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Capítulo 27

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—Les dejé muy claro que no iba a consentir que este caso se convirtiera en un circo. Y eso precisamente es lo que me he encontrado esta mañana. ¡Un circo!

La juez Dolores Requena estaba furiosa hasta el punto de que, tras mantener una acalorada conversación telefónica con el comisario, había ordenado la comparecencia en su despacho, de forma urgente e imperiosa, del inspector Castro, del subinspector Gutiérrez y de los dos inspectores de la Científica, Gabriel Miranda y Alejandro Montoro.

Los cuatro hombres miraban a la juez apesadumbrados. Todos ellos habían leído la noticia de Olivia Marassa. La periodista no dejaba nada a la imaginación. El artículo era extenso y detallado.

—¿Me quieren explicar cómo ha podido enterarse esa periodista de ciertos detalles del caso? —preguntó cada vez más enojada.

Ninguno de los cuatro hombres osó contestar. El inspector Montoro cambió de posición en la silla y carraspeó haciendo que su rostro rollizo temblara como si se tratara de un pudin.

—¿El gabinete de Prensa ha facilitado algún detalle? —insistió la magistrada decidida a llegar hasta el fondo del asunto.

—No, señoría. El gabinete de Prensa no ha hecho declaraciones —contestó Castro con tono calmado.

—Entonces ¿cómo se ha enterado de la existencia de Guadalupe Oliveira? ¿Cómo se ha enterado de que la víctima murió en el mismo sitio donde se encontró el cuerpo? ¿Cómo supo que la víctima había sufrido una mutilación? —La juez gesticuló con ambas manos, elevando la voz con cada pregunta que hacía.

—Le aseguro que no ha habido filtraciones, señoría. Olivia Marassa tiene sus métodos de investigación y se ha negado a revelar sus fuentes. Sabemos que habló con Guadalupe Oliveira. Ella misma nos lo dijo. La propia Guadalupe pudo contarle cómo estaba el cuerpo —respondió el inspector Castro ante la mirada incrédula de la juez.

—¿Me está diciendo que esa periodista, sin nuestros medios, hace el trabajo igual o mejor que nosotros? —preguntó con ironía la magistrada—. ¡No me vengan con historias!

—Le repito que no ha habido filtraciones. Pongo la mano en el fuego por cualquiera de mis hombres.

Esta vez fue Castro el que elevó la voz. No permitiría que se cuestionara la integridad del equipo.

—Yo me ratifico en lo que ha dicho el inspector Castro. De mi equipo no ha salido la filtración… si es que la ha habido, cosa que dudo mucho —aseguró el inspector Montoro con voz menos firme que la de Castro y sin atreverse a mirar a los ojos a la juez. Odiaba las confrontaciones. En su talante no estaba el enfrentamiento.

Dolores Requena pareció darse cuenta de la tensión del ambiente y, tras coger aire, se dirigió a Castro:

—Pues tendrá que controlar a los testigos, inspector, y, sobre todo, tendrá que controlar a Olivia Marassa.

—Se ha comprometido a colaborar. De hecho, ya lo está haciendo —se defendió Castro. ¿O estaba defendiendo a la periodista? Este inquietante pensamiento lo distrajo de la reunión durante unos segundos.

—He hablado con su comisario —continuó Requena—. Me ha puesto al tanto de las novedades.

—Entonces sabrá que alguien dejó un cuaderno con una nota en la puerta de la vivienda de Olivia Marassa —informó Castro recuperando la concentración en lo que se estaba hablando.

—Lo sé. ¿Se están analizando las huellas?

—Sí, estamos en ello —contestó Miranda—, pero aún no tenemos resultados. Lo que sí sabemos es que la sangre del interior de la cubierta pertenece a la víctima.

—¿Qué contiene el cuaderno?

—En una primera valoración, creemos que es un libro de registro contable muy rudimentario. Aparecen compras y ventas de lo que a simple vista parecen muñecas.

—¿Muñecas? —preguntó con voz incrédula la juez.

—Sí. Hay Barriguitas, Mariquitas Pérez, Nancys, bebés Reborn, Barbies, Kent, Juanitos… se repiten los nombres de los muñecos precedidos de una fecha y una hora, y seguidos siempre de un número del uno al trece y de un precio de venta y otro de compra.

»Al lado de cada transacción, aparece siempre lo que creemos que es el nombre del comprador.

—¿Con nombres y apellidos?

—No, señoría. Con nombres de personajes masculinos de cuentos. —Gutiérrez, que había tomado la palabra, carraspeó—: el abuelito de Heidi, Bestia, D’Artagnan, Athos, Portos, Aramis, Cazador…

—¿Y? —Dolores Requena extendió las manos en actitud impaciente.

—Creemos que es un libro donde se reflejan transacciones hechas con… menores.

—¿Prostitución infantil? —preguntó asqueada la magistrada. Solo había una cosa que odiaba más que a un maltratador o a un asesino y era a un pederasta. Dolores Requena creía en la justicia. Es más, pensaba que la justicia era necesaria para mantener el orden social. No creía en los justicieros, ni en el ojo por ojo, pero si dependiera de ella, borraría de la faz de la tierra a todos aquellos depravados que encontraban satisfacción en violar a criaturas que apenas habían empezado a vivir.

—Sí, señoría —contestó Castro con gesto serio—. La víctima era un pedófilo. Hemos encontrado material gráfico en su ordenador que así lo demuestra. De la pedofilia a la pederastia no hay más que medio paso.

—Lo sé, su comisario me ha informado.

—Y le habrá informado de la entrevista que mantuvimos con la viuda, en presencia de su abogado —intervino Gutiérrez con tono belicoso.

—Sí —afirmó Requena haciendo caso omiso de la provocación del subinspector—. Victoria Barreda ha actuado con astucia y precaución. Su abogado le aconsejaría actuar como lo hizo. Por lo que sé, no confesó conocer el delito de su marido. Tan solo alegó sospechas, ¿no es cierto?

—Sí, señoría, pero…

—Pero incluso en el caso de que hubiera confesado ser conocedora de la actitud pedófila de su marido podría estar exenta de delito por el vínculo matrimonial. Con un buen abogado, sería como intentar apagar un fuego con gasolina.

—Señoría, esa mujer… —insistió Gutiérrez.

—Subinspector —atajó la magistrada sin contemplaciones—, si quiere sentar a Victoria Barreda en el banquillo de los acusados, tráigame pruebas que la acusen directamente de la muerte de su marido. Todas las demás elucubraciones son perder el tiempo. El suyo y el mío.

—Sí, señoría —acató Gutiérrez a regañadientes.

—Céntrense en ese cuaderno, señores —aconsejó Requena pensando en las implicaciones que podría tener aquel librito repleto de nombres de muñecas y de ogros—. Es lo mejor que tenemos, de momento. Hay que averiguar quién está detrás, además de Guzmán Ruiz. Si tenía montado un negocio de prostitución infantil necesitaría recursos, dinero, un sitio… algún tipo de organización. ¿Y qué pinta la periodista en todo esto?

—No lo sabemos. Pienso que quien se lo dejó quería que ella lo sacara a la luz —explicó Castro.

—Afortunadamente, no lo ha hecho. Podría haber puesto en serio peligro la investigación.

—No, prefirió traérnoslo a nosotros. Y ha prometido mantener ese dato en secreto. Señoría, está colaborando.

Dolores Requena dio un manotazo en la mesa.

—No la defienda tanto, inspector. Conozco a Olivia Marassa. Y no es el tipo de persona que se quede sentada a esperar a que le suelten unas migajas para su periódico. Puede llegar a ser, y perdónenme la expresión, un grano en el culo.

El inspector Castro asumió la regañina con entereza. Era consciente de que a la juez no le faltaba razón. Olivia Marassa no iba a esperar sentada. De eso estaba seguro. Pero confiaba en que cumpliera con su palabra. Apenas la conocía, pero su instinto le decía que podía fiarse de ella.

—¿Qué más han averiguado? ¿Inspector Miranda? —preguntó dirigiéndose al compañero de Montoro, un hombre delgado y alto, parco en palabras y tan discreto que en ocasiones se olvidaban de que estaba en la habitación.

—Hemos analizado las huellas del BMW de Guzmán Ruiz. Son de su mujer, de su hijo y hemos aislado otras cinco. Unas pertenecen a Germán Casillas, otras a Alina Góluvev y las demás no están en el registro —explicó con voz contundente y clara.

—También sabemos que Casillas poseía una llave de la entrada trasera al club, que era amigo de la víctima y, según Guadalupe Oliveira, la noche del crimen no estuvo en el club a pesar de que él declaró lo contrario.

—¿Y a qué esperan para traérmelo, si todo apunta a él? —preguntó exasperada la juez.

—No tenemos pruebas concluyentes —rebatió Castro—. De hecho, su coartada, a excepción de Guadalupe Oliveira, ha sido confirmada por varias de sus chicas.

—¡Pues consíganlas! Consigan las pruebas —exigió Dolores Requena.

—Hoy lo llevaremos a jefatura. A él y a Alina Góluvev. También vamos a seguir otras vías de investigación.

—Queremos hablar con Mateo Torres, su último jefe. A ver qué nos puede contar de Ruiz —intervino el subinspector Gutiérrez para mencionar una de esas nuevas vías de investigación, si bien él pensaba que iba a ser perder el tiempo. Estaba convencido de que la muerte de Ruiz estaba estrechamente relacionada con su condición de pederasta y con aquel cuaderno.

—Está bien que sigan otras líneas de investigación, pero sin perder de vista hacia dónde apuntan las pistas. Me ha dicho el comisario que han hablado con los taxistas de la zona.

—Sí, sin éxito —confirmó Castro—. Guzmán Ruiz no hizo uso de un taxi para llegar al polígono.

—Eso solo nos deja la opción de que alguien lo llevara en coche. Probablemente su asesino —reflexionó Requena—. ¿Han revisado sus cuentas?

—Estamos en ello. De momento, no hemos encontrado nada de particular.

—Estamos en pañales —afirmó de manera contundente Requena—. Bien es cierto que han pasado poco más de veinticuatro horas desde que se encontró el cadáver, pero debemos agilizar la investigación.

—Tenemos un equipo de más de treinta personas revisando sus cuentas, su ordenador, analizando muestras, tejidos, huellas, comprobando coartadas…

—Sí, sí, sí —interrumpió la juez a Castro de forma despreocupada y recostándose en la silla—. No estoy insinuando que no estén haciendo su trabajo. De hecho, me consta que todas las unidades están involucradas al cien por cien en el caso. Pero necesitamos resultados concluyentes.

Los inspectores de la Científica, Montoro y Miranda, miraban a la juez entre incómodos e impacientes. «Si nos dejaran trabajar en vez de tanta reunión, la investigación se agilizaría el doble», parecían decir sus rostros. No obstante, Montoro se limitó a decir:

—Tenemos unas cuantas muestras en proceso de análisis. Y esperamos que a lo largo del día de hoy tengamos resultados.

—Me alegra oírlo, inspector Montoro, porque es lo que necesitamos: resultados.

Tras establecer una serie de pautas de cara al fin de semana y requerir explicación sobre algunos detalles de la investigación, Dolores Requena dio por concluida la reunión, no sin antes recordarles su disponibilidad para cuanto necesitaran.

—Inspector Castro, espere —pidió la magistrada una vez que los demás habían salido del despacho. El inspector se volvió—. Mantenga controlada a su amiga, la periodista. No quiero problemas, ni más sorpresas. No quisiera verme obligada a medidas extremas.

A Castro le hizo gracia la presunción de inocencia respecto a sus compañeros del que había hecho objeto la juez. Y lejos de sentirse ofendido, se sintió contento porque eso le daba una buena excusa para estar pendiente de Olivia Marassa.

—Sí, señoría. Me ocuparé personalmente de ello —respondió, dando media vuelta y saliendo del despacho de la juez con una sonrisa en el rostro.

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