Angelica

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Segunda parte » Capítulo 2

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a puerta crujió abajo, a última hora de la noche. Hubo unos fragmentos de conversación, dichos en un tono agudo. Siguieron unos pesados pasos en la escalera, unos golpes desaprobadores contra la puerta de Anne y el exagerado resoplido de una nariz, todo ello concebido para poner de manifiesto que la habían despertado.

—¡Mrs. Montague! —gimoteó Mrs. Crellagh—. Ésta no es una hora adecuada para visitas, y usted lo sabe bien.

La patrona de Anne, sin duda, se quejaría de la molestia nuevamente por la mañana, y de una manera más ácida.

Mientras tanto, la visita de Anne, que por una vez no era quien abría la puerta, no tenía el más mínimo interés en imitar las cortesías de la casa donde trabajaba, por lo que se abrió camino apartando no sólo a la encorvada patrona («Mándela abajo a dormir, ¿vale? Yo he subido los seis tramos sola, no es que ella me haya subido») sino también a la propia Anne. Ésta se vio obligada a excusarse, ya que estaba a merced de la diabólica Crellagh: las habitaciones que le tenía alquiladas eran muy baratas.

—Nunca más, Mrs. Montague. Es la última vez, créame.

Su invitada estaba ya junto al fuego.

—Annie, ¿recuerda usted sus tratos con Michael Callaghan? Porque tengo un buen asunto para usted, si sigue pagando por fantasmas.

Se había quitado el chal, y estaba sentándose en el sofá de Anne, desabrochándose las botas, todo antes de que Anne hubiera recordado que era una criada procedente del mismo pueblo irlandés que el del tal Callaghan, un mozo que en una ocasión le había procurado un trabajillo para exorcizar el fantasma de un caballo muerto en un tenebroso establo.

—Alguna cosilla para beber no estaría mal, Anne, querida.

Anne pensó que el nombre de la muchacha podía ser Moira o Brenda. Pero no, Brenda era aquella desgraciada institutriz que había sido despedida cuando fue descubierta ahogando a una de sus pupilas en un ataque de resentimiento. ¿Moira? ¿Charlotte? ¿Alice?

Al terminar su segundo jerez, con los sabañones de sus pies humeando ante el fuego, la muchacha se mostró de acuerdo con una versión ligeramente mejorada de las condiciones usuales de Anne (una moneda ahora y un porcentaje de los honorarios de Anne más tarde, si se llegaba a un arreglo con la sufriente señora). Describió a la víctima como alguien que disponía de mucho dinero para sus gastos y que era muy generosa con él.

—Me dio demasiado para el coche, y he pasado una buena tarde, la verdad. Envió fuera a su querida Nora temprano, y por tanto, naturalmente, me he tomado bastante tiempo libre antes de venir a verla a usted, de manera que mañana tendrá que decir usted que estaba fuera cuando llegué, y tuve que esperar. ¿Está claro? Aún me queda la noche por delante, así que ¿la recojo a las siete, mañana por la mañana?

La doncella, como casi todo el personal doméstico, y las irlandesas en particular, sentía un inconmensurable y risueño orgullo de saber todo lo que había que saber sobre su señora, viendo más cosas de las que su señora quería que viera, comprendiendo la manera de funcionar de la señora mejor que ella misma, llevando a la señora, como si nada, hacia donde quería cuando le convenía. Aunque estos informes solían ser fiables, se decían verdades y mentiras con el mismo tono, y el monólogo necesitaba ser filtrado de sórdidas bravatas, envidia, falta de matices, o falsos cumplidos manipuladores, así como de un excesivo orgullo por las confidencias de la dama a su doncella. Anne sentía compasión por Nora, que obtenía un gran placer de su implacable descripción, de decir lo que le venía en gana contra la dueña de su existencia diaria. Porque incluso allí (a distancia, aflojada por el jerez y hablando por dinero) la irlandesa era víctima de los mismos inextirpables reflejos de la cautela diaria: miraba a su alrededor cuando hablaba, como si su señora pudiera estar allí, o acurrucada junto a la chimenea, como si todos los hogares de Londres estuvieran interconectados para espiar a los criados. Al menos Anne nunca había caído tan bajo como una criada. Fuera cual fuese el salario, los sirvientes desarrollaban una turbia alma de esclavo.

Por costumbre, la señora lloraba a mares, incluso los días buenos, pero aquella pasada noche había sido peor. Era la hora de los niños, la hora en que Nora estaba ocupada en la cocina.

—Yo no trataba de escaquearme, la verdad, tal como lo digo, la señora tenía pensado estar con la niña.

Pero anoche la señora se había escondido. Nora tropezó con ella en un oscuro rincón, sin fuego, ni gas, ni lámpara, sentada en las sombras, dando alaridos. Hablaba de un horror, de que había un ser malvado en la casa, fantasmas que merodeaban arriba, por la noche. La irlandesa no había visto nada así, pero, mirándolo bien, tampoco estaba nunca arriba por la noche, de modo que no podía decirlo. Sin embargo, comentó:

—La señora tiene historias de fantasmas en su mesilla de noche, montones. Creo que está viendo cosas que probablemente... Bueno, eso es asunto de usted.

La dama en cuestión llevaba seis años casada con un hombre frío y duro, unos quince o veinte años mayor que ella. Nora había entrado en la casa inmediatamente después del viaje de novios, y no tenían ningún otro sirviente, aunque, en opinión de Nora, tenían recursos para ello. El señor era un doctor de algún tipo, pero no tenía consulta en la casa. El señor era sumamente generoso con el dinero, y la señora era generosa también, y de la buena especie; de hecho, siempre estaba dando dinero a los mozos de reparto, y a Nora también, por Navidad y por el aniversario de la fecha en que entró a su servicio; le concedían un día al mes para ella, y nunca se le ocurría a la señora desdecirse de eso, y le había regalado vestidos; no es que ella pudiera llevarlos, desde luego, era más alta que la señora, «Mayor que ella, como lo es usted conmigo, Annie», pero las telas eran buenas. La mujer podía excederse, a veces, en su generosidad, y Nora había oído que el señor la reprendía por gastar tanto.

—¿Y cómo se toma ella esas reprimendas?

Mansa como un cordero, nunca le respondía, pero la verdad es que tampoco cambiaba su comportamiento, al menos no durante mucho tiempo. Le gustaba gastar en sí misma y en su niñita, y si le sobraba algo lo daba en limosnas. Él era muy frío y duro, ahora que lo mencionaban.

—No me gustaría acudir a él con historias de fantasmas, que si la oscuridad me da miedo, etc. No serviría de nada.

No decía muchas cosas a la niñita, o a Nora, o en presencia de Nora. Era un tipo de lentos movimientos, hasta cierto punto como una tortuga. Grandes, caídas cejas, ojos semicerrados, jamás una sonrisa, de piernas arqueadas y achaparrado. «Nunca habría conquistado a una dama así, una verdadera belleza, de no ser por su dinero, y...» Nora sabía por otras doncellas del barrio que él la había elevado de posición social. Se casó con ella por amor, un amor de cuento de hadas; «Pero mi señora no es más que usted o yo» (una igualación que hizo sonreír débilmente a Anne). Era un ratoncito de campo y no quería que nadie lo supiera, de manera que siempre hablaba con mucha prosopopeya: «No permitiré que me hables en ese tono. No pienso darle otra oportunidad», y cosas así. Era una trepa, eso se veía en cuanto estabas al corriente. Se delataba de continuo, pero era tan mala como snob que haciendo de duquesa. Nora la había visto gritar a la niña de los recados de su modista de una forma que apenas se podía creer, «Ladronzuela, puerca ladrona», pero eso nunca duraba. Tan pronto como la niña aceptaba ir a la tienda a cambiar el vestido sin cobrar, la señora volvía a ser la misma, con su niña al piano, o salía a regalar comida a un extraño o a una dama que una vez había sido amable con ella.

—¿Nunca se pone cariñosa con su marido?

—Le cambio la ropa de cama cada tres días, pero no puedo decir que haya motivo. La deja tranquila, ¿quién se sorprendería? Al cabo de tantos años, ella sigue siendo una dependienta, no está a la altura de su conversación, no puede entretenerse con nadie porque los desconocidos la ponen nerviosa, eso está claro, difícilmente él la puede sacar a la calle porque no le gusta dejar a su hija, o cree que las personas se burlan de ella.

—¿La pega?

—Debería —cacareó Nora—. Dios, su excelente jerez me está sentando la mar de bien. Mire, ella nunca habla a los tenderos como a sus chicas. Siempre es atrevida con los hombres, y cuando ellos le dan conversación, de vez en cuando, ella habla con los caballeros de una manera que una chica se merecería una buena lección en mi país, siempre está riendo y venga caídas de ojos, incluso a los colegas de su marido. Pero éste no se da cuenta.

Probablemente se trataba de un trabajo poco importante, pero quizás no. En todo caso, Anne tenía intención de fijar exactamente lo que la señora podía pagar antes de encontrarse con ella, y los conocimientos de Nora al respecto bien valían su comisión, ya que la doncella podía contarle a Anne con detalle todo lo referente a la dieta, limpieza y economía de la familia. ¿Cuánto vino se consume en la casa? ¿Vino bueno? ¿Tienen caballos? ¿Cómo conservan su ropa blanca y ropa interior? ¿Cuán a menudo se bañan? ¿Reemplazan las cosas cuando se las ve usadas? ¿Quién hace la costura? ¿Tú o ella? ¿Usa agua de lavanda o perfumes franceses?

—¿Y de qué le sirve todo eso a usted? Si ella tiene espíritus malignos, usted moverá su perejil por todas partes, y eso será todo, ¿no?

—¿A cuánto asciende exactamente su dinero para gastos?

—No es mucho. No es como el de algunas damas. Mary Kennedy ha sido doncella de una dama desde hace diez años, y dice que, sólo para sus vestidos, nada más, comprende usted, la señora recibe de su señor...

Nora escondía las lagunas de sus conocimientos con un exceso de detalles, y Anne no tenía otra elección que escuchar hasta que la irlandesa parara para respirar o para tomar un trago. ¿Era aquél un hogar temeroso de Dios? El señor no creía en nada de eso. Es médico, ¿sabe usted? Todo eran cuentos de viejas para él, y la señora bajaba la cabeza cuando él empezaba con esas historias.

—¿Te ha mirado el marido alguna vez con intención? ¿Te ha insinuado algo de esa naturaleza?

—Pero, ¡qué dice!

—Bueno, Nora, tú eres una jovencita atractiva.

—Ahora es usted la que está viendo espíritus.

—¿Lo ha hecho? ¿Te ha mirado así alguna vez? ¿De esa manera?

—¡Ja! No debería asustar a una chica así. No, no me mira en absoluto. Probablemente ni siquiera sabe mi nombre. Pienso que me gustaría más si me mirara como usted acaba de hacer. No, tiene unos ojos fríos como los de un pez.

El hombre había sido soldado, y Nora había oído esto y aquello, desde luego. Un tipo que Nora conocía de su país había estado con él allí, con Mr. Barton, en la guerra, y ganó medallas, honores, «pero nunca lo menciona. Las guarda en el fondo de un cajón, el cajón del medio de su escritorio, en la pequeña habitación que hay al lado del salón. Las he visto allí, cierto. Pero mi amigo dice que Joseph Barton era un tipo asqueroso, un bruto diablo, de negro corazón, que hizo muchas cosas allí».

—¿Qué significa eso?

—No podría decirlo, ¿sabe? ¿Té, es todo lo que usted tiene ahora para beber? ¿Dónde está ese estupendo jerez español con que empezamos nuestra charla?

 

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