Angelina

Angelina


IV

Página 8 de 69

IV

No sé a qué hora desperté. Desconocí el sitio en que me hallaba, me volví del otro lado y seguí durmiendo hasta las ocho de la mañana. No quisieron, sin duda, despertarme, para que me desquitara de las desmañanadas del Colegio.

—¡Que duerma hasta que quiera! —dirían las buenas señoras—. Harto habrá madrugado en diez años de encierro.

La luz que se filtraba por las junturas del techo y por las hendiduras de la ventana, alegre y regocijada me hizo dejar el lecho. Fuera resonaba la escoba cantante de una barredora inteligente, cantaban pajarillos y cacareaban las gallinas. Un gallo ronco lanzaba, de tiempo en tiempo, su canto de ensoberbecido sultán.

Presentía yo hermoso día, uno de esos inolvidables días que dan a las almas de los niños festivo buen humor; uno de esos días que convidan a sacudir el yugo escolar para irse por los campos a tenderse bajo los álamos del río, cabe las ondas murmurantes, cerca de las piedras cubiertas de musgo, lejos del dómine cetrino e irascible, lejos de las coplas del Iriarte, de las discusiones del Foro y de las catilinarias terríficas; día de los más bellos para salar. Me olvidé de mi edad, me imaginé que tenía siete años, me persuadí de ello, y me dije:

—Lo que es hoy, me desayuno, y dejo al «pomposísimo» don Román con sus odas y sus églogas. ¡Allá se las avenga! Ahora… ¡al cerro del Cristo, a las dehesas del Escobillar, a cortar guayabas en las sabanillas que bordan las orillas del Pedregoso!

Y, dicho y hecho, en pie. Pronto estuve listo. No procuré cambiar de traje, y me puse el muy empolvado de la víspera, que me olía a lo que huelen los caminos de la Mesa Central, a sequedad y tierra estéril. Cuando entré en el comedor —¡qué comedor!— una pieza de seis varas cuadradas, mi tía Pepa, muy risueña y parlera, me esperaba sentada a la mesa.

—¡Por Dios, Rorró! ¡Quieres que me dé un ataque! Son las nueve, y aquí me tienes, sin probar bocado, en espera del caballero, mientras éste duerme como un marqués. Carmen no ha dormido en toda la noche, pensando en ti, muy contenta de haberte visto. ¡Tiene tu tía unas cosas! Dice que pronto liará el petate; que ya viniste y que, tal vez, eso nada más espera Dios para llevársela. Así sucede todos los días; siempre amargándonos la vida con tristezas, ¡siempre haciéndonos llorar! Pero, ¡vaya!, a todo esto ni quien piense en el desayuno… ¡Señora Juana: aquí estamos ya! ¡El chocolatito! Tú tomarás café con leche ¿no es eso? Ustedes los muchachos no gustan ya del chocolate; dicen que es antigualla. Yo, hijo, como tu abuelo, chocolate y nada más; chocolate bueno, eso sí. Mira, Rorró: a eso sí no puedo acostumbrarme, al chocolate malo. ¿Comes algo? ¡Dilo, muchacho, que para eso estás en tu casa! Señora Juana: a ver qué le hace usted a Rodolfo… ¡Hay que chiquear al niño!…

La buena de mi tía no me dejaba hablar. Suelta de lengua, viva, ingeniosa, era difícil cortarle el hilo una vez que principiaba a hablar. No bien pidió el almuerzo, siguió diciendo:

—¿Ya sabes que está con nosotros una joven? ¿No la viste anoche?

—Creo que sí…

—¡Muy buena! ¡Muy buena! ¡Como un pan de gloria! Y te quiere mucho… Parece que te conoció desde que eras así. ¿Te acuerdas qué travieso? ¿Te acuerdas de cuando rompiste el juego de café de tu tía Carmen? Me parece que te veo: te fuiste a esconder en la bodega. De allí te sacamos para que vinieras a comer, y viniste pálido y lloroso. ¡Tú dirás! Por unos cacharros cualesquiera… Eran de China, y muy bonitos; pero ¡qué importaba! ¡Todavía se acuerda de ellos tu tía! ¿Por qué te sonrojas? ¡Vaya, hijo! ¿Todavía tienes miedo de que te castigue tu madrina?

Efectivamente, el recuerdo de aquella diablura me sacaba al rostro los colores. Se trataba de un precioso servicio de café, de legítima procedencia chinesca, que mi abuelo compró en un puerto del Pacífico, a bordo de un navío inglés que volvía del Celeste Imperio. Era el encanto de la casa. Un día, jugando a la pelota ¡chas! quedó hecho pedazos.

—Pues bien, como te iba yo diciendo —prosiguió mi tía— es muy buena muchacha… y ¡te quiere mucho! Las últimas camisas que te mandamos las hizo ella, y ¡con qué cuidado!

—Dígame usted, tía ¿quién es esa joven?

—¡Ahora te diré! —e interrumpiéndome, gritó:

—¡Angelina! ¡Angelina! ¡Ven acá!

Y continuó, dirigiéndose a mí:

—Está con Carmen. Si tú vieras: es muy hábil para todo, muy hacendosa, o, como dice señora Juana, ¡muy mujer! Es la alegría de la casa. Parece un pajarito que a todas horas está cantando. Nos tiene un cariño, un amor… que… ¡Si te digo que parece de la familia! ¡Qué cuidados con Carmen! ¡Es muy viva, muy sabia; escribe que es un encanto! Ya conoces su letra; ella escribe cuando yo estoy con la jaqueca. La pobrecita ha sido muy desgraciada. ¡Dios le dé un buen marido!…

—Pues… ¡pedírselo a San Antonio!

—Lo merece, hijo, lo merece.

—Ya tendrá novio ¿verdad, tía Pepa? O, por lo menos, sus amartelados…

—¿Qué? ¿Qué dices?

—Que ya tendrá novio…

—¿Novio Angelina? ¡Por Dios, Rorró! ¡Qué otro vienes!

Y en tono dulce y suplicante agregó:

—¡Ay, Rorró! ¡No hagas malos juicios de las personas!…

En aquellos momentos llegó la joven. Tímida y cortada se detuvo en el umbral; bajaba los ojos, y al parecer distraída jugaba con la punta del delantal.

—¿Me llamaba usted, doña Pepita? —dijo.

—Sí —respondió mi tía— para que conozcas al sobrino. ¿No deseabas conocerlo? Pues aquí lo tienes. Ya lo ves.

La doncella murmuró una excusa. Mi tía continuó, dirigiéndose a mí:

—Aquí tienes a la que, con esas manecitas, te hizo las camisas que te gustaron tanto; la que bordó aquellos pañuelos que te mandamos de cuelga el día que cumpliste diez y siete años. ¡Mentira parece! ¡Y quien te conoció, así, chirriquitín, que cabías en un azafate!…

Elogié las habilidades de Angelina. Esta, confusa y contrariada, no alzaba los ojos para verme.

Mientras señora Juana ponía delante de mí el café, el pan, la mantequilla, y no recuerdo qué más, y en tanto que la tía Pepa me servía, admiré a la joven. Era alta, esbeltísima y arrogante; había en ella esa externa y encantadora debilidad de las personas sensibles y delicadas que reside en todo el cuerpo y que se revela en todos los movimientos. Su rostro era de lo más distinguido. Pálida, con palideces de azucena, aquella carita fina y dulce se hacía casi marmórea por el contraste que producían en ella lo negro de los cabellos y lo espeso de las cejas. Permanecía con la vista baja, con cierto aire gazmoño, sí, gazmoño, que no me causó buena impresión. ¿Cómo hacer para que me dejara ver sus ojos?

—Vea usted, vea usted, Angelina… —dije precipitadamente— ese pajarito que está bañándose.

Volvió el rostro, levantó la cabeza, y miró hacia la jaula.

—¿Ese es el que ha estado cantando?

—¡Ese! —contestó, volviéndose a mí.

¡Qué hermosa! Ojos negros, luminosos, húmedos; nariz delgada, fina, correctísima; boca agraciada; mejillas en las cuales se dibujaban apenas lindos hoyuelos, que más acentuados, al reír la joven, serían encantadores.

—¡Buen cantante! —díjele, mirando al pajarillo.

—Le molestaría un poco. Desde muy temprano se suelta cantando. A veces —agregó, haciendo un mohín risueño— ¡está insufrible!

Pude gozar entonces de la belleza singular de aquella boca, de aquellos labios rosados que dejaron ver, al plegarse dulcemente, una dentadura irreprochable.

Mi tía Pepa se entretenía con el chocolate, y yo me servía en una rebanada de pan la fresca e incitante mantequilla.

La anciana, como si quisiera establecer entre nosotros una corriente de recíproca simpatía, exclamó después de engullirse una sopa.

—Oye, Angelina: Rodolfo está muy contento de las camisas que le mandamos, y dice que nadie las hará mejores. Elogia mucho las marcas de los pañuelos, y…

—¡Ay, señor! —murmuró la joven, trémula, y levemente sonrojada.

—Y dice también… —prosiguió la santa señora, en un arranque de indiscreta sencillez— dice… que…

Comprendí la inconveniencia de mi tía, y la interrumpí:

—Tía ¿qué tal, está bueno el soconusco?

Pero ella no me oyó, o no quiso oírme.

—Dice que si ya…

—¡Tía! —exclamé sin poderme contener—. ¡Eso no debe decirse!

—¡Adiós! ¿Y por qué no?

—Porque no.

Angelina, turbada, nos veía con penosa curiosidad.

—¡Qué tiene eso! Dice que si ya tienes novio.

La doncella se estremeció de pies a cabeza, se encendió como una amapola, y bajó los ojos avergonzada.

—¡No!… ¡No!… —repitió entre dientes.

—Ya lo ve usted, tía. ¡Qué malos ratos le hacemos pasar a esta buena niña!…

Oyóse el repicar de una campanilla. Tía Carmen llamaba. En esto encontró la doncella su salvación.

—Usted perdone… —dijo— la señora necesita de mí.

Ir a la siguiente página

Report Page