Anna

Anna


Tercera parte. El Estrecho » 9

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Tras lo ocurrido en el Hotel de las Termas, no se habían separado.

Después de recuperar el cuaderno y el fémur en el restaurante El Gusto de Afrodita, habían decidido dormir en un chalé de Torre Normanna. Durante la noche había soplado un fuerte viento que había hecho que las ventanas golpetearan y los canalones crujieran. El bulto de Pietro envuelto en una manta y la respiración pesada de Mimoso no habían bastado para tranquilizar a Anna, que, acostada con su hermano en un sofá hundido, dormía agitada por sueños y preocupaciones. Miraba al techo a oscuras oyendo que el bosque y la Finca de la Morera la llamaban.

Anna, quédate con nosotros. Tú eres la reina de los huesos.

Luego le había parecido oír a su madre caminar por el piso de arriba, con pasos regulares.

¿Te vas, Anna?

Sí, mamá.

Ten cuidado.

Te lo prometo.

¿Cuántas promesas de las que le había hecho en el lecho de muerte había cumplido? Puede que ni una. Pero por lo menos aún tenía a su hermano. Había logrado rescatarlo. Y ahora tenía que cumplir la promesa que se había hecho a sí misma: llevarlo al continente.

Cuando Pietro y Astor despertaron, la habían encontrado de pie, mirándolos:

—Tenemos que hacer un pacto —les había dicho.

Ellos, con los ojos soñolientos, habían bostezado.

—¿Qué pacto? —le había preguntado Astor.

—Iremos los tres al continente.

—Y de paso buscamos las zapatillas —había añadido Pietro, restregándose un ojo.

Astor se había metido un dedo en la nariz.

—¿Pasaremos por casa? Quiero llevarme mi muñecos.

—Ya encontrarás otros —había contestado Anna.

Y así, una mañana nublada, escoltados por Mimoso, habían partido, mochila a cuestas, hacia el este, siguiendo la autopista.

Caminaban ligeros, y cuando encontraban un túnel, lo pasaban cogidos de la mano, cantando. A menudo se desviaban en busca de zapaterías y centros comerciales. Forzaron puertas, rompieron escaparates, abrieron cientos de cajas, pero no había ni rastro de las Adidas de Pietro. Con el paso de los días, Anna se convenció de que o aquellas zapatillas no existían o no habían llegado a Sicilia. Pero Pietro no se desanimaba.

—¿No lo entiendes? Es la prueba de que son mágicas. En Palermo las encontraremos, ya verás.

Ella se mordía la lengua. Quería llegar cuanto antes a Calabria, y perder tiempo de aquel modo la sacaba de quicio. Pero había hecho un pacto y lo respetaría.

Siguiendo la A29, el paisaje cambió.

Describiendo una curva amplísima, la autopista se acercó a la costa. A la derecha se elevaba, en medio de la llanura, una muralla de roca imponente en la que crecía una vegetación desmedrada. En el ocaso, las crestas ardían con colores naranjas y las venas rocosas se coloreaban de azul. La cadena montañosa seguía el litoral, que se rompía formando golfos grandes y pequeños. Entre las montañas y el mar se extendía una banda de tierra cubierta de tejados y terrazas de edificios que sobresalían de la vegetación como piezas de Lego esparcidas por una moqueta verde. Los pueblos terminaban unos en otros y sólo por las señales de la autopista sabían que eran Terrasini, Cinisi, Capaci, Sferracavallo…

Los pocos caminantes con los que se cruzaban se alejaban al ver al perro que los escoltaba. Cuando se encontraban con una banda, eran ellos quienes se apartaban, sujetando del pescuezo a Mimoso, que gruñía. El perro los seguía al paso, pero a veces desaparecía y no volvía hasta el oscurecer, y por la noche se acostaba junto a ellos tres, con la oreja tiesa, dispuesto a ladrar al menor ruido.

Tardaron dos semanas en llegar a Palermo.

La autopista entraba recta en una ciudad ocupada por columnas de camiones, carros de combate y camionetas con los cristales sucios. Se hallaron ante lo que debía de ser un puesto de control. Bloques de cemento y barreras de alambre de espino cortaban el paso y se prolongaban entre las casas y el campo. Por todas partes se veían carteles acribillados a tiros que instaban a detenerse y someterse a controles sanitarios: «Zona contagiada. Todo aquel que intente pasar la barrera podrá ser condenado a penas que van desde treinta años de cárcel a la pena capital».

Las naves en las que se habían instalado las unidades sanitarias estaban llenas de ordenadores, monos amarillos, escafandras tiradas por un suelo cubierto de excrementos de rata.

Entraron en la ciudad silenciosa. Nada se había librado de la furia devastadora. Ni tiendas, ni edificios, ni pisos. Todas las puertas habían sido forzadas, todas las cocinas saqueadas, todos los armarios abiertos. Los cuadros habían sido tirados al suelo, los cristales rotos, los platos hechos añicos. Algunos barrios parecían bombardeados. Lienzos de pared resistían como escollos en medio de montones de escombros que invadían las calles y sepultaban los automóviles. Vieron los restos carbonizados de dos helicópteros que se habían estrellado.

Cuando llegaron al mar, tuvieron que pasar por encima de barricadas de muebles y contenedores de la basura sobre los que ondeaban jirones deshilachados de banderas negras. Nadie parecía haberse salvado. Y si alguien se había salvado, ya no estaba allí. No había perros ni gatos. Los únicos seres vivos que se veían eran chinches verdes que formaban pelotas vibrantes de patitas y le saltaban a uno a la cara y al pelo.

Pietro llevaba de la mano a Astor, que se había quedado sin habla y miraba con ojos como platos y el pulgar metido en la boca los amasijos de cuerpos quemados. Anna tenía la impresión de que la ciudad no los quería. Estaba todavía llena del dolor de sus habitantes y el único deseo que le quedaba era que la olvidaran. Pero a la naturaleza le costaba sepultarla. La hierba asomaba débil por las grietas del asfalto, la parietaria brotaba insegura entre los ladrillos, los árboles crecían esmirriados como si hundieran sus raíces en una tierra envenenada. Hasta la hiedra, que en todas partes proliferaba tejiendo piadosos mantos verdes sobre los restos del mundo de los Mayores, allí extendía unos estolones mustios de hojas amarillentas y acartonadas.

El paseo marítimo se había convertido en un campamento que, al cabo de cuatro años, era una capa compacta de plástico, tela y cartón inerte y dura. Ya no interesaba ni a las gaviotas ni a las ratas. En las plazas había montones de cuerpos y en las fosas comunes yacían cadáveres cubiertos de cal. El puerto había sido devorado por un incendio tan voraz que hasta había deformado las verjas de hierro y reducido los muelles a superficies ennegrecidas. Seguían en pie las grúas y las pilas de contenedores oxidados. Un par de barcos yacían tumbados de costado como megaterios varados en la playa.

Cuando se detuvieron delante de la Tienda del Deporte, unos grandes almacenes oscuros como la entrada del infierno, Anna no pudo callarse.

—Aquí no encontraremos tus zapatillas.

Pietro guardó silencio unos instantes y luego dijo:

—Vámonos.

Pasaron la noche en el teatro Politeama. El vestíbulo estaba plagado de bidones, cajas de medicamentos, goteros y camillas. Sobre las ventanillas, alguien había dibujado una calavera con los ojos morados.

Descorrieron la cortina de terciopelo tupido y el haz de luz se paseó por las butacas rojas, hizo brillar las columnas doradas de los palcos, las lámparas del techo cubiertas de polvo, los frescos de caballos rampantes que emergían de las tinieblas. Una bandada de palomas alzó el vuelo en la oscuridad con un fragor de alas y chocó contra la gran cúpula azul oscuro. La aves caían a pico entre las filas de butacas.

Astor, aferrado al brazo de su hermana, preguntó:

—¿Qué se hacía aquí?

Anna no estaba segura, pero contestó:

—Aquí venía la gente elegante. Mamá también venía, con la falda chula y los zapatos de tacón. —Alumbró el escenario, donde aún se veían partes del decorado—. Y ahí había gente que bailaba y contaba chistes.

Durmieron en un palco, hambrientos.

Anna fue la primera en despertar. Pietro y Astor dormían tendidos en los asientos como jóvenes vampiros. Les dejó una nota en la que decía que la esperasen fuera.

El sol estaba en algún sitio tras la muralla de edificios. En la gran plaza de Castelnuovo, remolinos de bolsas de plástico de colores y papeles se perseguían entre camionetas y carros de combate estacionados en torno al monumento de mármol. De la estatua no quedaban más que los pies.

Enfiló una larga calle recta flanqueada de iglesias, tiendas saqueadas, edificios decimonónicos por cuyas ventanas ondeaban trapos y banderas raídas. Al fondo, la masa negra de una montaña se recortaba contra el azul del cielo matutino.

Reconoció los restos de la heladería Incanto, donde la llevaba su abuelo, y de la zapatería en la que su padre le compró un día unas botas forradas. Tomó una calle lateral y, caminando en parte al azar y en parte guiada por sus recuerdos, llegó a la calle Ottavio d’Aragona.

Allí estaba el edificio donde vivía su padre, uno gris y rosa, con balcones que daban a un garaje subterráneo y a un edificio moderno que se había quemado. Abrió el portón de madera oscura y entró en el portal. Contra la puerta del ascensor, entre cristales rojos, había un árbol de Navidad volcado. Encendió la linterna y empezó a subir la escalera.

En la segunda planta, la puerta de una agencia de seguros estaba destrozada y dentro se veían mesas patas arriba y una moqueta cubierta de papeles, teclados y pantallas. La máquina de las bebidas la habían desvalijado a palos. En la pared había un cartel con una rubia que decía: «Asegúrate un futuro tranquilo con nosotros».

Anna se quedó mirando el tramo de escalera que llevaba al tercer piso. La puerta de su casa estaba entornada y la maceta del cactus seguía junto a la estera. Se frotó un ojo y continuó subiendo. Como si flotara en un sueño, recorrió el largo pasillo con suelo de granito y estuco en las paredes. La luz se filtraba por las ventanas de las habitaciones y pintaba franjas luminosas en las paredes. El armario blanco estaba abierto y todos los anoraks, bufandas, sombreros y guantes estaban tirados por el suelo. Reconoció la chaqueta negra con cinta que su padre llevaba cuando conducía el Mercedes del trabajo. Se detuvo en la puerta de su dormitorio. Los dibujos seguían colgados de las paredes. Uno representaba un barco con tres figuras de pie cuyos nombres se leían encima: yo, mamá, papá. En el mar asomaban las cabezas de su abuelo y de su abuela. Sonrió. ¿Por qué los había dibujado en el agua? En la mesa roja de Ikea todavía estaba el estuche con sus rotuladores y acuarelas y había un vaso con costras de cal.

Todos y cada uno de los objetos de la habitación despertaban un recuerdo. Fragmentos de memoria se alzaban del olvido como astillas afiladas e iban componiendo un prisma de imágenes. Era de nuevo Annina, la niña que iba a aquella casa dos veces al mes.

Ahora que la veía, se dio cuenta de que nunca había echado de menos aquella habitación. Nunca la había sentido suya. Estaba llena de cosas bonitas, pero parecía que las hubieran puesto allí para decorar, como las palmeras de plástico de las peceras de tortugas. Y con aquellos juguetes y aquellas muñecas no había jugado lo suficiente. Eran sus cosas de Palermo y no podía llevárselas a Castellammare. No eran caprichos, ni premios por haberse portado bien. Su padre se había limitado a comprarlo todo en un centro comercial al separarse de su madre.

Se asomó a la calle. Nunca había reinado aquel silencio. Antes había tráfico todo el día, y en verano, con las ventanas abiertas, se oía lo que decía la gente que pasaba. Fue a la cocina. El frigorífico estaba abierto y vacío y en el fregadero se acumulaba la vajilla llena de polvo. Por la encimera había café tirado y en la pared del fregadero se veían manchas de moho verde. En un armario encontró la caja de cereales con forma de letras que tomaba con la leche. La abrió y salieron palomillas. Cogió un puñado y lo echó sobre la mesa de fórmica. Puso las letras en fila y consiguió componer ATOR, faltaba la S. Se las comió una tras otra, masticándolas en silencio.

En la habitación de su padre debían de haber estado de juerga. Estaba llena de trapos y botellas de bebidas alcohólicas vacías. Habían quemado las cortinas y la alfombra, y la pared de la ventana se veía negra de humo. Abrió el cajón de la mesita de noche. Había un espray nasal contra la sinusitis, un reloj, fotos: Anna, de pequeña, en coche con su padre; su madre con Astor recién nacido en brazos; sus padres con un hombre vestido de romano antiguo en el Coliseo.

Había también una carta abierta y arrugada.

Amor mío:

¿Cómo estás? Aquí todo es precioso y hace mucho frío. Ha estado nevando tres días y esta mañana el coche estaba cubierto de nieve, pero hacía un sol maravilloso. He ido a esquiar con Adriana, que no para de preguntarme por ti. Yo creo que tiene miedo de quedarse soltera. ¡Y pensar que todos creían que yo sería la soltera de la familia! Esquiar es divertidísimo, sobre todo hoy, con la nieve recién caída, y siento mucho que no estés. Sé que eres siciliano y te da vergüenza ponerte leotardos, pero prométeme que vendrás alguna vez y entonces te enseñaré a esquiar en posición de cuña. Adriana dice que ya hablo con acento siciliano y, mira por dónde, me gusta. No aguanto más el dialecto véneto. Pienso en ti y me gustaría que te acostaras conmigo para calentarme los pies.

Estos días me he preguntado muchas veces por qué te quiero y he comprendido que haces un gran esfuerzo por aceptarme como soy. Por adaptarte a mí. No me gusta que nos peleemos. Tú eres una persona especial y quiero intentar ver las cosas con tus ojos. ¿Me lo permitirás? No debemos perdernos. Yo puedo aprender a hacerte feliz. ¿Ves que te escribo una carta con papel y bolígrafo? Estoy segura de que cuando la veas en el buzón te hará más ilusión que un email.

La niña está muy bien. A mi madre le gusta mucho hacer de abuela y la atiborra a porquerías. Le he dicho que como este verano no venga a Palermo a conocerte, no la ve más. ¡Qué mala soy!, ¿eh?

Besos en todas partes,

MARIA GRAZIA

Cogió la carta y las fotos, las metió en la mochila y salió.

Esa misma mañana dejaron Palermo.

Cuando llegaron a Cefalú, decidieron que necesitaban unos días de descanso.

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