Animal

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Capítulo 1

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Jueves, 15 de junio de 2017

Guadalupe Oliveira no estaba de muy buen humor aquella madrugada. Caminaba deprisa por las calles desiertas del polígono industrial, mientras pensaba en lo poco productiva que había resultado la noche.

Ya no era una chiquilla. Aún tenía un cuerpo atractivo, pero sus cuarenta y ocho años empezaban a pasarle factura. Estaba vieja para el negocio. Hacía no tanto tiempo le habría parecido impensable regresar a casa antes del amanecer.

Ahora, aguantar más allá de las tres de la mañana era perder el tiempo.

Los hombres preferían carne fresca. Puestos a pagar, elegían lo mejor. Clarisa, como la conocían sus habituales, no figuraba entre la mercancía de primera. Era consciente de ello, pero no se compadecía. Mejor ser práctica.

Se detuvo a mirarse en el ventanal de una de las naves. El reflejo le devolvió la imagen de una mujer atractiva, de pelo largo y negro, tez blanca, embutida en unos vaqueros ajustados y con una camiseta de algodón más bien escasa, que realzaba su generoso busto. Le gustó lo que vio. Estaba satisfecha de su aspecto, en especial de sus curvas. Todavía hacía volver la cabeza de muchos hombres cuando iba por la calle. Pero, para ser una profesional, estaba mayor. Suspiró y apresuró el paso.

Tenía pocos clientes, pero eran fijos y fieles. Preferían la veteranía de Clarisa a un culo firme y joven, aunque inexperto. Además, eran de buen conformar y de gatillo rápido. Dinero más o menos fácil. Pero esa noche le habían fallado dos y había terminado antes.

Se arrebujó en la chaqueta de punto. A pesar de estar a mediados de junio, a esa hora soplaba una ligera brisa que hizo que se estremeciera.

Cruzó deprisa la calle principal del polígono. Estaba desierta y mal iluminada. Aquellos tacones la estaban matando. Tenía que haber llamado a un taxi pero, si lo añadía al coste de la habitación y a la comisión de Germán, le iba a acabar saliendo lo comido por lo servido. No, iría caminando. La noche estaba despejada, cuajada de estrellas, y además su casa estaba a la entrada de Noreña, no lejos de allí. Necesitaba reflexionar. Pensar en su futuro. Quizá había llegado el momento de colgar los hábitos.

Tenía que considerar las opciones que tenía al margen de La Parada.

Guadalupe se detuvo y aguzó el oído. Sí. Era el ruido de un motor. Alcanzó a ver la parte trasera de un vehículo que, derrapando, acababa de salir de una de las calles laterales, enfilando por la principal en dirección a la carretera general. Circulaba a toda velocidad. «Como alma que lleva el diablo», pensó.

Ella giró por donde había aparecido el coche. Era un atajo hacia su casa. Aceleró el paso. La idea de un baño caliente y de meterse en su cama hizo que Guadalupe sonriera de satisfacción por primera vez en toda la noche.

No había caminado ni cinco minutos cuando le pareció ver algo tirado en la acera. Parecía un fardo grande que la ocupaba casi por completo. Estaba justo debajo de una farola que proyectaba una luz tenue y blanquecina sobre el extraño bulto.

Al llegar a su altura, Guadalupe se paró en seco. Tuvo que apoyarse en la farola para no caer desmayada. Se le nubló la vista y, aunque quería gritar y correr, se quedó paralizada por el terror. Lo que parecía un saco era, en realidad, el cuerpo inerte de un hombre semidesnudo y cubierto de sangre.

Con las manos temblorosas sacó su teléfono móvil y marcó el 112.

Horas después confesó no recordar haber hecho esa llamada, ni cómo había llegado descalza y gritando hasta la carretera principal, en el punto donde la encontraron las primeras unidades de la policía antes de alcanzar la macabra escena.

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