimiento antirracista en los «prejuicios» irracionales de la sociedad constituye una defensa muy importante frente a los intentos de la derecha alternativa de desplazar el centro de gravedad hacia un prejuicio irracional más cercano a la supremacía blanca. El antirracismo «irracional» es preferible al supremacismo blanco razonado.

¿Acaso «negar tribunas» a los fascistas no erosiona la libertad de expresión, de modo que se perjudica a la izquierda más que a la derecha?

Si se entiende esto en un sentido legalista, como pedir que el Gobierno prohíba los tipos de discurso que no le resultan aceptables, entonces desde luego que sí. Por ejemplo, la Ley de Orden Público de Gran Bretaña se utilizó contra el Frente Nacional. Pero también para sofocar la huelga de mineros de 1984-1985.[389] Países europeos como Alemania cuentan con leyes contra el nazismo y la negación del Holocausto. Pero a menudo limitan también el lenguaje revolucionario de la izquierda. Por eso los antifascistas alemanes consideran que el poder del Estado es un enemigo, no un aliado. Por eso intentan impedir los esfuerzos organizativos de los nazis mediante la acción directa, sin presentar solicitudes al Gobierno.

En todo caso, independientemente de lo que diga la izquierda, la evidencia histórica es clara al respecto. El Estado se inventa alguna excusa cuando la necesita. Si la izquierda radical amenaza los intereses de las élites, ha habido y habrá represión, ni más ni menos. Se podría decir que el antifascismo militante erosiona el apoyo público a la libertad de expresión. A su vez, esto reduciría la disposición de la población a ayudar a la izquierda cuando empezase la represión contra ella. Pero el argumento de los antifascistas no gira, principalmente, en torno a la estrategia de «negar tribunas». Se trata sobre todo de entender al fascismo como un enemigo político con el que no se puede convivir.

En realidad, incluso ese argumento no es más que un primer peldaño en la defensa más general de una conciencia socialista revolucionaria. Si el antifascismo funciona, la izquierda crece y se hace más poderosa. Lo que a su vez es clave para resistir la represión.

Impedir que los nazis se expresen te hace ser igual que ellos.

Es un hecho histórico que los nazis y otros fascistas prohíben los actos de sus oponentes de izquierda. Por eso hay quien dice que cualquier persona que impide una actividad política, aunque sea de carácter nazi, es, consecuentemente, un nazi. También se sabe que los fascistas son nacionalistas. Empiezan guerras y construyen cárceles. ¿Quiere eso decir que los anarquistas pueden acusar a los liberales que hacen esas cosas de ser fascistas? No se puede definir una ideología en base a un único atributo. Los liberales apoyan limitar la libertad de expresión mucho más de lo que lo hacen los antifascistas. Pero se imaginan que son los guardianes del derecho a expresarse libremente. En consecuencia critican los planteamientos políticos no liberales del antifascismo y los equiparan a los planteamientos políticos no liberales de los fascistas.

Que la principal objeción que alguien tiene al nazismo sea la prohibición de los actos de la oposición dice más sobre sus planteamientos políticos que sobre aquellos a quienes critica. Los antifascistas no se oponen al fascismo porque no sea liberal, en un sentido abstracto. Sino porque promueve la supremacía blanca. El heteropatriarcado. El ultranacionalismo. El autoritarismo y el genocidio.

¿Qué ocurre con los principios antifascistas en la universidad?

Desde la década de 1960 ha habido diferentes oleadas de movimientos sociales. Desde el movimiento por los derechos civiles o el de defensa de los derechos de gais y lesbianas al más reciente por los de las personas transgénero. Todos ellos han hecho que las universidades estadounidenses sean más inclusivas y «diversas». La mayoría de los progresistas en Estados Unidos atribuyen a la idea de «diversidad» un contenido político antirracista y antisexista. Pero cuando se toma el término como una abstracción apolítica puede adquirir connotaciones reaccionarias. Por ejemplo, en la revista Time, el director del grupo conservador Americanos Jóvenes por la Libertad alaba los avances en materia de «diversidad» racial y de género en la enseñanza superior. Dice que «la diversidad de pensamiento», entendida como una actitud permisiva hacia los discursos, es un bien social análogo. Incluso cuando se usa esa libertad de expresión para deshacer los avances en diversificación racial y de género.[390] Es decir, emplea la abstracción apolítica de la idea para socavar el contenido político que los progresistas han querido imbuir en el término.

Esto solo sirve para poner de relieve un aspecto. Habitualmente, se representan las victorias de las universidades en materia de justicia social como actualizaciones de una moralidad colectiva sin contenido político. Generaciones de activistas han obligado a los rectorados a crear departamentos de estudios étnicos. De estudios de género y de mujer. O a contratar más docentes de razas distintas a la blanca. Estos militantes saben que sus luchas y los valores que encierran son completamente políticos. Estos logros no suponen una «neutralidad» más perfecta. Consisten más bien en la adopción de ciertos principios básicos feministas y antirracistas. Las universidades fueron obligadas a preocuparse cada vez más por la «diversidad». Pero también transformaron la adhesión gradual a las exigencias de las personas excluidas en una oportunidad de vender sus lucrativas instituciones. Un nuevo mercado de pluralismo progresista.

Han hecho compromisos institucionales de aportar recursos y apoyo a estudiantes del colectivo LGTBQ. Para la apertura de casas culturales africanas. O para crear becas dirigidas a estudiantes indocumentados. Todos ellos carecen de sentido si esas mismas instituciones facilitan una tribuna a individuos o grupos que no solo niegan la humanidad de esos colectivos, sino que organizan de forma activa movimientos para eliminarlos físicamente. ¿Cómo puede una universidad anunciar los recursos que ofrece a estudiantes transgénero en materia de salud mental y luego permitir a Milo Yiannopoulos que instigue públicamente al odio contra esos mismos estudiantes?

Si las universidades no proclamasen su adhesión a ciertos valores normativos, no estarían cayendo en contradicción alguna. Pero quienes hemos pasado muchos años en campus de todo el país sabemos cómo se ha institucionalizado el multiculturalismo progresista. Y, lo que es más importante, cómo se ha comercializado. Los rectores no pueden decir que les preocupan los excluidos cuando les hacen la pelota a los patrocinadores, a la vez que apoyan el derecho de unos intolerantes a perorar sobre la inferioridad biológica de esas mismas personas. Ulrich Baer, vicerrector de la Universidad de Nueva York, dice con razón que las «salvaguardas a la libertad de expresión» se terminan cuando «implican que se va a atacar, degradar o cuestionar sin cortapisas la humanidad de alguien o su derecho a participar en la conversación política como agente social».[391] El abogado Noah Schabacker señala también que las universidades tienen la «obligación legal» de prohibir la presencia de oradores como Yiannopoulos. Deben cumplir los dictámenes del artículo VI de la Ley de Derechos Civiles y del artículo IX de la Enmienda Educativa, que exigen que los centros de enseñanza erradiquen la discriminación en base al género y a la raza.[392]

Independientemente de estas legalidades, el «derecho» a cuestionar la humanidad de otras personas tiene consecuencias. El 20 de mayo de 2017, un alumno de la Universidad de Maryland, supremacista blanco y perteneciente al grupo de Facebook Alt-Reich, apuñaló y asesinó a Richard Collins III, un estudiante de raza negra. Este asesinato se produjo tras una serie de incidentes, cada vez más graves, a raíz de la toma de posesión de Donald Trump. Implicaban propaganda racista y nudos de horca colocados por el campus. Muchos estudiantes en Maryland concluyeron que había una relación directa entre la «actitud pusilánime del rectorado ante los panfletos racistas, llegando a calificar el discurso de odio como “libertad de expresión”», y el asesinato de Collins.[393] Defenderse frente a la violencia de los supremacistas blancos en la universidad requiere que nuestros movimientos exijan a las instituciones de enseñanza superior que adopten el antirracismo, de forma declarada e inequívoca.

[369] Megan McArdle, «Berkeley once stood for free speech. Now it rolls over» [En una ocasión, Berkeley defendió la libertad de expresión. Ahora es al revés], BloombergView, 21 de abril de 2017, en https://www.bloomberg.com/view/articles/2017-04-21/berkeley-once-stood-for-free-speechnow-it-rollsover; Peter Beinart, «Milo Yiannopoulos tested progressives and they failed» [Milo Yiannopoulos ha puesto a prueba a los progresistas y han fallado], The Atlantic, 3 de febrero de 2017, en https://www.theatlantic.com/politics/archive/2017/02/everyone-has-a-right-tofree-speech-even milo/515565/; «The no free speech movement at Berkeley» [El movimiento contra la libertad de expresión en Berkeley], Los Angeles Times, 2 de febrero de 2017, en http://www.latimes.com/opinion/editorials/la-ed-milo-berkeley-20170203-story.html; Amy B. Wang, «Ann Coulter finds an unlikely ally in her free-speech spat with Berkeley: Bill Maher» [Ann Coulter encuentra un aliado inesperado en su pelea por la libertad de expresión con Berkeley: Bill Maher], The Washington Post, 22 de abril de 2017, en https://www.washingtonpost.com/news/arts-and-entertainment/wp/2017/04/22/ann-coulter-finds-an-unlikely-ally-in-her-free-speechspat-with-berkeley-bill-maher/?utm_term=.2d0976e9529b; Cheryl K. Chumley, «Coulter, Milo, Rice and the loss of free-thinking at colleges» [Coulter, Milo, Rice y la pérdida del pensamiento independiente en las universidades], The Washington Times, 20 de abril de 2017, en http://www.washingtontimes.com/news/2017/apr/20/ann-coulter-milo-rice-and-loss-free-thinking-colle/; Marc Randazza, «Dear Berkeley: even Ann Coulter deserves free speech» [Querido Berkeley: incluso Ann Coulter se merece tener libertad de expresión] CNN, 24 de abril de 2017, en http://www.cnn.com/2017/04/24/opinions/ann-coulter-berkeley-free-speechrandazza-opinion/.

[370] Steve Chapman, «Ann Coulter and the un-free speech movement at Berkeley» [Ann Coulter y el movimiento contra la libertad de expresión en Berkeley], Chicago Tribune, 21 de abril de 2017, en http://www.chicagotribune.com/news/opinion/chapman/ct-berkeley-free-speech-ann-coulterperspec-0424-md-20170421-column.html.

[371] John Boaz (ed.), Free speech [Libertad de expresión], Detroit: Thomson Gale, 2006, pp. 88, 92, 127; Reporteros Sin Fronteras, en https://rsf.org/en/ranking.

[372] Boaz, Free speech, p. 198.

[373] Timothy Garton Ash, Free speech: ten principles for a connected world [Libertad de expresión: los diez principios de un mundo conectado], New Haven: Yale University Press, 2016, p. 1.

[374] Ibid., p. 75

[375] C. Edwin Baker, Human liberty and freedom of speech [Libertad humana y libertad de expresión], Nueva York: Oxford University Press, 1989, p. 7.

[376] Ash, Free speech, p. 75.

[377] Entrevista con Job Polak, marzo de 2017.

[378] http://rosecityantifa.org/faq/.

[379] Ibid.; entrevistas con Kieran, Paul Bowman y Niccolò Garufi.

[380] Entrevista con Rasmus Preston.

[381] Réseau No Pasaran, Scalp, p. 15.

[382] Entrevista con Antifa de Indiana.

[383] Entrevistas con Gato, Malamas Sotiriou, Yiorgos y Eliana Kanaveli; http://www.wsm.ie/c/no-platform-fascism-anarchism-wsm.

[384] Entrevista con Joe.

[385] Kevin Drum, «The most important free speech question is: who decides?» [La pregunta más importante en relación a la libertad de expresión es: ¿quién decide?], Mother Jones, 27 de abril de 2017, en http://www.motherjones.com/kevin-drum/2017/04/most-important-free-speech-question-whodecides.

[386] Rory McGowan, «Claim no easy victories» [No te cuelgues medallas], The Northeastern Anarchist, 2003, en https://theanarchistlibrary.org/library/rory-mcgowanclaimno-easy-victories.

[387] «Research shows prejudice, not principle, often underpins “free-speech defense” of racist language» [Un estudio demuestra que, a menudo, son los prejuicios y no los principios los que se hallan en la base de la «defensa de la libertad de expresión» del lenguaje racista], KU Today, 3 de mayo 2017, en https://news.ku.edu/2017/05/01/research-shows-prejudice-not-principle-often-underpins-free-speech-defense-racist.

[388] Entrevista con Pavé Brûlant.

[389] Iain Channing, The police and the expansion of public order law in Britain 1829-2014 [La policía y la expansión de la ley de orden público en Gran Bretaña, 1829-2014], Londres: Routledge, 2015, p. 17.

[390] Cliff Maloney Jr., «Colleges have no right to limit students’ free speech» [Las universidades no tienen derecho a limitar la libertad de expresión de los estudiantes], Time, 13 de octubre de 2016, en http://time.com/4530197/collegefree-speech-zone/.

[391] Ulrich Baer, «What “snowflakes” get right about free speech» [En qué tienen razón los «quejicas» sobre la libertad de expresión], The New York Times, 24 de abril de 2017, en https://www.nytimes.com/2017/04/24/opinion/what-liberal-snowflakes-get-right-about-free-speech.html.

[392] Noah Schabacker, «Schools have a legal obligation to keep harassers like Milo off campus» [Los centros educativos tienen la obligación legal de impedir que acosadores como Milo entren en la universidad], Rewire, 26 de mayo de 2017, en https://rewire.news/article/2017/05/26/schools-legal-obligation-keep-harasserslike-milo-off-campus/.

[393] Dave Zirin, «A lynching on the University of Maryland campus» [Un linchamiento en el campus de la Universidad de Maryland], The Nation, 22 de mayo de 2017, en https://www.thenation.com/article/lynchinguniversity-maryland-campus/.

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Estrategia, (no) violencia

y antifascismo cotidiano

«¡Oye! ¿Eres de los Caballeros Blancos?», le gritó Gator, un joven skinhead, nativo americano y grafitero, a un cabeza rapada adolescente blanco que iba por la otra acera. Gator cruzó la calle junto con su acompañante Kieran, que entonces tenía 16 años. Se lo preguntó otra vez: «¿Eres de los Caballeros Blancos?». Se trataba de un nuevo grupo de cabezas rapadas, blancos y racistas, que hacía poco habían empezado a intimidar a punks y a personas que no eran de raza blanca en Mineápolis, a finales de la década de 1980. Gator y Kieran eran miembros de un pequeño colectivo de skinheads antirracistas, conocidos como los Baldies. Estaban decididos a enfrentarse a ellos. Con el paso del tiempo, sus integrantes formaron Acción Antirracista, que acabó por extenderse hasta formar una red nacional. Mucho antes de este ambicioso desarrollo, Gator le enseñó a Kieran una estrategia «genial» para enfrentarse a adolescentes supremacistas, fácilmente sugestionables.

—¿Qué? ¿Lo eres? —preguntó Gator de nuevo.

—Sí —respondió el chico.

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