Angelica

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Tercera parte » Capítulo 7

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oseph confirmó que las anotaciones en los registros del día eran correctas. Dio el visto bueno a las observaciones de los estudiantes de medicina, corrigiendo aquí un término de anatomía, o arreglando allá una descripción confusa. Comprobó la seguridad de las aldabillas de las jaulas y las pesadas cerraduras de las ventanas y dio un par de vueltas a la cadena de la puerta principal. Los ruidos del laboratorio rápidamente se disiparon, sustituidos por los ruidos de las calles que rodeaban el Laberinto. Uno jamás se llegaba a acostumbrar completamente a esa transformación. Hasta a Joseph, que pasaba más tiempo en el laboratorio que nadie, le desorientaba. E incluso el doctor Rowan comentaba acerca de esa brusca alteración. «¡Casi me espero que la primera persona que me encuentre en la calle se esconda lastimosamente y gima!» Joseph asentía y sonreía cada vez que el doctor soltaba esta broma.

Pasó frente a Pendleton’s. De haber sabido, años atrás, que la hermosa rosa que se encontraba detrás del mostrador de Pendleton’s se abriría como lo había hecho, ¿la habría elegido? Se quedó parado allí. Podía fácilmente haberse rendido a la voz más juiciosa, la voz inglesa que consideraba su condición social (ya comprometida), y haber tratado a una dependienta como correspondía, pero en vez de eso otra voz, muerta y extranjera, lo transformó en un apasionado amante, el papel de su padre.

Podía haberse casado con alguien de un nivel superior. Él no era en absoluto rico, pero se encontraba en una situación económica mejor de la que su empleo le habría permitido, y, en aquellos embriagadores días como héroe, podía haberse casado con hermanas de colegas del trabajo, atraídas por las perspectivas y el supuesto historial militar de Joseph.

Constance Douglas trabajaba en una papelería, pero quedó grabada en la imaginación de Joseph de forma total e instantánea. Desde el momento en que hablaron por primera vez, él vaciló, se enamoró y se quebró su voluntad. Se contaba a sí mismo toda suerte de absurdas historias: ella parecía la paz, o Inglaterra, o el amor, o una diosa pintada en un templo. Su más evidente semejanza, él no la observó: era una hechicera como la que tanto había alterado la vida de su padre, su escamoteada madre inglesa.

Una primera impresión es una especie de promesa, porque uno asume que el otro es tal como lo ve. Cuando conocemos a alguien

in extremis, deducimos que ése no es él. Y así el día en que Joseph Barton entró en Pendleton’s en busca de un portaplumas, unas plumillas y una esposa inglesa, la joven se reía gentilmente detrás del mostrador, apartándose un mechón de pelo de los ojos y «recomponiéndose» conscientemente para dirigirse a su nuevo cliente, sonriendo. El humor de ella aquella mañana era infrecuente, mientras que para Joseph fue una promesa. Otros estados de ánimo, aunque no eran inconcebibles, serían desviaciones de su probable carácter aquella soleada, predestinada mañana (como si el buen tiempo mismo le estuviera advirtiendo a Joseph de que eso nunca sería la norma).

Porque la mayoría de los días, durante un tiempo dolorosamente largo, Constance mostraba sólo una expresión de pena, o de miedo, o de preocupación, o, en raras ocasiones, una forzada sonrisa, un débil eco de la alegría que había seducido a Joseph una mañana para siempre hacía mucho tiempo. Él imaginó su matrimonio con esa mujer. Ella se encontraría de pie, a su lado, y pondría una amorosa mano en la suya y juntos contemplarían la chimenea. Ella preguntaría cosas sobre sus investigaciones con ávido interés, e incluso profunda comprensión, quizás utilizaría alguna metáfora doméstica, que a su vez inspiraría en él alguna nueva gran idea en su trabajo. Ella sería la chispa de su vida, que lo divertiría en privado a expensas de unos estúpidos que ellos toleraban en público. Y él podría cepillarle a ella el cabello como había hecho una vez con el de su institutriz. Su madre.

Se detuvo a comprar un generoso ramo primaveral para ella, examinó a la florista como siempre había hecho su padre, pero no fue capaz de recordar ninguna de sus encantadoras expresiones. La semejanza entre ambos se había desvanecido. Constance probablemente elogiaría las flores, y luego se las tendería a Nora para que ésta las recortara, las metiera en agua y las pusiera en su sitio. También él podría habérselas dado a Nora directamente. De manera que compró un segundo

bouquet; se ganaría la atención de su esposa por entero.

La voz le llegó de alguna parte a su lado, y al principio no logró ver a nadie entre la multitud que pudiera haberla emitido:

—¿Eres el Italiano Joe Barton, o eres el mismo Lucifer vestido como tal?

Joseph sintió que los ojos de los transeúntes lo arañaban, acusándolo de ser el autor de aquellas palabras hasta entonces sin dueño.

—Vaya, no has cambiado nada, ni un pelo.

Y sólo entonces vio a una encorvada figura sin sombrero que se separaba de las sombras producidas por un coche de punto estacionado: un viejo vagabundo, pero alguien que conocía el nombre y el antiguo apodo de Joseph. Su cabeza se inclinó hacia atrás y a un lado, en un extraño y amenazador movimiento.

—Nada ha cambiado. Siempre dije que tú te paseabas entre aquellos negros bastardos asesinos como si fueran unas elegantes damas que te querían bien.

Joseph examinó aquellos ojos casi entrecerrados, la barbilla caída.

—Bien, ¿qué le dices a un antiguo camarada de armas, Italiano Joe?

La voz, que no concordaba con aquellas palabras de camaradería, era áspera y poco firme, y Joseph no lo reconoció, incómodo al no descubrir quién era aquel hombre junto al cual evidentemente había combatido.

—Todos estos años y no se te ocurre nada, ¿eh? Habla, estoy dispuesto a escucharte.

De nuevo su cabeza se echó hacia atrás con una sacudida y luego a un lado.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Podría preguntarte lo mismo, mi feroz y sangriento camarada. Vamos a tomar una copa, tú y yo, a cenar un poco —añadió el viejo, apresuradamente, y luego, sonriendo impúdicamente, con unos dientes que parecían unas lápidas sepulcrales en un cementerio, dijo lentamente:

—Y charlaremos de las gloriosas cosas que vimos bajo los colores de la Reina.

Joseph habría declinado, sospechando que se trataba de un gorrón, pero lo había llamado por aquel apodo, había hablado de un pasado compartido y había reconocido a Joseph precisamente porque se había afeitado la barba aquella misma mañana dispuesto a un perdón universal... No podía negarle una copa. Se dirigió hacia cualquier lugar donde no pudiera ser visto por gente que conociera, las flores bajo un brazo, con sus tallos apuntando hacia delante, y una burbuja de colores detrás de él. El viejo se apoyaba sobre todo en una pierna, y hacía un esfuerzo evidente por estirarse en toda su altura, que era sólo ligeramente superior a la de Joseph.

—El Italiano Joe por fin —murmuró con asombro—. Apenas puedo creerlo. —Sus ropas estaban sucias; sus botas, viejas. Joseph veía que tendría que admitir que lo reconocía, pero el viejo lo daba por descontado—: Jamás hubiera supuesto que me olvidarías. Yo nunca olvidé al Italiano Joe Barton; nadie podría. Yo no lo haré. Hasta el día en que vaya por mi recompensa, no lo haré.

—Tienes que perdonar mi memoria. —Pero el viejo no le permitió sentirse cómodo, ni durante un rato reveló su nombre, sino que continuó examinando a Joseph de lado y sacudiendo la cabeza como si estuviera obligándose a despertar de un sueño—. Me tienes en desventaja. Si vamos a beber juntos, has de acabar con mi confusión.

—Vigilad vuestras gargantas, muchachos, cuando el italiano Joe dice que está en desventaja.

Un hombre más astuto se habría marchado, dejando al mendigo con unas excusas y una moneda, pero, justamente ese día, Joseph no conseguía desembarazarse de él. Quizás no existía el día en que su carácter le permitiera hacerlo. Encontró una discreta taberna, y el nombre del viejo finalmente salió a la luz, en un lento, irónico y desagradable tono, como si su pronunciación hubiera desencadenado en Joseph una oleada de amargos recuerdos: Lemuel Callender.

Pero ese conocimiento no contribuyó en nada a despertar la memoria de Joseph, y éste deseó haberse ido a casa, esperando —notó, con sorpresa, que realmente lo esperaba— ver a Angelica unos minutos antes de que la pequeña se durmiera.

—¿Ni siquiera mi nombre te lo deja claro? ¿Estás jugando conmigo?

Pese a su deseo de recordar, Lem habló poco, una vez que se hubieran sentado, pero comió y bebió con no disimulada ansia. Su tic —porque eso es lo que era— se apoderaba de él sin misericordia cada treinta o cuarenta segundos, pero, dada su complejidad —dos sacudidas hacia atrás, un golpe a la izquierda—, parecía casi un ritual, más que un trastorno nervioso, como si en el pasado hubiera tenido significado, y se hubiera alojado en aquel cuerpo que ahora lo repetía, carente de sentido, cada pocos momentos.

En varias ocasiones Lem se detuvo como si se dispusiera a plantear una cuestión de cierta importancia, pero cada vez simplemente retornaba a su comida con otra repetición de «el italiano Joe ni siquiera me conoce», hasta que Joseph finalmente le informó de que ya no respondía a ese epíteto, y que no lo había oído en años.

—¿No? ¿Ya no eres italiano?

—Nunca lo fui especialmente, señor. No era más que una broma de Ingram.

—¿Recuerdas a Ingram, verdad? Pues Ingram murió una mañana azul, desgarrado y aplastado por todas partes, y tú tienes tus cintas y tus medallas y ahora eres tan inglés como yo. Te entiendo. Tú tienes tus estupendos honores, aunque los birlaste, ¿no?

Joseph se quedó sin palabras, como un idiota, ofendido, y lento para responder, naturalmente. Aún pensaba que no había comprendido bien.

—Dime, inglesísimo Joe, ¿piensas mucho en ello?

—¿En qué?

—En lo que pasó allí.

—Raras veces le dedico un pensamiento.

—Un hombre con suerte. ¿Te divertiste allí, no? Te hiciste un nombre y sacaste un buen botín. —Lem se secó la cara con la manga de su chaqueta.

—¿Botín? Debes de estar confundido. Yo no he...

—Porque yo sí pienso en ello. Todo el tiempo. Como si ellos estuvieran todavía delante de mí. Eso hace que uno no quiera hablar con nadie. Y, Joe, pienso en ti continuamente. Pienso en ti cada día, lo he hecho desde la última vez que nos vimos. —Posó una correosa mano, cada una de sus líneas trazada y oscurecida por la suciedad, sobre el brazo de Joseph, y tiró de éste hacia la barra. Joseph se zafó de su presa para levantar su cerveza—. ¿No oyes una y otra vez las voces de tus antiguos camaradas? ¿No los ves al otro lado de las bulliciosas calles? ¿No pierdes un poco de tu elegante bienestar inglés cuando piensas en lo que hiciste, en los tipos que pagaron tu gloria?

No hacía tanto de eso; costaba creer que uno pudiera olvidar a un hombre como éste. Aunque nunca se le dieron bien los nombres y las caras —no era un hombre sociable—, Joseph pensó, sin embargo, que era casi imposible que hubiera conocido a ese Lem. Lo cual no quería decir que el soldado nunca hubiera visto a Joseph o no supiera alguna cosa de él y quizás tenía una intención malévola.

—Perdona que te pregunte, Lem. ¿Dónde nos conocimos?

—¿Te burlas de mí?

—Desde luego que no.

—Oh, lo recordarás muy pronto. El recuerdo vendrá a ti como el sol de junio, mi viejo camarada de armas.

Joseph era lento en percibir los ocultos significados de las frases del hombre, se sentía realmente un poco orgulloso de que él al menos

supiera esto sobre sí mismo: que otros hombres (Harry, por ejemplo, para el cual él más tarde describió este desconcertante encuentro como una comedia) podían descubrir secretos en las actitudes humanas, hacer de ello alguna especie de juego de salón. Aunque, por una vez, Joseph sabía que ese Lem no tenía ninguna buena intención hacia él; era una especie de amenaza procedente de un pasado que Joseph no podía de ningún modo recordar.

—Por supuesto que te conocí, valiente Joe, y fui testigo de tus heroicidades. —El viejo se dedicó nuevamente a cortar su pastel, más lentamente ahora—. Había tantas cosas que deseaba decirte —dijo en un extraño tono. Murmuró algo, y luego se dio la vuelta con una incongruente sonrisa, y cortésmente quiso saber—: ¿Estás casado, Joe? ¿Encontraste a una mujer aquí?

—Y tenemos un hijo.

—¡Un hijo para el Italiano Joe! Me alegro por ti, entonces. Me gustaría conocerlos, Joe, contarle a tu señora el gran tipo que fuiste allí. Todo lo que hiciste. Ella debería saberlo, y tu chiquillo también. Un padre como el Italiano Joe Barton... Un joven debería tratarte como te mereces. —Tragó saliva y sonrió, mostrando su boca desdentada—: Y tu señora, ¿es blanca, sí? —Soltó esa ordinariez dando a entender que compartían el gusto por el humor grosero, como si estuvieran acostumbrados a pasar largas horas juntos en torno de una fogata—. Bueno, entonces, tus apetitos han cambiado, ¿eh? —Y el hombre soltó una risotada—. Un oído tierno que te escuche. Estupendo. Te quedas dormido con la cabeza sobre su suave pecho inglés, y ella hace que todo parezca muy agradable.

Joseph se puso de pie, dejando sobre la barra suficiente dinero para pagar la comida del viejo mendigo.

—Creo que es hora de que nos separemos, señor —dijo—, y me hará usted el favor de disfrutar de su pastel con mis mejores deseos.

—Yo no he pedido tu caridad. —El odio del viejo se mostraba sin disimulo ahora. Empujó, una por una, cada moneda hasta hacerlas caer desde la barra al suelo—. Me moriría antes de suplicarte nada.

Joseph se escapó, olvidando sus flores. Durante todo el encuentro, su idea de hogar se había acentuado, en contraste con la sorda amenaza del viejo, y llegó a Hixton Street en un estado de extraña excitación. Subió por las escaleras casi corriendo a tiempo de ver cómo Angelica se quedaba dormida sin queja alguna, y sin que su mariposa estuviera a la vista. Se sentó a su lado lo suficiente para calmarse, luego subió para ver a Constance. Y trató de explicarle los pensamientos que le habían ocupado su mente durante el día.

—Aquí estoy a la edad en que mi padre... Bueno, eso no significa nada probablemente, pero ahora veo que él no era un hombre malvado. Me pide perdón pareciéndose a mí, y yo apenas si puedo negarme. Sería grosero.

Si Constance supiera todo lo que había sentido ese día, entonces le perdonaría sus fallos, debilidades, apetitos y se comportaría como debía. Se acercó a ella, simplemente para acogerla en sus brazos. Ella huyó de él casi inmediatamente.

 

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