Angelina

Angelina


XII

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XII

Entonces iba yo a saludar a la enferma. La pobrecilla pasaba muy malas noches. Padecía insomnios, y ataques de convulsión que la obligaban a dejar el lecho por algunas horas y a pasearse por el aposento, apoyada en el brazo de Angelina.

—¡Es para mí una hermana de la Caridad! —me decía la tía Carmen—. Conmigo no tiene la pobrecilla sueño tranquilo.

Y a Angelina:

—¡Pobre de ti! ¡Eres muy buena, muy buena! ¿Qué obligación tienes de velar mi sueño? ¡Me da pena llamarte, sí, me da pena! Si lo hago es porque no quiero despertar a Pepa. ¡La infeliz cae rendida, y ya no está para eso!

En tanto que yo conversaba con la enferma, en el corredor más lejano se reunían los discípulos: veinte o treinta niñitos de las principales familias de Villaverde, un coro de querubines traviesos y mimados.

Pronto resonaba en el patio el rumor alegre del estudio. La buena señora daba lección a cada niño, y luego se ponía al trabajo en una mesa larga y angosta.

De manos de mi tía, hábiles por extremo, salían todos los ramilletes que adornaban las iglesias de Villaverde. Flores de mil clases y colores. Unas, fantásticas, de papel dorado y plateado; otras, las más bellas, tan propias y bien dispuestas, que, a cierta distancia, nadie las distinguiría de las naturales. Allí, torciendo alambres, enhebrando capullos, acocando pétalos, pintando hojillas, se pasaba mi tía toda la mañana y toda la tarde. Sólo dejaba su labor para atender a los niños y tomarles la lección.

La joven venía en ayuda de la anciana. La doncella se pintaba para aquellas labores. De su mano recibían flores y ramilletes el último toque. ¡Qué guirnaldas y qué festones aquellos! Gallardos, sueltos, flexibles, como las guías de convólvulos y cabriofollos que sombreaban la fuente. Las rosas… ¡ah!, ¡las rosas! Lindas y espléndidas salían de manos de la anciana; pero Angelina las embellecía al tocarlas. Un tallo duro, una hoja rebelde, un pétalo sin gracia, todo recibía de la joven singular hermosura. Parecía que a través de los ramilletes pasaba un soplo primaveral que daba a las flores vida y lozanía.

Los niños, atraídos por tanta belleza, dejaban sus sillitas, y paso a paso se iban colocando en torno de la florista. Con las manos detrás, ocultando el libro, permanecían largo rato, embobados y boquiabiertos, delante de tantas maravillas.

A las doce concluía la tarea. Los criados llegaban por los niños, y era la hora de la lección. Mi tía se mostraba severa, fruncía el ceño, reprendía, amenazaba. Los chicos preferían que Angelina les tomase la lección. Ella, paciente y bondadosa, conseguía que los niños estuvieran atentos, y con una mirada o una caricia ponía orden en aquella turba de diablillos rubios, vestidos con faldellines de seda.

Angelina era una muchacha muy inteligente. Escribía con mucho primor. Linda letra la suya; suelta, cursiva, elegantísima, sin que lo donairoso de los trazos le hiciera perder esa suavidad del carácter femenil que no sólo se manifiesta en el estilo, sino que trasciende a la forma de las letras, siempre que la mujer no presume de sabia o gusta de llamar la atención. Difícilmente se le escapaba una falta de ortografía. Escribía como hablaba, con mullía naturalidad y sencillez, sin rebuscar frases ni atildamientos, siguiendo el orden lógico de las ideas, ajena a la calculada afectación, que hace del estilo epistolar una cosa insoportable y ridícula. Mas no por eso caía en el extremo opuesto, en las fórmulas de rito y en los conceptos de estampilla. Era muy dada a los libros; pero sólo leía cuando se lo permitían sus quehaceres. Leía todas las noches el Año Cristiano, y se sabía al dedillo las vidas de los santos.

Una noche le tocó leer la vida de Santa Teresa.

—¡Jesús! —exclamó—. Si ya me la sé de memoria. ¡Puedo repetirla del pe al pa!

Y como tía Carmen dudara, Angelina refirió, con muy buen acuerdo y muy donosamente, la vida de la mística.

Cosa rara en una joven, gustaba de los libros serios y se perecía por los históricos. Había leído tres o cuatro veces la Historia de Alamán, y solía atreverse contra los juicios del célebre escritor, no sin gran disgusto de mi tía Pepa, para quien los dichos de Don Lucas eran un evangelio.

Discurría de historia patria con mucha donosura, sonriendo, sin fatuidades ni alardes de saber. Valdría la pena consignar aquí el juicio de Angelina acerca de algunos libros. Para ella no había mejor novelista que Fernán Caballero, ni peor novelador que Pérez Escrich.

—¡Abrir un libro de esos, La mujer adúltera, La esposa mártir, y tener sueño, todo es uno! ¿Novelas? De Fernán Caballero. Sus personajes me parecen vivitos, de carne y hueso. ¡Aquello sí que es verdad! Comen, duermen… ¡Si me parecen gentes a quienes trato todos los días! Yo no entiendo de esas cosas… pero los libros de Fernán me gustan porque pintan la vida tal y como es. ¿Ha leído usted La Gaviota? ¿Elia? ¿Lágrimas?

—Y de Cervantes, ¿qué me dice usted, Angelina?

—¡Eso es aparte! ¿El Quijote? Es algo que parece novela y acaso no lo es…

—Pues entonces…

—No acierto a explicarme. Sí, es una novela; pero algo hay en ese libro que le pone por encima de todas las novelas.

Me pasaba largas horas conversando con Angelina. A pesar del estado de mi ánimo y del abatimiento de mi espíritu, cuando tejía con ella la red de viva plática, recobraba yo mi buen humor de otro tiempo, y me volvía alegre y jovial, y me olvidaba de esas enervantes melancolías que han sido, y acaso todavía lo son, nota sombría de mi carácter; de este carácter mío soñador y lánguido, dado a la pereza y al fantaseo, al delirio vago y a la meditación, sin objeto. Perniciosa melancolía nacida tal vez en mi alma cuando viví lejos de mi familia, condenado a las soledades de un colegio, cuyos claustros vetustos entenebrecieron mi espíritu; melancolía que me arrastra a los campos y a la espesura de los bosques para extasiarse largas horas ante el espectáculo de un crepúsculo deslumbrador, a orillas de laguna adormecida, escondido entre los juncos, o para abismarme en la contemplación de una flor desconocida, modesta y rústica beldad. Sentimiento tristísimo de la naturaleza que me hace odiosos el mundo ruidoso y frívolo y los atractivos de una sociedad vanidosa; sentimiento profundo de las bellezas del mundo físico, sentimiento que desarrollaron en mí los poetas y novelistas románticos. Por fortuna me he redimido un tanto de las preocupaciones y falsas ideas del romanticismo, y aunque no del todo exento de ellas, pues aún me queda en el alma lamartiniana levadura, miro la vida de otro modo, no pretendo que todo sea a mi gusto y a medida de mi deseo, y vivo tranquilo, como vive toda buena persona, sin que me atormenten poéticos anhelos, ni me divaguen devaneos inútiles, ni me amarguen delicadas sensiblerías.

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