Animal

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Capítulo 56

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La sala del café parecía un horno. La habitación no tenía ventilación y tampoco aire acondicionado. Gutiérrez estaba apoyado contra la pared, con una botella de agua en la mano. A pesar de la temperatura de la sala, parecía fresco y relajado. No así Castro, que no dejaba de pasear de un lado al otro de la habitación, con gesto preocupado.

—Nos falta la conexión de Sarriá con las víctimas. —El inspector aceleró el paso—. Hay un nexo de unión y algo se nos escapa, Jorge.

—Tampoco conocemos la motivación de los crímenes —añadió el subinspector bebiendo lo que quedaba en la botella—. No tenemos ni móvil, ni conexión. Por no tener, no tenemos ni arma del crimen. Solo el pelo de un puto gato.

—También tenemos la oportunidad, Jorge. No tiene coartada para ninguno de los dos crímenes.

—¿Tú crees que con lo que tenemos la juez concederá la orden para registrar la vivienda del fotógrafo?

—Espero que sí. El comisario puede ser muy persuasivo. —Castro se detuvo y se apoyó en la pared junto a Gutiérrez—. Ponme al día. ¿Qué has conseguido de Torres y de Sergio Canales?

Gutiérrez sacó el cuaderno del bolsillo trasero de sus pantalones. Hojeó las anotaciones y ordenó sus ideas.

—A ver… Mateo Torres reconoció haberse peleado con Ruiz. Ayer mintió para no disgustar a su mujer. Asegura que se preocupa en exceso desde que sufrió los infartos. No consideró que fuera un detalle importante. —Gutiérrez levantó la vista del cuaderno y frunció los labios. Su gesto decía que no daba crédito a esta última declaración.

—¿Y por qué lo atacó?

—Fue un impulso. Dice que lo vio caminando y —pasó una página del cuaderno—, leo literalmente, «tan tranquilo, con ese aspecto arrogante y engreído, después de lo que había hecho», le cegó la ira. Cuando se quiso dar cuenta, estaba encima de él. Asegura que no sabe qué le pasó.

—Que su animal rugió… —musitó Castro.

—¿Qué? —Jorge clavó la mirada en su jefe, sorprendido.

—Nada… cosas mías. Continúa, Jorge.

—Poco más. Después de irnos nosotros, permaneció en casa con su mujer hasta que llegaron los de la Científica a recoger el coche, a eso de las doce.

—Es una coartada endeble, porque su mujer sería capaz de cualquier cosa para protegerlo, pero coartada, al fin y al cabo. Y si no podemos desmontarla…

El inspector Castro cambió el peso del cuerpo de un pie al otro. Se tomó unos segundos para reflexionar.

—Si te soy sincero —confesó— no veo a Torres cometiendo los crímenes. Demasiado… frágil, y no solo hablo de fragilidad física.

—Eso es porque te cae bien —bromeó Gutiérrez.

—Puede ser. ¿Y Sergio Canales?

—Ese es harina de otro costal. —Chasqueó la lengua—. Es un tío del tamaño de un armario. No tiene nada de frágil. Y con muy mala leche, de los de mecha corta. No se cortó en decir lo que pensaba de Ruiz, nada bueno, por cierto. Lo acusó de ladrón, estafador y, cito textualmente —hizo una pausa buscando la cita—, «un hijo de puta sin conciencia que se merecía lo que le ha pasado».

Castro silbó, enarcando las cejas.

—Una pieza que besa por donde pisa Torres que, según él, es una persona como Dios manda.

—¿Y hasta dónde llega esa lealtad? —preguntó el inspector, más para sí mismo que para su compañero.

—Antes de que la empresa entrara en quiebra, Canales se enfrentó con Ruiz en unas cuantas ocasiones. Lo ha reconocido abiertamente, inspector. En una ocasión llegó incluso a cogerlo por el cuello de la camisa. La cosa no fue a más porque los separaron. Pero ha reconocido que se quedó con ganas de reventarle la cara.

—¿Qué provocó esos enfrentamientos?

—Canales sospechaba que Ruiz recibía sobres de algunos proveedores a cambio de garantizarles pedidos.

Castro enarcó las cejas. Esa forma de actuar cuadraba a la perfección con el carácter de la víctima.

—¿Y por qué sospechaba tal cosa?

—Porque en cuanto llegó Ruiz, los proveedores cambiaron y los mismos materiales empezaron a comprarse a precios mucho más elevados.

—Lo normal es comprar a la baja y no al contrario.

—El problema es que tiene coartada, tanto para la madrugada del jueves, estuvo en casa con su mujer, sus dos hijos y su suegra, como para la mañana de ayer: estaba en el trabajo.

—Habrá que confirmarlas.

—Ya están en ello. Pero me temo que dice la verdad. Créeme si te digo que lo de la suegra es una coartada infalible. ¿Qué suegra se prestaría a mentir por su yerno? —bromeó Gutiérrez soltando una carcajada—. Además, Canales es más del tipo que machacaría la cabeza a su víctima y dejaría todo el escenario sembrado de evidencias. Sin premeditación. No le veo planificando el crimen.

—¿Han sacado algo de las farmacias?

—De momento un buen montón de recetas. Los de la Judicial están con ellas. Si encuentran algo, nos avisarán. Pero tardarán un buen rato. No te imaginas la cantidad de medicamentos que se expiden en un solo día. Imagínate en dos meses.

Castro se irguió. Se frotó los ojos y se pasó la mano por la frente. Estaba sudando. El calor en aquella habitación empezaba a ser insoportable.

—En cuanto hablemos con Pablo Ruiz nos vamos a la jefatura. —Castro abrió la puerta de la sala. De repente se sentía mal, abotargado y con la imperante necesidad de aire fresco.

—Tiene que estar a punto de llegar —le recordó el subinspector echando una ojeada rápida al reloj.

Ambos salieron al calor, menos sofocante, del pasillo. Castro se dirigió al despacho, que en ese momento le pareció mucho más deprimente que antes. Se sentó al escritorio y Gutiérrez se dejó caer en la silla en donde poco antes había estado sentado Mario Sarriá. Ambos parecían derrotados.

Castro deseó estar en cualquier parte menos allí, sentado en aquel despacho gris, sin ventilación, sudando como un cerdo y esperando por la verdadera víctima de aquellos crímenes.

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