Annabelle

Annabelle


Allí y entonces

Página 31 de 90

Allí y entonces

A Alice nunca le deja de fascinar que su casa y la de Rosa, construidas exactamente igual, puedan ser tan diferentes por dentro. En casa de Rosa hay cortinas en lugar de puertas. En la parte de atrás tienen una campana de tubos que suena con el viento, y en la cocina no hay mesa. La comida la piden de la pizzería de la esquina.

¿Cómo se lo pueden permitir? ¿No es demasiado caro?, pregunta Alice. Rosa le contesta que les hacen un descuento. Además, su madre, de hecho, trabaja y gana dinero. Lee las cartas. «No te puedes imaginar —le explica Rosa— lo que la gente está dispuesta a pagar para conocer su futuro».

En el cuarto de baño de Rosa hay frascos marrones con pastillas. Rosa le enseña sus favoritas, unas pastillas naranjas y alargadas que son difíciles de tragar. Son mágicas, sentencia, porque cuando te las tomas te quedas supertranquila por dentro. Le da una a Alice y, acto seguido, ella se toma otra. Rosa tiene razón, piensa Alice, porque de pronto la invade una absoluta calma; al cabo de un rato es como si una suave alfombra de algodón se hubiese extendido sobre su pecho, y Alice se olvida de las rotas y doloridas articulaciones de su madre, y también de su padre, que nunca vuelve. Todo se tranquiliza, se sosiega, y su cuerpo se llena de un calor reconfortante. ¿Qué pastillas son?

Rosa se encoge de hombros. No lo sabe. Lo único que sabe es que cuando se las toma es feliz… ¿Qué más se necesita saber?

Las interrumpe el grito de la madre de Rosa.

—¿Qué pasa, mamá? —Rosa se levanta a toda prisa, sale hasta el pasillo y, atravesando la ruidosa cortina, entra en el dormitorio de su madre.

—Es ese hombre. ¿Me puedes hacer el favor de pedirle que se vaya?

A continuación, Alice oye unas fuertes palabrotas y un hombre grande y sudoroso aparece en el pasillo con tan sólo una toalla alrededor de la cintura.

—Lárgate —le espeta Rosa—. Lárgate de aquí.

Le tira la ropa a los pies.

Pero el hombre no quiere irse. La mamaíta de Rosa y él tienen que resolver aún algunos asuntos. Además, quiere vestirse tranquilamente. Rosa dice que si no se va de inmediato, llamará a la policía.

—¡Coge el teléfono, Alice! —grita en dirección a la cocina—. Llama a la policía y dile que tenemos un intruso en casa.

El hombre suelta una palabrota, recoge el montón de ropa y desaparece.

Tras cerrar la puerta y echar el cerrojo, Rosa se dirige a la cocina, abre la ventana y le grita al hombre que se ha dejado olvidados sus putos y asquerosos calzoncillos. ¿Los quiere o prefiere que se los queme?

El hombre no contesta y Rosa le tira unos calzoncillos de color blanco amarillento.

—Pase lo que pase —comenta Rosa mientras están frente a la ventana mirando cómo el hombre desaparece corriendo y abrazado a su ropa—, pase lo que pase, nunca tendré a un hombre en casa.

—¿Y niños? —pregunta Alice.

Eso Rosa no lo sabía.

—Pero ¿cómo vas a tener niños sin un hombre?

—Pero ¿cómo vas a tener niños sin un hombre? —repite Rosa imitándola—. ¿Tú eres tonta o qué? —Sólo se necesitaba un hombre un par de minutos para tener un niño. No había más que mirar a sus propias madres. Las dos tenían hijos y ningún hombre—. No —continuó cuando Alice abrió la boca—, no me vengas otra vez con lo de tu padre navegando por los siete mares. Estoy harta de tus historias.

Y de repente se dan cuenta de que la madre de Rosa está en la cocina, vestida con una bata roja que parece de seda. Tiene las mejillas llenas de rayas negras a causa del rímel. Alarga el brazo para coger su paquete de tabaco y suelta un improperio al darse cuenta de que únicamente le queda un cigarrillo. Rosa saca su mechero y, acto seguido, la madre se pone el pelo detrás de la oreja, acerca el cigarrillo a la llama e inhala.

—Creo… —dice la madre mientras mira a Rosa— que ya va siendo hora de que tu amiguita se vaya a casa.

—Vete a casa, Alice —la exhorta Rosa—. Venga, vete, no te quedes ahí mirando.

Y cuando Alice llega a casa esa noche, su madre se halla sentada en el suelo de la entrada intentando atarse los cordones de los zapatos con sus doloridos dedos. ¿Por qué se empeña en llevar cordones si ya no puede atárselos?

Alice le pregunta adónde va. Se agacha para ayudarla, pero su madre la aparta con un gesto de la mano. Ya no necesita los zapatos. Es que iba a salir a buscarla.

—Estaba en casa de Rosa —se justifica Alice.

Sí, eso ya lo sabía, pero ya era hora de volver a casa. ¿O es que también pensaba pasar las noches en casa de Rosa?

Alice quiere enterarse de qué es lo que tiene en contra de Rosa, y su madre le responde que no se fía de ella. No estaría mal que se buscara unas amigas más simpáticas.

Alice es de la opinión de que su madre sólo ha visto la parte negativa de Rosa: la Rosa rebelde, la que dice tacos y no respeta a los adultos. ¿Qué sabía su madre de esos momentos en los que ambas se daban mutuamente calor por las noches, de esos juegos en la cabaña del árbol y de esas bromas que tan sólo ellas entendían? ¿Qué sabía ella de las palabras que Rosa le había susurrado? Lo de que eran más que amigas, lo de que eran hermanas, lo de que siempre se protegerían la una a la otra.

Ir a la siguiente página

Report Page