Angel

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Cassie no quería hacer otro viaje en carruaje con Angel como el anterior. Para que le entregaran a domicilio las provisiones necesarias tendría que pagar un poco más, pero esa era una irritación sin importancia comparada con la de soportar nuevamente la proximidad de Angel. Decirle que no necesitaba compañía para ir a la ciudad había sido una pérdida de tiempo. El hombre se tomaba muy en serio el papel de protector que se había asignado.

Para viajar a caballo tuvo que ponerse la resistente falda pantalón que usaba en la pradera, junto con la chaqueta de piel de venado, corta y sin forma, que la acompañaba. Sus elegantes ropas de ciudad no casaban bien con la silla de montar del Oeste; tampoco las horquillas para el pelo. Pero sí su pistolera. Por una vez no quedaba tan ridícula contra su cadera.

Cassie no dio importancia a lo deportivo de su atuendo salvo al notar que la gente de Caully la miraba como si no la reconociera. La compañía de Angel llamaba aun más la atención. Eso le permitió apreciar personalmente las reacciones que él provocaba. La gente daba un amplio rodeo para evitarlo. Las tiendas en las que entraba quedaban desiertas muy pronto. Los propietarios y los empleados no lo miraban a los ojos con la esperanza de que se retirara si ellos lo ignoraban.

Eso no habría debido tomar a Cassie por sorpresa. Pese a lo ocurrido la noche anterior, Angel seguía haciéndola sentir incómoda, sobre todo cuando guardaba silencio, como ocurría esa mañana desde que salieron del rancho. Justamente por eso Cassie había dejado el coche en casa. Aun así se descubrió abochornada por el modo en que la gente de la ciudad trataba a Angel.

Al salir del almacén general reunió coraje para abordar el tema.

—¿No le molesta que la gente se ponga nerviosa al verle, Angel? — Comenzaba a resultarle más fácil pronunciar su nombre sin ruborizarse.

Él no la miró porque estaba estudiando la calle en ambas direcciones.

—No. ¿Por qué?

—De ese modo debe de serie más difícil intimar con los demás.

El la miró de soslayo; sus ojos negros no revelaban nada.

—¿Y quién quiere intimar?

Ella se encogió de hombros y no insistió. Pero la respuesta dejó a Cassie inexplicablemente triste y fastidiada consigo misma por haber intentado, una vez más, desentrañar los sentimientos de ese hombre. Probablemente no los tuviera. Probablemente estaba tan muerto por dentro como lo sugerían sus ojos. ¿Y qué le importaba a ella que así fuera?

Él la estaba estudiando otra vez, costumbre que Cassie asociaba con su oficio. Pero notó que esa mirada se detenía con frecuencia en la taberna Ultimo Tonel, calle abajo. Probablemente quería beber algo, pero no se decidía a dejarla sola. O quizá deseaba otra cosa. Casi todas las tabernas de Caully contaban con varias mujeres que tanto trabajaban en la planta baja como en la alta.

La idea puso en los labios de la muchacha una expresión agria y dio a su voz un tono excesivamente gazmoño.

—Por hoy he terminado. Estoy segura de poder volver a casa sin caer en una emboscada ni nada de eso si usted tiene algo que hacer en la ciudad.

—En verdad, quería preguntar por Slater. Sam, su amigo, no supo decirme dónde había ido. Pero lo haré cuando esté, solo.

Al decirlo la miraba otra vez; por eso no vio al hombre que giraba en la esquina a caballo, justo detrás de ellos. La muchacha sí lo vio y quedó boquiabierta. Hablando de Roma... allí estaba, encaminándose, directamente hacia ellos.

—Ahora que recuerdo... olvidé algo... dentro del almacén — dijo Cassie, apresuradamente—. Tenemos que entrar.

—Vaya usted. Iré a buscar los caballos.

—¡No! — Ella lo aferró por un brazo y trató de arrastrarlo al interior del almacén. — Necesito que usted me ayude a retirar...

Esa vez la interrumpió un grito a sus espaldas:

—¡Eh, tú!

Angel se volvió tan deprisa que arrastró a Cassie consigo. Ya no era posible impedir que viera a Rafferty Slater, quien estaba sofrenando a su caballo a pocos metros.

—¿Tú eres Angel? — Preguntó Rafferty, tras desmontar y subir a la acera. El pistolero se limitó a asentir con la cabeza. — Me dijeron que me estabas buscando.

—¿Y quién eres tú?

—Rafferty Slater.

¡Y Cassie pensaba que los ojos de Angel nunca revelaban emoción! En ese momento se encendieron con tal satisfacción que la joven se llenó de miedo adivinando el porqué. Pero inesperadamente se unió a ese miedo una poderosa necesidad de prevenir y proteger. Nunca había experimentado nada parecido; era completamente ridículo. No había persona menos necesitada de protección que Angel. Pero sus emociones no tuvieron eso en cuenta.

Aunque no era del tipo impulsivo, Cassie dejó que sus emociones la guiaran directamente al fuego.

—Te desafío a un duelo a pistola, Rafferty — dijo, adelantándose—. Creo que ya sabes por qué.

Angel dejó escapar un epíteto. Rafferty la miró inexpresivamente por un instante; luego se echó a reír. Cassie habría deseado que la gente los tomara un poco más en serio, a ella y a su colt.

—Tiene usted un segundo para desaparecer — le dijo Angel.

Ella le echó una brevísima mirada, sólo para ver si su expresión era tan furiosa como su tono. Así era, de modo que volvió la vista hacia Rafferty mientras intentaba discutir con Angel.

Lo sorprendente fue que, bajo esas circunstancias, lo hiciera con calma y lógica.

—Debería dejar que lo matara yo, Angel. Juré hacerlo si él volvía a tocarme.

—Jure otra cosa. Este es mío.

—Pero fue a mí a quien atacó la otra noche — le recordó ella. Angel se limitó a ordenar:

—Vuelva al almacén, Cassie.

—No me está escuchando.

—Muy cierto. ¡Salga de aquí!

Con una orden como ésa y el brazo que la empujaba hacia atrás para ponerla en camino, Cassie habría debido irse, pero no lo hizo. Se retorcía las manos buscando mentalmente un modo de evitar el enfrentamiento que se aproximaba. Pero Angel no iba a darle tiempo suficiente para idear algo.

—No acostumbro hacer esto, Slater — aclaró, apartando el impermeable—, pero en tu caso voy a hacer una excepción. ¿Dónde quieres que sea? ¿En la calle o allí mismo, donde estás?

Rafferty no parecía impresionado ni intimidado en absoluto. Sonrió abiertamente y escupió la astilla de madera que estaba mascando.

—La otra noche, si no hubiera tenido la panza llena de cerveza, me habría quedado a esperarte. Pero ahora estoy sobrio. Y no me gusta que me sigas el rastro. Por mí, que sea en la calle, amigo. Pero si quieres mi opinión, por esa damisela no vale la pena que te dejes matar.

—¿Y quién te pidió opinión?

Rafferty se limitó a reír entre dientes y alargó un brazo señalando la calle para que Angel bajara primero. A Cassie esa confianza le resultó horrorosa. Estaba en lo cierto al preocuparse por él, lo comprobó en cuanto Angel bajó de la acera. Rafferty no tenía intenciones de enfrentarse a Angel en una lucha limpia. En cuanto el otro le volvió la espalda echó mano de su revólver.

Cassie desenfundó el suyo, pero por si acaso gritó:

—¡Cuidado!

Disparó. Angel hizo lo mismo. La bala de Rafferty dio en el polvo, a sus pies, mientras él caía de bruces.

A tan poca distancia, el humo de las tres descargas irritó los ojos de la muchacha. Y al ver que Angel daba la vuelta al hombre caído con un pie comprendió que habría podido dejar su arma en la funda ya que Angel había disparado al girar, aun antes de que ella acabara su advertencia.

Se acercó al pistolero para contemplar las dos heridas de bala: una, en el hombro, destinada a inmovilizar; la otra, directamente al corazón, para matar. Las dos habían cumplido su objetivo y los resultados eran horribles.

—Debiste dejar que yo lo enfrentara — dijo ella, con voz débil—. Yo me habría limitado a herirlo. Tú lo mataste.

Angel le echó una mirada fría.

—¿Vas a decirme que no se lo buscó?

—Bueno... no, pero... pero se podría haber evitado esta muerte si hubieras dejado que lo enfrentara yo.

—No te engañes. Así el resultado habría sido el mismo... siempre que él hubiera podido dejar de reírse por el tiempo suficiente.

Ese aire despectivo la irritó.

—No le veo la gracia.

—El sí se la vio. Pero eso no viene al caso. Usted no va a participar en ningún tiroteo mientras esté conmigo, señorita. Por muy rápida que crea ser...

—Que sea — corrigió ella.

El suavizó un poco el tono, quizá por condescendencia.

—Practicar no es lo mismo que enfrentarse a un hombre decidido a matar, Cassie. No le conviene descubrir la diferencia.

—Puede ser — concedió ella—. Pero no comprende lo que quiero decirle. No hacía falta matar a Rafferty. Habría bastado con herirlo...

—Esto es el resultado de disparar a herir — interrumpió él, señalando con el pulgar la herida de su mandíbula—. El tipo se curó Y volvió por mí. Me quería muerto, pero tuvo miedo de enfrentarme en otra pelea limpia, de modo que me atacó por la espalda. Si estoy aquí fue sólo porque tenía tan mala puntería con el puñal como con el revólver... y porque ya nunca disparé a herir.

—Tiene razón.

—¿Qué ha dicho?

Cassie se retorció interiormente.

—No ponga esa cara de sorpresa. Lo que dice me recuerda a muchos duelos de los que he oído hablar en que uno queda herido y, pocos días después, el otro aparece en algún callejón con una bala en la espalda. No creo que sea siempre así, pero ocurre con bastante frecuencia; por eso su costumbre tiene sentido, al menos en su caso.

—Bueno, ¿qué pasó aquí?

Cassie, al volverse, vio que el comisario se abría paso entre las diez o doce personas que se acercaban, todos tratando de ver mejor al muerto sin aproximarse demasiado al que le había dado muerte.

Frank Henley era más bien bajo, no mucho más alto que Cassie. Usaba botas con tacones de ocho centímetros, lo cual no cambiaba mucho las cosas, pero tenía una personalidad muy potente, y eso sí las cambiaba. Se sabía que era capaz de intimidar a hombres mucho más corpulentos; por eso era buen comisario, al menos cuando no mezclaba los asuntos familiares con los oficiales.

En cuanto echó un vistazo a Slater, Cassie comprendió que sería una de esas ocasiones en que las cosas se mezclaban.

—Caramba, conozco a este hombre. Trabaja para... — Frank hizo una pausa y centró la mirada en Angel. — Tendré que llevarlo detenido, señor.

Cassie apenas se contuvo para no espetarle: "¡Ni pensarlo!". Lo que hizo fue interponerse entre los dos hombres para decir con serenidad:

—No hace falta, comisario. Averigüe usted. Uno o dos testigos deben de haber visto que Slater trató de disparar a este hombre por la espalda. Yo misma lo vi; por eso tiene también una bala mía en el cuerpo. Y para sus registros, Slater ya no es empleado de su tía. Su primo Buck lo despidió ayer por la mañana.

A juzgar por su expresión, ese último dato fue lo que cambió el modo de pensar de Frank. Cassie no dudaba de que Angel habría sido arrestado sin motivos si Slater hubiera sido aún empleado de los Catlin. Las cosas habrían podido terminar en una parodia de proceso y un ahorcamiento, si así lo hubiera decretado Dorothy Catlin, tanto era el dominio de esa unida familia. Pero Cassie no creía tan cruel a la viuda Catlin; además, ella no habría permitido que arrestaran a Angel por matar en defensa propia. En caso necesario, era capaz de apuntar con su arma al mismo comisario.

Por eso fue con gran alivio que oyó decir a Frank:

—Confío en su palabra, señorita Stuart. ¿Este hombre viene con usted?

En esa ocasión la mentira surgió con facilidad.

—Es mi prometido,

El comisario se sorprendió.

—Yo creía que usted y Morgan... Bueno, no importa. Pero no deje que este venga a la ciudad. No nos hacen falta estos duelos. Y no sabe usted cómo detesto el papeleo que provocan.

Cassie hizo un gesto afirmativo y pasó su brazo por el de Angel para llevárselo antes de que Frank volviera a cambiar de idea. El silencio de su compañero se prolongó hasta que llegaron a los caballos. Después de ayudarla a montar, dijo:

—No sé por qué, pero tengo la sensación de que si ese comisario no se hubiera echado atrás, se habría enfrentado a él.

Cassie se ruborizó apenas ante el esclarecido comentario. Como él no parecía muy complacido por la idea, protestó:

—No sé a qué se refiere.

Él se limitó a gruñir antes de montar.

—Estás aprendiendo a mentir... un poco mejor.

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