Angelina

Angelina


XXXI

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XXXI

Por aquellos días recibió Angelina una carta del padre Herrera. En ella le anunciaba que pasadas las fiestas de Navidad le tendría en Villaverde.

Allá voy, muñeca —le decía— es justo que después de los trabajos y fatigas del Adviento me dé yo mis verdes. Viejo y enfermo, este pobre cura todavía tiene ganas de subir y bajar. Además ¡me muero por ver a mi Linilla! Buena falta me haces aquí. Francisca ya no sirve para nada; cada día está más chocha y todo se le va en gruñir y regañar. Ni yo me escapo. El otro día me echó una loa, que ni aquellas con que los inditos te hicieron reír tanto en la fiesta de Xochiapan. La pobre Francisca está más vieja que yo, y ya es tiempo de ello: tiene largos los setenta y cinco, y ha trabajado mucho. Ya es fuerza que descanse. Si tú estuvieras aquí sería otra cosa; ya sabes cuánto te quiere; habría menos gruñidos y menos regaños; los altares tendrían manteles limpios, y las albas menos rasgones; me leerías todas las noches, aunque fuera para que los libros no se estuvieran arrumbados en el armario; jugaríamos un partido de ajedrez y la vida de este cura sería menos fastidiosa en este destierro. Por aquí todo está tranquilo; ni asaltos, ni robos, ni temores de «bola». Me quieren mucho «ciertos bichos» que tú sabes y no hay temor de que me den un mal rato. Tan seguro estoy de ello, que casi casi me resuelvo a que te vengas al pueblo. Pienso en ello mucho; seguiré pensándolo, y ¡Dios dirá! Por ahora ve disponiéndome el cuartito; no te metas en lavaduras de suelo, y mientras nos vemos y te doy un abrazo, recibe la bendición de este pobre viejo.

Cuando Angelina leyó esta carta se puso pensativa y triste.

—Temo separarme de ti, Rorró. Pero ¡qué he de hacer! No necesito que él me lo diga; comprendo muy bien que hago falta. ¿Te figuras cómo estará aquella casa? Ya me la imagino, desaseada, inmunda. Señora Francisca ya no está para fiestas, y mi deber, mi obligación es estar allá, con el santo anciano que tanto necesita de quien le vea y le mime. Bueno, es cierto, hago falta allá… pero… aquí ¿quién cuidará de tu tía? ¿Doña allá…? pero… aquí ¿quién cuidará de tu tía? ¿Doña Pepita? La pobrecita ya no puede… Sólo de pensar en eso me apeno y me aflijo. Yo sé muy bien que si le digo al señor cura que no quiero ir, no me lo exige, pero…

—Haz lo que él te diga.

—¿Y te dejo y me separo de ti? ¿Quieres que me vaya?

—No, Linilla mía; pero lo primero es lo primero.

—¡Si no puedo creer en esta separación! ¡Si nunca pensé en ella!… La vida lejos de ti no será vida, no, sino agonía lenta, horrible, desesperante… Pienso que puedo separarme de ti, y siento que se me hace pedazos el corazón.

—Piensa que tu deber es cuidar del pobre anciano. ¿No te dice claro en esa carta, que si tú estuvieras allá su vida sería más alegre? Pues obedécele sin chistar. ¡No temas por tía Carmen! Cuanto a mí… cualquier día, el mejor día, tendré que dejarlas…

—Razón de más para que no me separe de ellas…

—No, Linilla; yo te lo agradezco, ganas mucho en mi cariño, pero antes que yo y que mis tías está tu protector, tu padre, que padre ha sido para ti ese buen anciano.

—Tienes razón. ¡Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera! Ya no me verás triste. Si el señor cura dice: vámonos, me iré, y me separaré de ti muy contenta, muy alegre. Ya lo verás: no lloraré; ni una lágrima saldrá de mis ojos, y eso que parezco una chiquitina y por cualquier cosa ya estoy llorando… ¿Me escribirás? Cada semana, todos los días si es posible… Yo también te escribiré… ¿Me darás tu retrato? ¿Irás a verme? ¡Con qué ansia he de esperar tus cartas! Y las leeré muchas veces, muchas, hasta que me las aprenda de memoria…

—¡Y yo, Linilla, no haré más que pensar en ti; pensar en la muñequita, que estará triste, tristísima, porque vive lejos de su Rodolfo!

—Y no pensarás en otra, y no verás a otras muchachas, porque yo lo sabré… Y no irás a la Plaza a oír a Gabrielita…

—¡Linilla! No pienses mal de mí…

—Gabriela es guapa, elegante, y qué cosa más fácil que tú…

—¡Me enojo, Linilla!…

—¡No; es pura chanza!… Pero, seriamente ¿verdad que no pensarás en otra, aunque sea linda, hermosa, mejor que yo?

—Te lo juro, Angelina…

Un campanillazo la separó de mí, y yo tomé el sombrero y me fui a la casa de Castro Pérez.

Aun no llegaba el jurisperito. En la puerta estaban las señoritas. Salían de arreglar el despacho. Al verme se detuvieron a charlar conmigo.

—Tarde viene usted…

—¿Tarde? Acaban de dar las nueve…

—No, no es tarde —me dijo la menor, Teresa, una rubia desabrida y vana— nunca es tarde para los enamorados…

—¡Cállate! ¡Cállate, mujer! ¡Qué dirá el señor! —exclamó su hermana, la pianista, una morena vivaracha y parlera.

—Déjela usted, Luisa… ¡Que diga lo que quiera!… Veamos ¿a qué viene eso de los enamorados?

Me pareció que habían adivinado mi secreto, lo cual, aunque en cierto modo me contrariaba, tenía para mí algo halagador.

—¿Quiere usted —replicó la rubia— que le endulcemos el oído?

—¡Jesús, mujer! —volvió a exclamar hipócritamente la morena—. ¡Qué libertades gastas!

La chiquilla se echó a reír.

—Yo no quiero nada, señorita… —respondí.

A lo cual contestó:

—Como al señor le ha dado por la música… ¡Así lo cuentan en todo Villaverde!

—¡Cuentan en Villaverde tantas cosas! Sí; me gusta la música… desde que oí tocar a Luisa.

La morena se sonrojó. Teresa se soltó diciendo:

—¡Adiós! ¡Pues no sé cómo, porque ésta toca muy mal! Tocar bien, como una profesora… Venga usted acá —y me sacó hasta el zaguán— venga.

—¿Ve usted aquella casa, aquella, la nueva, la que está pintada de gris? Pues ahí vive una persona que toca mejor que Luisa… ¿No lo sabía usted?

—¡Ah! Sí, la señorita Fernández.

—¡Sí! ¡Esa!… —murmuró maliciosamente la parlanchína.

—¿Y qué?

—¿Qué?

—La señorita Fernández… —repitió con mucha sorna la morena.

—¿Por qué lo niega usted? —dijo la rubia—. ¿Qué tiene eso de malo?

—¡Señoritas, si yo no niego ni afirmo!…

—¡Sí niega! —exclamaron a una.

—No acierto a comprender a ustedes…

La parlanchína me miró de hito en hito, hasta que no pudo más, y riendo me dijo:

—Vaya, pues, como usted no ha de confesarlo, se lo diré: ya sabemos que usted es novio de Gabriela Fernández.

—Están ustedes engañadas…

—Vea usted que nos lo dijo persona que lo sabe.

—¡Pues no es verdad!

Iba a contestarme cuando apareció al fin de la calle mi señor don Juan. Viole la rubia y dio el grito de alarma:

—¡Ahí viene papá!

Y las muchachas echaron a correr.

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