Animal

Animal


Capítulo 49

Página 52 de 75

49

—Parece que has visto muchas series policíacas —exclamó el inspector Castro mientras despejaba la mesa en donde habían cenado.

Había sido una velada muy agradable. El vino tinto había fluido más de lo que acostumbraba y la conversación con Olivia, para su sorpresa, había discurrido más allá de la investigación. Castro se había permitido hablar de sí mismo sin apasionamiento, de sus años en el Cuerpo Nacional de Policía, de sus logros y de sus fracasos personales —sin ahondar en ellos, a pesar de reconocer que abundaban más los segundos que los primeros—, de su ostracismo social autoimpuesto en aras de su trabajo, que ocupaba la totalidad de su tiempo, de Hugo, de Jorge… Se había dejado llevar por el ímpetu de Olivia y, por qué no reconocerlo, por los efectos del vino. Se había sentido cómodo hablando de todo y de nada y escuchando a la periodista hablar de sus años de universidad en Madrid, de su regreso al hogar tras el fallecimiento de su padre, de su futuro profesional truncado cuando estaba empezando a despegar, del resentimiento que había sentido hacia su madre por no ser capaz de sobreponerse como hacía todo el mundo («yo era —había dicho ella— muy egoísta. Solo pensaba en mí y en mi gloriosa carrera en Madrid. Pequé de falta de sensibilidad y es algo de lo que, aún hoy, me arrepiento»), de los años en los que se sintió prisionera en su propia casa… Pero, sobre todo, se había sentido cómodo con Olivia, aunque hubieran estado en completo silencio. Y eso le sorprendió tanto que no sabía cómo digerirlo.

Olivia había sacado una cartulina blanca, un rotulador negro y un bloc de notas adhesivas de distintos colores. La mitad de la cartulina estaba llena de ellas con anotaciones. Cuando Olivia depositó el gran cartón en la mesa, Castro pudo observar que era un esquema, más o menos detallado, de la investigación de ambos asesinatos. Olivia había etiquetado cada información conseguida: en pósits de color amarillo, las pistas y evidencias; de color azul, las dos víctimas, cuyos nombres había escrito en letras mayúsculas; de color verde, los «trapos sucios» de las víctimas, sus secretos tanto del pasado como del presente; de color naranja, los posibles sospechosos y en color rosa, los interrogantes y las lagunas.

Castro se maravilló de la cantidad de información de la que disponía la periodista y de cómo, según su esquema, todo apuntaba al pasado de Guzmán Ruiz, a su tendencia pedófila y pederasta —en uno Olivia había escrito «sedujo a su mujer cuando era una niña»— y a su relación con Germán Casillas.

—¿Rellenamos los espacios en blanco? —preguntó ella sentándose en una de las sillas y apoyando los codos en la cartulina.

El inspector se sentó y se pasó una mano por la barbilla. Estaba a punto de violar una diligencia judicial y el secreto de sumario pero, aunque en un primer momento la idea planteada por Olivia de compartir información le pareció descabellada, ahora estaba deseando poner sus puntos de vista encima de aquella cartulina y escuchar la opinión de ella.

—Dejemos clara una cosa —puntualizó Castro antes de empezar—. Lo que te cuente hoy aquí bajo ningún concepto puede salir de esta cartulina. Huelga decir que no podrás mencionárselo a nadie. —Hizo una pausa—. Ni siquiera a Mario.

—Te lo prometo. ¿Empezamos?

—Ya conoces las circunstancias de la muerte de Ruiz —aseveró Castro—. Pero lo que no sabes es que le dejaron inconsciente de un golpe en la cabeza, antes de emascularlo. Apareció en el polígono y lo mataron allí. Hora de la muerte, medianoche. Se descarta el robo. Entre sus pertenencias no hemos encontrado su teléfono móvil. Suponemos que iba en dirección a La Parada cuando lo mataron, dado que esa noche no apareció por el club. Y suponemos que iba acompañado de su asesino, a quien creemos que conocía, pues no había señales de lucha en el cadáver.

—¿Cómo llegó allí? —preguntó Olivia cogiendo una nota amarilla.

—En su vehículo, no. Apareció aparcado en Pola de Siero, no lejos de su casa. Y en taxi, tampoco. Hemos hablado con todos los taxistas de Pola de Siero y Noreña. Posiblemente, en el mismo coche de quien lo mató.

—¿Encontrasteis huellas, restos de ADN? —quiso saber Olivia mientras rellenaba con letra pequeña y apretada la nota que había titulado «PISTAS RUIZ».

—Solo un pelo de gato en la ropa de Ruiz.

Olivia subrayó la palabra «gato».

—El cuerpo lo encontró Guadalupe Oliveira sobre las tres de la madrugada. —Olivia repasó ahora sus notas—. Me comentó que el coche que había visto a esa hora tenía algo que le había llamado la atención. ¿Ha recordado qué era?

—De momento, no.

—¿Habéis localizado el coche?

—¿Un coche pequeño y blanco, del que no sabemos la matrícula ni el modelo? —Por el tono irónico de Castro, Olivia dedujo que no y lo anotó.

—Pudo ser un testigo o el propio asesino —señaló Olivia.

—Si hubiera sido un testigo, ¿por qué no ha dado señales de vida? —razonó él.

—¿Miedo, quizá? —Olivia escudriñó el rostro de Castro—. No crees que fuera alguien que pasara por allí, ¿verdad? Piensas que era el asesino —inquirió apuntándolo con el rotulador—. Pero no tiene sentido, ¿por qué iba el asesino a volver a la escena del crimen tres horas después?

—A buscar algo —sentenció Castro—. Se le olvidó o perdió algo… no sé… el arma del crimen, por ejemplo… y volvió a buscarlo —especuló el policía dándose cuenta de que era una conjetura que aún no había analizado en profundidad con su equipo.

—Tenía que ser algo muy importante para arriesgarse tanto —adujo la periodista con poca convicción.

—También rastreamos el navegador del coche de Ruiz y nos condujo a una casa, a las afueras de Oviedo, alquilada por una sociedad que, a su vez, está a nombre de Alina Góluvev, una de las chicas de Germán Casillas.

Olivia cogió otro papelito, esta vez de color naranja, y apuntó los nombres de Casillas y de Alina.

—¿Qué relación tiene Casillas con esa tal Alina y con Ruiz?

—Creemos que eran socios. Los tres.

—¿Del club? —se sorprendió la periodista.

—No exactamente. —Castro titubeó. Cogió aire y lo soltó con fuerza—. En la casa organizaban encuentros sexuales entre adultos y menores de edad.

Olivia dejó caer el rotulador y el policía observó cómo se le dilataban las pupilas, si bien no supo interpretar si por la sorpresa o porque esa información para ella, ahora mismo, era como una papelina para un drogadicto en fase de desintoxicación, es decir, intocable. Hubo un entendimiento tácito, un silencio entre los dos que no requirió de ninguna advertencia.

—El cuaderno que encontraste es un libro donde están reflejadas las transacciones, con claves, por supuesto, y en La Parada hemos encontrado grabaciones… de… de esos encuentros. —El policía tragó saliva—. Yo no he visto las imágenes, pero al parecer Ruiz sale en uno de los vídeos participando de los abusos.

—¡Hijo de puta! —exclamó la periodista—. ¿Pensarás que soy un monstruo si te digo que me alegro de que esté muerto? —confesó con rabia.

—No. Pensaré que eres humana, Olivia. Si te soy sincero, yo también siento alivio al pensar que hay un monstruo menos en la calle.

Olivia cogió el rotulador de nuevo y cogió otro papel amarillo.

—¿Pudieron matarlo Casillas o Alina?

—Casillas tuvo la oportunidad. No tiene coartada para la noche del crimen. Ella, sí.

—¿Y el móvil del crimen?

—Conociendo las costumbres de Ruiz en el pasado… ¿lo intentó engañar? ¿Le estaba robando? ¿Casillas chantajeaba a Ruiz con los vídeos y tuvieron una pelea que acabó mal?

Mientras Castro exponía las hipótesis, Olivia anotaba y luego colocaba cada papel en la cartulina.

—¿Y qué me dices de la gente a la que estafó en Lugo?

—Están los compañeros de la Judicial de allí investigando esa vía. Pero hasta el momento, no hay nada.

—¿Así que solo sospecháis de Casillas? —preguntó Olivia con intención.

—No.

—¿Qué no me estás contando? —Olivia sonrió con picardía.

—Ruiz llevó a la quiebra una empresa de Pola de Siero. De mala manera. Dejó a mucha gente en la calle y al propietario en la ruina. Se llama Mateo Torres. —Hizo una pausa para dar énfasis a lo que iba a decir—. Tiene dos gatos y la tarde del asesinato se le vio discutiendo con Ruiz. Y tampoco tiene coartada.

—¡Vaya!

—Y eso sin contar unos cuantos flecos que estamos investigando: empleados de Torres a los que no les sentó bien quedarse en el paro, quizá alguien relacionado con los menores que prostituían, la mafia con la que se relacionaban para traer a esos menores, alguno de los hombres grabados en los vídeos. Quizá Ruiz conocía la existencia de esos vídeos y era él quien chantajeaba…

—Muchos frentes abiertos. —Olivia resopló. Cuanto más color cobraba la cartulina, menos claro veía el caso. Y cada vez había más pósits naranjas y rosas que amarillos—. Luego está mi teoría, que aumentaría la lista de sospechosos —añadió ella.

—¿Y es?

—Cuando Ruiz trabajó como profesor en Pola de Siero, pasó algo que provocó que escapara con el rabo entre las piernas y no regresara hasta pasados treinta años.

—¿Y piensas que ese algo o alguien ha estado esperando pacientemente treinta años para vengarse? —cuestionó el policía con escepticismo.

—Ya te lo diré. Es mi tarea para mañana —respondió Olivia haciendo caso omiso del tono artificioso del policía—. A veces, las venganzas se gestan durante años y basta un detalle insignificante para convertir a una persona en un monstruo, en un asesino.

—Un detonante —añadió él.

—Sí. Algo que ha cambiado en algún momento del presente cercano. Si damos con ese cambio, daremos con el autor de los crímenes.

El inspector Castro tomó nota de esa idea. La naturaleza humana tiene una simiente primitiva y animal que, la mayoría de las veces, está latente, contenida por los comportamientos sociales y morales aprendidos de niños. Pero, otras, ese muro se resquebraja, se rompe y el animal que habita en nosotros dormido, agazapado, se despierta y se impone, devorando el raciocinio, la moral y al ser humano. El asesinato rara vez es un hecho aislado. Constituye el culmen de una serie de acontecimientos, pasados o presentes, grandes o insignificantes, pero siempre de trascendencia para quien comete el crimen.

—¿Pasamos a Victoria Barreda? —sugirió Castro frotándose los ojos.

—Era una de mis sospechosas —comentó Olivia señalándole la cartulina que presentaba un tachón sobre el nombre y levantándose después a preparar café. Mientras se peleaba con una moderna cafetera de cápsulas, el inspector expuso los hechos.

—Hora de la muerte: sobre las once de la mañana. La drogaron con benzodiacepina, con lo cual no había signos de lucha. Como ya sabes, le sacaron los ojos y le cortaron la lengua, probablemente con la misma arma con que mataron a Ruiz: un bisturí o similar. Y después le inyectaron heparina. Se desangró en cuestión de minutos.

Olivia volvió a la mesa con dos capuchinos. Se tomaron unos segundos para paladear el café, cuyo aromático olor inundó la habitación. El inspector continuó hablando:

—Victoria Barreda conocía al asesino. Le invitó a café. Y las puertas no estaban forzadas.

Olivia observaba a Castro con expresión atenta y rodeando la taza caliente con las dos manos.

—Se han encontrado unas huellas parciales que no aparecen en el CODIS y unas fibras que aún se están analizando. Y los cortes tanto de Barreda como de Ruiz fueron hechos por una mano firme y con cierta destreza con este tipo de arma o una mente con ciertos conocimientos de anatomía. Al margen de eso, nada.

—¿Un médico? —inquirió Olivia. Esa era una buena pista.

—Es una posibilidad. Delitos Tecnológicos está analizando las grabaciones. Tratan de reconocer a los menores y también a los hombres que aparecen en ellas. Puede que entre ellos haya algún médico.

—No lo dices muy convencido.

Castro chasqueó la lengua.

—Es que no lo estoy. Tengo la sensación de que es mucho más sencillo que todo esto —dijo abarcando con los brazos la cartulina en la que no había sitio para una nota más—. La misma mano mató a los dos. Estamos ante una venganza. Simple y llanamente. El mensaje y el correo lo demuestran.

—¿Qué mensaje? —inquirió ella con sorpresa.

—El de la nota que dejaron con el cuaderno. Decía algo así como que el cerdo merecía morir y que la justicia no es ciega.

—Cierto, lo había olvidado. Como la dirección del correo electrónico —meditó Olivia, mientras añadía una anotación en uno de los papeles amarillos pegados en la cartulina—. De manera que están relacionados.

—Creemos que sí. Mismo modus operandi, casi con seguridad la misma arma y el mismo mensaje: «La justicia no es ciega».

—Pero entonces… hay que buscar a una persona que no tuviera coartada para ninguno de los dos crímenes.

—Da la casualidad de que Casillas tiene coartada para la muerte de Victoria Barreda. Estaba en La Parada, rodeado de policías que ejecutaban un registro en el club —confirmó el policía con gesto cansado.

—Entonces, queda descartado —aventuró Olivia apresurándose a tachar a Casillas como sospechoso.

—No necesariamente. —Olivia dejó el rotulador en el aire—. Alina no tiene coartada. Pudieron hacerlo en equipo. Son socios. ¿Y si uno mató a Ruiz y la otra a Barreda?

—¿Y Mateo Torres y su mujer? —preguntó Olivia.

—Jorge y yo estuvimos con ellos, en su casa, hasta las diez más o menos —confirmó Castro.

—Pero a Barreda la mataron a las once. ¿Pudo darle tiempo?

—Es una posibilidad que tendremos que comprobar, pero es poco probable. Él está enfermo. Ella está en mejor forma. Aun así, son dos personas de cierta edad. Y no disponían de vehículo. Hubieran tenido que ir andando y viven en el extremo opuesto a la vivienda de Barreda.

—Pues estamos apañados —bromeó Olivia apurando el café—. Menos mal que aún tienes que investigar a los pederastas de los vídeos y a los trabajadores de Torres.

—Hay otra persona que no tiene coartada para esta mañana, Olivia —señaló Castro cauteloso, sin atreverse a mirar a Olivia.

—¿Quién? —preguntó Olivia echando un vistazo rápido a la cartulina. Se fijó en los papeles naranjas.

—No está ahí —aseveró el inspector siguiendo la mirada de la periodista, quien de repente comprendió con una claridad meridiana. Se levantó de la silla, como si hubieran activado un resorte bajo sus piernas, y se encaró al policía.

—¿No estarás hablando en serio? —espetó ella de mal humor. De repente, había dejado de sentirse cómoda.

—Tiene coartada hasta las diez de la mañana. A partir de esa hora, no puede demostrar dónde estuvo. Según él, buscando información que tú le habías pedido, en el polígono y en su casa, pero no hay nadie que pueda confirmarlo.

—Estás equivocado.

—¿Sabes dónde estuvo la madrugada del jueves? —preguntó Castro.

—¿Me estás interrogando? —quiso saber Olivia a la defensiva.

—No. Quiero que trates de abstraerte, que intentes ser objetiva. ¿Sabes dónde estuvo?

—En casa. Durmiendo. Y vive solo, de manera que no tendrá testigos. —Olivia se había puesto a caminar en círculos pequeños, como un león enjaulado. Se detuvo y miró a Castro fijamente, retándole a que la contradijera—. Pero deberías preguntárselo a él.

—Lo haré. Mañana. Te rogaría que no le pusieras sobre aviso —pidió el policía.

—Si lo conocieras, ni siquiera contemplarías la posibilidad. ¿De verdad crees que es necesario? —era una pregunta retórica, pues Olivia sabía que Castro llegaría hasta el final, independientemente de lo que ella opinara y sin atender al terremoto emocional que pudiera provocar.

—Tengo que hacer mi trabajo, Olivia. Tienes que entenderlo. Y Mario no tiene coartada, sus huellas estaban en el cuaderno. De hecho, lo encontró él. Se le vio merodeando delante de la casa de Barreda.

—Pero ¡no tiene motivos! —exclamó Olivia impotente.

—Que tú sepas —sentenció él—. Si no fuera tu amigo, ¿no serían indicios suficientes para poner su nombre en una nota naranja? —planteó el inspector señalando la cartulina. Olivia volvió a sentarse en la silla. Reconocía que él tenía razón, a pesar de la presión que notaba en la boca del estómago.

En ese momento, Pancho, que había estado enroscado en la habitación de su dueña, hizo su aparición en el salón y de un salto, ágil y ligero, aterrizó encima de la mesa. Castro dio un respingo.

—Te presento a Pancho, mi compañero de piso —dijo Olivia sin mucho entusiasmo.

Castro miró al gato y a Olivia. A Olivia y al gato. Y se le aceleró el pulso.

«Y además, el fotógrafo está en contacto con un gato». El pensamiento se abrió paso en su mente a cámara lenta. Le pasó la mano por el lomo al felino y cerró el puño. Sin que Olivia se diera cuenta, sacó un pañuelo de papel del bolsillo y frotó la mano contra él. Al día siguiente, Montoro tendría pelo de Pancho para comparar con el encontrado en el cuerpo de Ruiz.

Miró el reloj. Estaba cansado y, aunque estaba disfrutando más de lo que estaba dispuesto a reconocer, necesitaba descansar.

—Es tarde. Son casi las dos de la mañana. Me ha gustado comentar contigo el caso, pero es hora de irse a casa —había dicho Castro sin ceremonias, sin adornos ni ñoñerías, antes de irse.

Olivia también había disfrutado de la velada, no solo por haber podido meterse de lleno en la investigación, sino por él, por aquel hombre serio, centrado y tan absolutamente irritante y cabezota. Pero le gustaba. «Me gusta. Me gusta mucho». Olivia se sorprendió con ese pensamiento. Sintió un cosquilleo a la altura del pecho. Hacía mucho tiempo que no le gustaba nadie. Se entretuvo pensando en el inspector mientras se desnudaba para meterse en la cama. Hasta que se acordó de Mario. Reflexionó sobre lo que Castro había dicho. Tuvo que reconocer, de mala gana, que la madrugada del jueves no había podido localizar a su amigo fotógrafo, a pesar de haberle llamado en repetidas ocasiones. Y eso le había extrañado, pues Mario rara vez apagaba el teléfono móvil. Y el golpe en la cabeza de Ruiz. La cámara… estaba abollada. «Dijo que se le había caído al suelo —recordó—. Se le resbaló y cayó al suelo», repitió machaconamente.

Olivia cerró los ojos con fuerza. No quería pensar en Mario. No podía permitirse dudar de Mario. «Son coincidencias. Solo eso».

Aun así, antes de acostarse, se acercó a la cartulina y añadió un último papelito naranja junto a los otros: «Sospechoso: Mario».

Ir a la siguiente página

Report Page