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Capítulo 17

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Agustín Castro era un hombre curtido, cuya experiencia profesional en el Cuerpo Nacional de Policía le había llevado a ver de todo. Pero nadie estaba preparado para contemplar las imágenes que desfilaban ante sus ojos, en ese momento, sin sentir repugnancia. Salvo ser un depravado.

Notaba que le hervía la sangre y le sudaban las manos y, durante unos segundos, en su fuero interno, se alegró de que Guzmán Ruiz estuviera muerto.

Castro estaba sentado delante del ordenador de Ruiz. Los agentes de Delitos Tecnológicos habían conseguido acceder al disco duro de su portátil sin mucha dificultad. En él, habían hallado cientos de fotografías y vídeos de pornografía infantil. El inspector se encontraba visionando las imágenes, todas ellas muy explícitas, la mayoría de una brutalidad que dejaba poco margen a la imaginación, y en las que los protagonistas eran menores —algunos de ellos casi bebés— obligados a mantener relaciones sexuales con uno o varios adultos al mismo tiempo.

—El tío no se molestó en ocultar todo este contenido pornográfico. Lo tenía en carpetas en el escritorio, clasificadas por edades.

Castro se volvió. Quien le hablaba era uno de los agentes de Delitos Tecnológicos, un hombre joven de mirada despierta.

—Tampoco se molestaba en borrar el histórico de las búsquedas que hacía en internet. Casi todas de pornografía —continuó—: En el correo electrónico no tenía nada de interés. Se ve que lo usaba poco. Tampoco hay evidencias de que usara la dark web, de lo que concluimos que el material de pornografía infantil que tenía en el portátil se lo pasaron o lo obtuvo de otra manera.

—En su casa no tenía disco duro externo, ni CD, ni pendrives.

—Inspector, esas fotos y esos vídeos no se encuentran usando un motor de búsqueda normal. Seguiremos rastreando, pero todo parece indicar que se las pasó alguien que sí navega por la web profunda.

Castro se quedó pensativo. Era pronto, pero hasta ese momento todo parecía apuntar a Casillas y a La Parada. El cadáver había aparecido prácticamente a las puertas del club, Ruiz era cliente habitual de este y el inspector sospechaba que mantenía relación con el dueño. Además, tenía una copia de la llave que abría la puerta trasera del recinto. Y para rematar, era un consumidor de pornografía infantil. Este último hecho, por lo pronto, no podía relacionarlo con Casillas, aunque la experiencia le decía que no era casualidad que ambos, un proxeneta y un pedófilo, se conocieran.

—¡Una buena pieza tu víctima! —exclamó el agente ladeando la cabeza en un gesto de incredulidad.

Castro no contestó. Había dejado de verlo como víctima. No sentía la menor compasión por él y esa emoción podía resultar peligrosa si quería mantener la objetividad y la imparcialidad que la investigación requería. No se podía permitir el lujo de ser juez y jurado. Guzmán Ruiz, en vida, había sido un canalla y, cuando menos, un pedófilo. Y la pedofilia era la antesala a la pederastia. Un mal hombre. Alguien se había tomado la justicia por su mano, obviando el sistema. Ahora estaba seguro de que su muerte estaba relacionada con alguno de sus pecados o de sus vicios.

Y, aunque pensaba que el mundo iba a estar mucho mejor sin Ruiz, su deber era encontrar a la persona que había acabado con su vida.

El inspector salió de su ensimismamiento y carraspeó incómodo. El informático le miraba fijamente, con media sonrisa en la boca. Parecía que le hubiera leído el pensamiento.

—¿Habéis rastreado el GPS del coche?

—Aún estamos en ello —contestó el policía sin perder la sonrisa.

—Bien… cuando tengáis algo, llamadme —pidió de forma brusca el inspector. De repente, se sentía vulnerable y no era una sensación que le gustara.

—Sí, señor.

Castro se encaminó con paso ligero a la sala de reuniones, en donde ya le estaría esperando el subinspector Gutiérrez. En breve llegaría Guadalupe Oliveira. Y esta vez no se conformaría con respuestas vagas. Había llegado el momento de apretar las tuercas a todo aquel que tuviera relación con La Parada.

Y la primera en su lista era Guadalupe Oliveira, alias Clarisa.

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