Angelina

Angelina


LVII

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LVII

De tarde en tarde, después del despacho, salíamos de paseo, a lo largo del río, hacia los campos de caña de azúcar, hasta las faldas de pintoresca y cercana colina, algunas veces a caballo, las más a pie.

Mauricio empujaba el cochecito de Pepillo, y don Carlos y doña Gabriela le seguían a corta distancia. La joven y yo nos deteníamos aquí y allá en busca de flores o de helechos.

Una ocasión, viéndonos a gran distancia de los señores, nos sentamos al pie de un árbol, uno de los más hermosos de la ribera, cerca del cual se precipita el río a través de tupidos carrizales. Delante de nosotros teníamos hermoso panorama, dilatada dehesa, verdes gramales, risueños collados, arboledas seculares cubiertas por floridas enredaderas, viejos troncos poblados de orquídeas y de mil plantas trepadoras. A la izquierda lejano caserío, la fábrica, el «real,» los establos, hacia los cuales volvía el ganado, la capilla con su torre envuelta en un manto de hiedras; a la derecha la vega villaverdina iluminada por los últimos reflejos del sol; y en el fondo las altas montañas de la Sierra, sombrías, boscosas, coronadas de abetos y de ocotes. Gabriela observaba atentamente el magnífico espectáculo de la puesta del sol, prestando atento oído a los ruidos del campo, a los rumores del río, a los zumbidos extraños con que los insectos saludan el advenimiento de la noche; yo, recostado en el tronco de aquel árbol gigantesco, no apartaba los ojos de la encantadora señorita. Gabriela volvióse de pronto y me dijo con sencilla franqueza:

—¿A que adivino en qué piensa usted?

—¿En qué?

—¿Me ofrece usted decirme la verdad?

—Sí.

—Piensa usted en… ¡Linilla!

—¿En Angelina?

—Sí; desde que salimos no aparta usted los ojos de aquellas montañas. El amor no puede estar escondido… Cuando hablo de esa niña no me responde… ¿Le inspiro poca confianza?

—No, Gabriela ¿a quién mejor que a usted pudiera yo confiar uno de esos secretos que no se pueden guardar mucho tiempo?

—Hable usted, Rodolfo, hable usted. Una amiga como yo suele ser buena consejera… ¿Hay enojos en la niña? Pues contarlos a esa amiga. ¿La niña está contenta? ¡Pues decirlo!… ¿Padece usted?… ¡Pida consuelo!… ¿Es usted feliz? La felicidad es expansiva y franca. Sólo el dolor suele ser reservado y silencioso. Corresponde usted mal a mi amistad. ¿No he sido yo la primera en contarle la triste historia de un amor desgraciado?

—Sí, Gabriela.

—Pues entonces, dígame usted que ama a Linilla, y que Linilla le ama a usted…

—No, Gabriela —le dije, trémulo y sonrojado— estimo la confianza de usted; agradezco infinito la bondad con que usted me trata, la amabilidad con que me distingue… pero ¿qué decir de Linilla? ¿Que la amo con fraternal afecto?

—¿Fraternal solamente? ¿Como a mí?

Sentí que me ahogaba la emoción. Gabriela escribía en la arena, con la contera de la sombrilla, una letra, que brilló ante mis ojos como si fuera de fuego. Me dolió el corazón como si me le mordiera una víbora. Tuve celos ¡celos horribles! ¿En quién pensaba la señorita? Aquella letra era la primera de un nombre amado, y ese nombre… ¡no era el mío!

—¿Como a mí? —repitió la doncella.

—¡Como a usted, Gabriela!

—Se engaña usted, Rodolfo. Angelina es dueña de ese corazón. Lo sé, no me cabe duda… mi perspicacia de mujer supo descubrirlo ha tiempo. El nombre de Angelina suena en los oídos de usted como celeste melodía. ¡Ya usted lo ve! Me estoy volviendo poetisa… Ustedes se aman. ¿Nada le ha dicho usted? Algún día le confesará usted que la ama. Y entonces ella, que calla y oculta su secreto en lo más hondo del corazón, hablará también, y quedito, muy quedito ¡así se dicen esas cosas! contestará: «¡Te amo!» ¿Cómo se hablan ustedes, de tú o de usted?

—¡De usted, Gabriela!

La señorita se echó a reír y exclamó:

—Los labios dirán así… ¡pero los corazones no!

En aquellos momentos oímos voces que nos llamaban. Los señores se habían detenido en un puentecillo por donde el coche del corcovadito no podía pasar.

—Señorita ¡nos llaman!

—Vamos.

Gabriela se levantó, y antes de dar un paso miró entristecida la cifra escrita en la arena.

Yo, al pasar, la borré con los pies.

—¿Qué ha hecho usted?

—Nada ¡señorita!

—¡Bien hecho!… ¡Mejor! Locuras mías… ¡Quién pudiera olvidar!

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