Annabelle

Annabelle


Ese día

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Ese día

Nunca más. Annabelle se había prometido no llamarlo nunca más. Y, aun así, allí estaba, detrás del gimnasio del instituto, fumando y marcando su maldito número con la otra mano. Respondió al primer tono:

—Belle —susurró—, ahora no puedo hablar. ¿Te llamo luego?

—¿Para qué? —repuso ella—. Ya me lo has dejado todo bien clarito en tu bonito mensaje.

—Te llamo luego.

—Ni se te ocurra. —Annabelle estaba a punto de llorar—. Todo lo que me decías…, ¿no eran más que…?

—No —respondió—. No lo eran, pero tienes que pensar en mi situación. Ya sabías desde el principio que…

—¡Cállate! —Y nada más soltárselo le brotaron las lágrimas—. ¡Vete a la mierda! ¡Eres un puto cobarde!

Luego, antes de que él continuara con más excusas y mentiras de las suyas, le colgó. Con manos temblorosas encendió otro cigarrillo mientras pensaba en el error que había cometido unas semanas atrás. Probablemente eso le hiciera comprender lo cara que podía salirle su relación con ella. Él le había dicho que su mujer se había ido de viaje, cosa que Annabelle entendió como una invitación. Pero no recordaba haberle oído comentar que dos de los niños se habían quedado. De haberlo sabido no se habría presentado en su casa para darle una sorpresa.

La clase de sueco ya había empezado, pero ¿cómo coño iba a poder concentrarse en analizar un texto cuando todo su mundo se estaba derrumbando?

Oyó el sonido de un mensaje en el móvil. Era de Rebecka:

¿Dónde andas?

Dando una vuelta, estoy hecha un lío.

Si tu madre se entera de que haces pellas, no te dejará ir a la fiesta esta noche.

¿Qué más da? De todos modos no me dejará…

Pero es que ni siquiera te dejará venir a mi casa. ¡¡¡Ven a clase ya!!!

OK.

Annabelle apagó el cigarrillo y entró en el instituto. En el pasillo de la planta superior se cruzó con William. Lo saludó con un leve movimiento de cabeza y él le correspondió de la misma manera. Resultaba raro que dos personas que habían estado tan cerca la una de la otra pudieran convertirse, de la noche a la mañana, en perfectos extraños. Por un instante pensó en darse la vuelta y gritarle que se arrepentía de todo, que había metido la pata, que lo necesitaba, que lo quería de verdad. Pero no lo hizo. Primero porque eso sólo empeoraría las cosas, y segundo porque ya no creía que fuera verdad.

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