Annabelle
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El sacacorchos se encontraba en una estantería para especias que había por encima de la hornilla de la cocina.
Charlie le pegó dos buenos tragos a la botella. Nunca había sido entendida en vinos, pero éste al menos no sabía a vinagre.
Se acercó a la ventana que había junto al fregadero y, al dirigir la mirada hacia el cobertizo, se acordó de que Betty y Mattias lo habían arreglado y pintado, y de que incluso habían empezado a levantar un tabique para hacer una habitación. Pero luego Mattias se instaló en la casa, de modo que la obra quedó a medias.
¿Por qué no podía haberse quedado a vivir en el cobertizo?
Porque Betty estaba enamorada de él, y él de ella, y cuando dos personas se aman quieren vivir juntas. ¿Qué tenía eso de raro?
«Lo que tiene de raro —quiso decirle Charlie— es que no te basta con vivir conmigo».
¿Y Mattias? ¿Qué tenía Mattias de malo?, quiso saber Betty. No acababa de entender por qué estaba en su contra. Él nunca le había hecho nada malo, ¿verdad?
Charlie no supo qué contestar.
Nunca le había hecho nada, cierto, pero siempre deseó que nunca hubiera venido, que desapareciera de sus vidas. Porque todo fue a peor desde que él se vino a vivir con ellas: las fiestas, las borracheras, el caos… ¿Era tan extraño, entonces, que ella lo odiara?
Tras una copa de vino, Charlie se decidió: se quedaría en la casa. Haría aquello por lo que esa tozuda terapeuta había abogado: enfrentarse a sus demonios. Ninguna otra cosa había funcionado, de modo que no tenía nada que perder. Cogió el teléfono, llamó a Susanne y le contó dónde se hallaba.
—¿Qué haces ahí?
—No podía quedarme en el motel. Es que… estoy de baja.
—¿Y eso?
—Supongo que porque… estoy enferma.
—¿Quieres que vaya?
—Sí.
—¿Necesitas algo?
—Sí… —Charlie miró a su alrededor—. Necesito productos de limpieza, sábanas, agua mineral y un hornillo de gas si tienes. La verdad es que necesito de todo.
Susanne sólo tardó una hora en venir con dos grandes bolsas de Ikea.
—Joder, cómo ha invadido la vegetación todo esto —dijo—. Habría que limpiar y quitar esta maleza y…
—No pienso quedarme a vivir aquí para siempre —repuso Charlie—. Sólo pensé que…, bueno, que ya que estoy aquí, por qué no darle una vuelta a la casa.
—Sí, la verdad es que no le vendría nada mal que le dieras una vuelta… O dos…
Entraron y sacaron las cosas que Susanne había traído. Susanne empezó por limpiar los armarios y suspiró cuando se percató de que la nevera no funcionaba. ¿Cómo pensaba Charlie arreglárselas sin nevera?
Charlie dijo que podían dejar algunas cosas en el sótano, que allí hacía bastante fresco.
—¿Has estado arriba? —quiso saber Susanne.
—No.
—Pues podríamos subir juntas y…
—Es suficiente con que recojamos lo de aquí abajo.
Cuando terminaron se sentaron a la mesa de la cocina y Charlie le sirvió a Susanne una copa de vino.
—Bueno, ¿qué es lo que te pasa? —preguntó Susanne—. ¿Qué es lo que realmente te pasa?
—Llevo un tiempo atravesando una mala racha. Ha sido… He bebido bastante.
—¿Y quién no? —Susanne encendió un cigarrillo—. Las cosas no siempre salen como una espera. Nosotras que creíamos que no…, que no íbamos a ser como ellos… Pero la herencia genética o lo que sea… ¡Joder, es que es la hostia de difícil luchar contra eso!
—Nosotras no somos como ellos —sentenció Charlie.
—Pues yo no estoy muy lejos de serlo. Siento que me sería muy fácil dar ese último paso y perder el control. No sé si me entiendes…
—Sí, pero a ti no te han echado del trabajo.
—Claro, porque no tengo —precisó Susanne—. Si lo hubiese tenido, seguro que me habrían echado.
Charlie no pudo evitar reírse.
—¿«Echado» dices?… Cuéntamelo —la animó Susanne—. ¿Qué ha sucedido?
Y Charlie le habló de la noche que pasó con el periodista: seguro que le reveló alguna información importante, aunque ella no recordaba haberlo hecho. En cualquier caso —le comentó—, ésa había sido la gota que había colmado el vaso. Por eso su jefe la había suspendido temporalmente del servicio.
—¿Es por lo del vídeo? —preguntó Susanne—. Leí en internet que había un vídeo.
Charlie asintió.
—Entonces ¿es verdad que existe un vídeo?
—No puedo comentar nada. Ya me he echado bastante mierda encima.
—No tienes por qué haber sido tú. Ya sabes cómo son los del pueblo, cómo husmean y lo averiguan todo.
Charlie asintió. Lo sabía perfectamente.
—Pero a veces husmean mal —puntualizó—. E incluso pueden llegar a destruir las pistas.
—Sí, aunque otras veces lo hacen bien —replicó Susanne.
Charlie miró por la ventana y dijo que quería salir.
Cogieron las copas y una silla cada una, y salieron a sentarse en el rincón donde Betty solía tomar el sol. Empezaron a hablar de las fiestas. ¿Cuántas se organizaron realmente en Lyckebo? ¿Cien? ¿Mil?
Se rieron al recordar al viejo que se cayó del canalón que pasaba por la fachada de la habitación de Betty, se rieron de cuando pillaron al padre de Susanne con otra mujer en el cobertizo. Hablaron de todas las noches que pasaron juntas en la cama de Charlie, de noventa centímetros de ancho. Recordaron aquellos momentos en los que se susurraron historias de terror, historias de uñas arañando las tapas de los ataúdes y de fantasmas que pululaban por el bosque, cuando en realidad los fantasmas estaban allí mismo, a su alrededor, en la casa, vivitos y coleando.
—¿En serio vas a coger el coche? —le preguntó Charlie cuando, unas cuantas horas más tarde, Susanne soltó una maldición al darse cuenta de lo tarde que era.
—Son sólo pistas forestales —dijo Susanne—. Y la policía está ocupada con cosas más importantes.
Joder, cómo se le había pasado el tiempo. Isak la mataría. Es que le había prometido que prepararía la cena, que recogería la casa y…, en fin, un montón de cosas. Aunque bueno, continuó al ponerse de pie, Isak también le había prometido unas cuantas cosas, como lo de serle fiel, por ejemplo.
—¿Es…?
—Sí —contestó Susanne—. Mi marido me es infiel; es un cabrón y un hijo de puta. No sé por qué coño me casé con él.
—Bueno, quizá porque en ese momento aún no lo sabías —comentó Charlie.
Susanne se rió y dijo que no podía echarle la culpa a eso, pues sabía perfectamente cómo eran la mayoría de los hombres. De modo que debería haber sido consciente de que la probabilidad de que ella diera con una persona normal de entre todos esos cerdos no era muy grande.
—¿Por qué no te divorcias?
—Por lo de siempre: los niños, la falta de fuerzas, la sensación de que nada mejorará…, los gastos de la casa…
—Ya no estamos en el siglo XIX.
—Algunas sí. Algunas no tenemos elección.
Por un momento, Charlie estuvo a punto de repetir el estúpido comentario que solía hacer Anders, el de que todas las personas podían elegir. ¿Había influido en ella, a pesar de todo, la visión que él tenía del mundo? Era posible que a veces sí se pudiera elegir, pensó, pero a menudo se interponía el azar, el destino, o lo que fuera.