Animal

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Capítulo 64

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Abominación. No hay nada que te prepare para la ignominia humana. No hay entrenamiento lo suficientemente duro que consiga curtir el alma de un ser humano para que no sienta nada al tener el horror y la aberración delante de los ojos. Pero si mirar la brutalidad ejercida por un ser humano sobre otro es doloroso, escuchar el resultado de esta lo es aún más.

No podía seguir oyendo los gritos de aquellos niños, en un primer momento de resistencia y de estupor seguidos de las súplicas, en un vano intento de que aquella locura cesara y, al final, cuando eran conscientes de que la pesadilla era real y sin posibilidad de despertarse, los sollozos apagados, a veces tenues, que dolían más que los gritos.

Castro bajó el volumen de los auriculares. Como si quitando el sonido de las grabaciones pudiera eliminar el horror que tenía ante los ojos. Horas de violaciones y de abusos. Se sujetó las manos tratando de calmar los temblores que impedían que manejara el ratón con precisión. Solo llevaba una hora mirando aquellas imágenes y, en el primer minuto, sintió que algo se le rompía por dentro. Cuando el agente de Delitos Tecnológicos definió lo que conllevaba ver aquellos vídeos como una bajada a los infiernos no pudo escoger mejor analogía para describir cómo se sentía él en aquel momento. Sintió un calor en las entrañas que le subía hasta el pecho, retorciéndole las tripas, estrujándole los pulmones y abrasándole la garganta. Y notó un rugido, grave, hondo y amenazante que le salía de dentro, que le hacía vibrar el pecho, como si fuera una caja de resonancia. Notaba algo en él, muy en su interior, que antes no estaba, algo sin forma, pero fuerte y deforme, que pugnaba por salir, salvaje y sin control. Cerró los ojos y por un instante se dejó llevar por aquella pulsión tan atroz que hasta dolía, por aquel rugido que crecía en intensidad, por aquel animal erizado y hambriento.

Castro respiró profundamente varias veces. «Espira, inspira. Espira, inspira». Abrió los ojos y tuvo que esforzarse para enfocar lo que tenía delante. Le latían las sienes y sentía una presión detrás de los ojos que no le dejaba pensar. Se recostó en la silla y se desabrochó un par de botones de la camisa. Se pasó una mano por la frente secando las gotas de sudor que le resbalaban desde el nacimiento del pelo. «Espira, inspira. Espira, inspira». Notó que el animal reculaba, escondiendo las garras y bajando la cabeza.

«Hoy no, amigo. Hoy no es el día», se dijo mientras notaba que la bestia dejaba de rugir.

Era tan fácil abandonarse y empatizar con el asesino que, por unos segundos, se sintió confuso y vulnerable. Se enderezó en la silla y cogió aire. Quería acabar cuanto antes. Ruiz acudía a la casa, al menos, dos veces a la semana. En ocasiones, en horario vespertino y otras, por la noche o de madrugada. Castro se centró en las imágenes grabadas por las tardes. Dedujo que, a esas horas, las víctimas debían de ser niños de la zona, quizá amigos de su hijo, ya que podían justificar, sin levantar sospechas, el estar fuera de sus casas.

Notó que se le revolvía el estómago otra vez. Le dio al play y la espalda de Ruiz apareció en la pantalla. Entraba en la habitación. Le acompañaba un niño moreno que caminaba un paso por detrás de él. Parecía retraído. En cambio, Ruiz se conducía con seguridad y determinación. Se dirigieron a la cama, en donde Ruiz tomó asiento. El niño se quedó de pie, indeciso. Su lenguaje corporal delataba el nerviosismo que sentía. El pequeño le pidió que lo llevara a casa. Ya no le divertía la situación. Él solo quería conducir, le rogó con voz temblorosa. Ruiz le hizo señas con la mano para que se sentara a su lado. Le pidió que estuviera tranquilo. No pasaba nada. Aquello era normal. «Una tarde de chicos grandes», le dijo. El niño le hizo caso y, con cautela, se sentó a su lado. Castro notó cómo el sudor le empapaba la espalda. Le sudaban las manos y volvió el temblor a ellas. Agarró el ratón con firmeza y paró la imagen.

—Conozco a ese chico —declaró Castro en voz alta, arrastrando cada palabra.

Los cinco agentes, que hasta ese momento habían estado concentrados en lo suyo, lo miraron con expresión de sorpresa. Uno de ellos estiró la cabeza tratando de ver a quién se refería el inspector.

Castro cerró los ojos intentando hacer memoria. Se masajeó las sienes. Volvió a mirar la imagen congelada.

—¡Dios mío! ¡Ahí está la conexión! —exclamó levantándose de golpe y derribando la silla.

El inspector salió de la sala corriendo, sin prestar atención a los atónitos policías que le miraban con cara de no entender nada.

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