Angelica
Tercera parte » Capítulo 10
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ienes una expresión más malhumorada incluso que de costumbre.
—No te cansaré con mis dificultades domésticas.
—Jo, Joe, para —pidió Harry, y Joseph ya lamentaba lo poco que había revelado—. Un hogar se rige por la voluntad del hombre, ya sabes. No hace falta que digas una palabra. Es la manera en que respiras. Uno no necesita oír la voz del rey, ni siquiera en nuestro propio reino. Si tu dominio es un desorden, reconsidera tu comportamiento.
—Gran Bretaña está gobernada por una reina.
—De nombre solamente. En su interior, es un rey. Pero no nos desviemos. Miremos los libros de historia. Yo no sé qué pasa con los italianos, pero las rebeliones en Inglaterra llegan bajo reyes débiles, nunca con los fuertes. Es una realidad de la psicología humana. Y añadiría —dijo Harry, dejando caer al suelo su cigarro e inclinándose para reforzar sus palabras— que me pareces un poco un asceta, y no logro entenderlo. Un hombre ha de aplicar vaselina a las dificultades de la vida, especialmente en el matrimonio. Ya sí se te ve reseco. Estás marchito. ¿Con qué disfrutas, Joe? ¿Te estás mortificando? Sinceramente, ¿por qué esa angustia? No te amenaza la prisión por deudas. No estás enterrando a tus hijos. Comes bien. Rowan te admira bastante. El secreto está en marcar distancias, no dejes que se apodere de ti el enfado. Que la institutriz se las apañe con los diablos. ¿Aún tienes a esa gigantesca muchacha irlandesa? Estupendo, haz que te traiga la niña para inspeccionarla de vez en cuando y luego, cuando tenga dieciséis años, mira lo que ha sido de ella. En lo que se
ha convertido. Porque no debes perder el tiempo intentando supervisarla. No es tarea tuya, en absoluto. Eres tú el que paga, asegúrate de que la institutriz tiene la cabeza en su sitio. Utiliza la vara o la correa con la niña, como gustes. Alienta su virtud, llévala a cantar himnos un par de domingos. Dios mío, los domingos. Yo los temía. Una tortura china. Simplemente da las órdenes, luego corre la cortina a tu alrededor y trata de que no se fijen en ti hasta que la criatura haya crecido y se haya ido de tu casa. Si se resiste a tus órdenes, ten el buen sentido de no darte por enterado. Y eso es
todo. Por supuesto, no tengas un hijo, ¿vale? Éstos pueden ser bastante divertidos a veces. Aunque para este novísimo individuo, ya no tenemos más espacio, y a veces lo oigo chillar en lo más oscuro de la noche. Tendrá suerte si consigue sobrevivir un año con sus hermanos.
—Ella me rehúye —confesó Joseph con calma.
—Ah, bueno. ¿Cuán a menudo visitas a nuestras tiernas amigas?
—No me relaciono con ellas, y tampoco tú deberías.
—¿Eres de verdad un mojigato de ese calibre? Vamos, me dices que tu esposa se está negando a participar en las razonables expectativas contractuales del matrimonio... Sí, lo sé, su salud, tanto más motivo para no hacerte el remilgado. Te arrastras por ahí tan severo como la muerte, cuando existe un exuberante jardín en nuestro reino dedicado a la preservación de nuestro equilibrio mental.
—Una indecorosa y brutal búsqueda de un placer muy efímero.
—¿Conoces otra clase? ¿Está tu vida tan llena de placeres duraderos que te prohíbes uno efímero?
En el pasado, Joseph, recién regresado del ejército, había sentido placer cuando hablaban de su prometedor futuro y de la calidad de su trabajo. Se había sentido encantado de encontrar empleo en un campo tan próximo y relacionado con la medicina, de poder aprovechar el entrenamiento que había recibido en el extranjero. Su frustración ante su abortada carrera médica, que lo había torturado durante todos aquellos años allende los mares, podía ser mantenida a raya por un acto de la voluntad, y él disfrutaba oyendo que si seguía haciendo un trabajo tan excelente (para un hombre no preparado) podía sin duda confiar en llegar a tener un cargo de responsabilidad. Pero ese día había llegado, y sus expectativas se habían cumplido ya. No podía avanzar más.
Estudiantes de medicina, más jóvenes a cada año que pasaba, llegaban para un período de un día o una semana o un mes, y nominalmente trabajaban a sus órdenes, y le mostraban un respeto nominal. Joe era probablemente lo último que un estudiante de medicina consideraría un colega de más edad, lo veían más bien como un viejo sirviente que limpiaba aparatos, supervisaba las mezclas y la aplicación de los preparados, las incisiones, hacía anotaciones, guardaba las llaves del edificio. Podía verlo en alguna de las expresiones de los estudiantes más jóvenes. Recogía sus obscenos esqueletos. Algunos de ellos, lo sabía, lo consideraban un zoquete. No había mucho placer en permanecer allí.
Se quedó un rato al aire fresco del patio del laboratorio, y apareció Constance, como si él se encontrara perdido en una convincente ensoñación. Pero la visión habló. Se sentía feliz como no lo había estado en mucho tiempo, lo cual levantó el ánimo de Joseph. Le habló de un regalo para él, del orgullo que sentía por él, de su deseo de ayudarlo a avanzar en su trabajo, y él, el más tonto de los tontos, le permitió que pasara a la sala.
En el pasado, al principio, ella se había interesado por su trabajo. Él era más joven entonces, probablemente había presumido un poco de su importancia en la investigación que realizaban. Probablemente había tenido miedo de una respuesta femenina a una descripción sincera del proceso por el cual se llegaba al conocimiento, de manera que lo había contado con palabras elegidas cuidadosamente. Había descrito el proceso en términos distantes, para protegerla a ella y ayudarla a comprender el valor sin que la distrajera el coste, el cual abrumaría el sistema emocional de una mujer. Le pareció recordar ahora que había hablado solamente de los resultados del trabajo. Y ella se había sentido orgullosa de él.
Sus preguntas una noche, años atrás, lo habían encantado.
—¿Podrían vuestros descubrimientos terminar con todas las enfermedades? —le había preguntado Constance mientras paseaban por un bosquecillo de Hampstead, minutos antes de que él le pidiera que considerara ser su esposa.
—Podrían. Ciertamente podrían.
—Y entonces, ¿qué nos pasará? ¿Viviremos para siempre? ¿O habrá nuevas enfermedades que sustituyan a las que vosotros derrotáis?
Él se rió ante aquella extraordinaria idea. El femenino temor a la enfermedad ilimitada y la femenina falta de lógica de que aparecieran nuevas infecciones que ocuparan el lugar de las derrotadas lo cautivaron.
De alguna manera él nunca había considerado que ese día llegaría. Siempre había preferido no pensar en ello, para no prepararla o disuadirla explícitamente de que fuera a su lugar de trabajo. Ella entró en el laboratorio, mientras repetía cuán orgullosa se sentía de él. Entonces observó que le cambiaba la cara con una rapidez nada sorprendente aunque decepcionante. Ella no se tomó siquiera un respiro para preguntarle qué significaba aquello. Sólo lo acusó. Ella, hasta ese momento, nunca se había imaginado en detalle su trabajo. Ahora se olvidó de todo lo que él le había explicado y unió las imágenes que veía a sus ideas femeninas. Y se estremeció. Lo miró con un odio glacial reflejado en el rostro. «Es por el bienestar de la humanidad», dijo él, tratando de acompañarla nuevamente hacia atrás, a lo que ella conocía, a lo que le había enseñado, pero sintió desprecio ante la debilidad de su propia voz.
¿Por qué había venido ella? Aquellas murmuradas promesas de un regalo para él no eran sino una excusa para ver lo que deseaba ver, y ahora deseaba alzarlo contra él como una mala nota. Ella no le permitiría que la tocara o apresurara su partida.
—Imagínate que Angelica está enferma, y se puede descubrir una medicina gracias a lo que se hace aquí... —empezó a decir. Pero ella lo interrumpió con rencorosa calma:
—No pronuncies su nombre en esta habitación.
—No es una sencilla línea recta. Tienes que imaginar una vasta red de conocimiento que aún queda por descubrir. Vamos llenando los vacíos lentamente.
Era un tonto.
Rowan trató de hablarle con amabilidad cuando ella hizo su operística salida. Incluso la invitó a volver, una invitación probablemente insincera, que por supuesto ella desdeñó, como hacía con todas las invitaciones.
Una vez fuera, ella se volvió hacia él.
—¿No se te rompe el corazón? ¿Ni un poco?
—Ahora sí —reconoció—. Vamos a casa.
El doctor Rowan le puso a Joseph una mano sobre su hombro mientras ella salía muy agitada del patio como una loca, aleteando como un ave rapaz, y Joseph enrojecía de vergüenza.
—Oh, no debe preocuparse, Barton. Así es como son la inmensa mayoría de ellas. De vez en cuando, hay una excepción; mi Carolina tiene un estómago de Bessemer. Pero, por norma, no tienen la constitución que se requiere. No debería usted haberla invitado a venir, ha sido un pequeño error.
Joseph permaneció fuera, quizás demasiado tiempo, observando la lluvia que se desprendía de las hojas. Se había ganado el rechazo de Rowan. En diversas ocasiones había dado charlas a estudiantes de medicina y asistentes jóvenes sobre la importancia de prohibir la entrada a aquellos que probablemente no lo entenderían bien. Ruidos de protesta habían perturbado el trabajo de los jóvenes de vez en cuando, y el nombre del doctor Rowan —mucho más valioso que el orgullo marital de Joseph— había sido difamado en un artículo periodístico escrito por un atildado autor teatral, conocido por su ingenio pero sin el talento necesario para comprender lo que estaba en juego en el trabajo de Rowan, osando cuestionar a un miembro del Real Colegio de Cirujanos con el único objeto de vender entradas para una farsa. Rowan, que raras veces se enfadaba, llamó al escritor «Lucifer del escenario». Agitaba el periódico y gritaba: «¡Se siente satisfecho de que la gente se muera con tal que los supervivientes puedan disfrutar de su último espectáculo!»
Él no deseaba volver adentro. El ruido era lo que la había molestado. Y la vista, por supuesto. El olor sin duda también podía afectar a una nariz poco acostumbrada. Tenía que ir tras ella y confortarla. Tenía que perseguirla y castigarla. La trataría como siempre cuando regresara a casa aquella noche, ni un minuto antes. Seguía llevando su delantal fuera. A menudo reprendía a los jóvenes por hacer eso. Lo llamaban La Directora a sus espaldas. Harry le había dicho en una ocasión que pensaba azotar al siguiente joven que dijera eso, con lo que se aseguraba así que el insulto original llegaba a su destino. Holgazanear bajo la lluvia era indecoroso e inusitado. Rowan mandaría pronto un chico a buscarlo.
La lluvia cesó de repente. Un aturdidor silencio reemplazó el chapoteo del agua en los charcos y el tamborileo en los tejados. Gruesas gotas caían de los aleros, cada una de ellas más lenta que la anterior, con puntitos de luz que eran el reflejo de los rayos del nuevo sol. Las gotas caían con tal apariencia de lentitud que, aunque él conocía las ecuaciones físicas que dictaban el inmutable ritmo de la aceleración del agua en su caída, se preguntó si no podría existir una compensatoria ley de la óptica que causara esa engañosa languidez, alguna propiedad de la luz, o de las córneas, o de la perspectiva, que retardara, no la velocidad, sino sólo la percepción de la velocidad, como si pudiera depositarse una película de fantasía sobre los hechos, una pantalla de ilusiones, imaginativas pero improcedentes, por supuesto, o procedentes sólo en cuanto a su capacidad para suavizar —en los débiles— la inmutable dureza del mundo.
Uno tiene que aceptar ambas cosas, supuso, la verdad y la fantasía. No debemos permitirnos creer solamente en las ilusiones; eso le convierte a uno en un estúpido o una mujer. Pero, de vez en cuando, quizás no sea una cosa tan peligrosa. Su hija aún vivía felizmente bajo la lluvia que caía lentamente, o incluso en la lluvia
que subía, según había dicho en una ocasión. La nube con forma de perro, el perro sonriente con nubes en los ojos, las encías del viejo mendigo manchadas como las de un perro: Angelica había descrito todas estas cosas a Joseph en una u otra ocasión, una interminable cadena de consuelo y entretenimientos sacada de las superficies carentes de sentido del mundo.
Él había intentado, ante la insistencia de ella, percibir pinturas en las nubes. Una serie de riscos en un cielo aborregado podía casi parecer, reconoció él (incómodo incluso delante de esa niñita con tanta fantasía), «los restos esqueléticos de un reptil marino sacados de los acantilados de Dorset, por una niña, ¿sabes?, no mucho mayor que tú. Esa niña encontró algo bastante importante, ella sola, simplemente empleando los ojos y pensando».
—¿Qué era eso? ¿Se parecía de veras a aquellas nubes?
—Oh, no lo sé. Lo supongo. Había estado muerto durante innumerables siglos y se había convertido en piedra, igual que la piedra que lo rodeaba.
—Quizás alguien lo hizo a partir de la piedra.
—No, en el pasado estuvo vivo.
—¿Lo viste?
—Lo leí.
—Quizás te equivocas. Quizás Dios lo puso allí para engañarte.
En aquel momento, él se rió, admirando su pequeña mente, las historias que creaba, la manera en que la niña podía casi comprender. Pero después de la representación de su madre en el laboratorio, después de estos últimos días viviendo con las fantasías de Constance, el matiz de ese recuerdo cambiaba. Aquel día él había quedado hechizado por una ilusión superficial (que su hija era una pequeña pero inteligente narradora de historias), y no había percibido la oscura, dura verdad que había debajo: que ella estaba repitiendo como un loro lo que había oído en otra parte, a su madre o a Nora, o a algún aflautado ratón de iglesia de andrajosa chaqueta que Constance hubiera llevado a casa a tomar el té mientras él se encontraba fuera. Él se vería enfrentado con su hija algún día en esa situación, permaneciendo allí de pie, solo, con un manchado delantal, suplicando patéticamente su perdón por haber mejorado la condición de la humanidad. Él no había hecho nada para impedirlo. Sucedería. Y la perdería a ella. También.
Porque la influencia de Constance era fuerte. Cuando Joseph regresó al laboratorio le resultaba difícil no verlo con los ojos y oídos de ella. Si uno se imaginaba a una mujer sin la capacidad para ir más allá de las inmediatas sensaciones y emociones, entonces esa sala podía, admitió, tener un efecto desorientador, incluso doloroso. Ella no poseía una mente capaz de aprovechar el valor de la
observación objetiva, que amortiguaba el impacto del momento, de modo que debía de haber quedado terriblemente afectada por lo que había visto allí. Y el sonido podía ser bastante perturbador. Joseph recordó que cuando había empezado a trabajar allí, durante días, eso le había trastornado incluso a él (que había llegado a acostumbrarse al ruido de los cañones, del fuego enemigo, de la tienda de los cirujanos).
La tienda de los cirujanos. Él podía, sin la menor dificultad, recordar todavía el ruido de la sierra contra el hueso. La primera vez que manejó aquella hoja pensó que iba a vomitar, o llorar. En vez de eso, a pesar de todos sus esfuerzos por permanecer impasible, tuvo un comportamiento atroz: serraba y se reía. Un cabo estaba mordiendo una tira de cuero, y Joseph no podía evitar reírse disimuladamente mientras su brazo se movía solo. Había pensado que jamás se acostumbraría a aquellos horrores; sin embargo, a no tardar, fue capaz de realizar las más espantosas tareas con su cena al alcance de la mano, y sin aquella risa nerviosa. Sin embargo, tenía que confesarlo, Constance lo había hecho mejor que él la primera vez,