Angel

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Angel dividió su atención entre la mujer que se iba apresuradamente y el hombre a quien ella había llamado Morgan. La muchacha caminaba tan deprisa que iba casi corriendo. Morgan también la seguía con la mirada jurando por lo bajo. Angel no estaba seguro de lo que acababa de presenciar, pero sí de que no le gustaba. Era sobradamente hora de averiguar qué estaba pasando.

El alto texano se volvió hacia él recordando por fin su presencia. Iba a decir algo, pero Angel no tenía tiempo para darle gusto.

—Tendrá que disculparme, pero ella está a punto de partir con mi caballo.

Y era muy cierto, sí. Angel también juró por lo bajo al darse cuenta de que tendría que correr para alcanzar el carruaje, que ya estaba en movimiento.

Cuando la alcanzó Cassie ya estaba saliendo de la ciudad y él había perdido tanto el aliento como la compostura. Las primeras palabras que salieron de su boca no estaban destinadas a aliviar la alarma de la muchacha al verlo súbitamente en el asiento vecino.

—¡Eso se llama robo de caballo, señorita!

Ella se quedó boquiabierta; con ojos redondos como platillos, giró bruscamente y vio los caballos atados al coche.

—Oh, Dios, me olvidé... no me di cuenta, siquiera... No crea usted que era mi intención...

Concluyó abruptamente su inarticulado explicación y cerró la boca con energía. Tardó tanto en volverse que, cuando se enfrentó a él, lucía una expresión completamente distinta; él la reconoció inmediatamente por haberla visto en su encuentro anterior.

—No comience usted...

Tenía intenciones de impedir la diatriba que anticipaba, pero ella interrumpió su propio intento.

—¿Qué demonios quería hacer? ¿No sabe tratar con un hombre sin herirlo en lo vivo de su orgullo?

—Supongo que no.

Cassie no esperaba esa respuesta; tampoco verlo reclinarse, cruzando los brazos contra el pecho, como si la desafiara a seguir regañándolo. Eso amainó un poco el acaloramiento de la muchacha, que se volvió hacia la ruta.

—Imagino que usted deja cadáveres por dondequiera pasa — dijo, con sereno desprecio.

—De vez en cuando, sí.

Para eso no había réplica. Era como si hubieran estado hablando del clima y no de gente asesinada a juzgar por la emoción que él ponía en el tema. En verdad, Cassie no sabía cómo tratar a una persona así; tampoco tenía deseos de intentarlo.

Él tenía que irse, ese mismo día, al momento. Y con eso firmemente decidido, detuvo el carruaje para decírselo. Pero en cuanto ella tiró de las riendas, él se incorporó en el asiento y, al girar, Cassie lo encontró apenas a centímetros de distancia, tan cerca que se vio obligada a echar la cabeza atrás para verle la cara. Quedó entrampada en esos ojos de carbón, no tan asustada como curiosa, hipnotizada.

—¿Por qué se detuvo?

¿Por qué se había detenido? No tenía la menor idea. Y de pronto lo recordó. Ahogando una exclamación, se retiró en su asiento tanto como pudo. No estaba segura de lo que acababa de ocurrir. ¿Por qué súbitamente la cabeza le había quedado vacía de pensamientos? ¿Por qué se había sentido extraña y sin aliento como si hubiera estado corriendo sin sentido? Pero no era miedo. Y Angel ya no la atemorizaba con esa mirada de desconcierto.

Se vio obligada a apartar la vista sólo para concentrar sus pensamientos en el asunto que tenía entre manos y recordar su decisión. Mientras no lo mirara su desconcierto no le volvería con celeridad. Por eso decidió decir lo necesario mirando hacia la ruta, para estar segura de decirlo.

—No me gusta lo que ocurrió allí. Con Morgan podía entenderme. Con Morgan y con usted, no. Llegué a dar un paso que no habría dado sólo para distraer a Morgan antes de que usted iniciara un duelo.

—Yo no habría hecho eso — replicó Angel, con cierta frialdad en la voz—. No acostumbro provocar duelos porque no sería nada justo. Eso sí: fuera de los duelos me basta con desenfundar para que casi todo el mundo cierre la boca y se aleje.

—Los MacKauley no son casi todo el mundo. Y Morgan es un MacKauley, hombres pendencieros todos ellos. Estallan por nada y a veces se lanzan contra un hombre como toros furiosos. Si usted desenfundara, es probable que Morgan no lo viera y usted tuviera que matarlo para no acabar en la calle con la cara muy cambiada. Pero eso ya pasó y, por suerte, nadie ha muerto.

—Exactamente, y por eso...

—No he terminado — interrumpió ella secamente, siempre sin mirarlo e incómoda al notar que él no hacía lo mismo—. Estaba tan nerviosa por lo que habría podido ocurrir que salí de la ciudad sin haber terminado mis diligencias. La última era... Bueno, será mejor decírselo cuanto antes. Voy a enviar un telegrama a Lewis Pickens para informarle que mí problema está resuelto y que ya no necesito de su ayuda... ni de la de usted. Ahora mismo volveré a la ciudad para hacerlo.

—Como guste — fue cuanto él dijo.

El alivio encorvó visiblemente la espalda de Cassie. Esperaba una discusión, tener que mentir descaradamente para convencerlo de que no había ningún problema en el que él pudiera ser de utilidad, sobre todo después de haber presenciado Angel su enfrentamiento con Morgan. Tal vez se alegraba de verse libre del asunto. Al fin y al cabo, esa mañana no parecía muy alegre con la perspectiva de pagar su deuda ayudándola a ella en sus dificultades.

Por fin se volvió a mirarlo con una sonrisa vacilante que murió en cuanto le vio el gesto ceñudo. ¿Acaso ella había interpretado mal la respuesta? Quizá fueran necesarias algunas mentiras al fin y al cabo.

—En realidad, mi problema no es el mismo que hace seis semanas, cuando pedí ayuda. Si esta mañana no me hubiera desconcertado tanto ante su llegada, señor, se lo habría explicado. Con tanto tiempo como ha pasado, los ánimos han tenido tiempo de enfriarse y la situación es ahora menos dificultosa por lo que no vale la pena mencionarla.

El volvió a reclinarse, con su pose de brazos cruzados.

—Ahora sí que se me despierta la curiosidad. ¿Por qué no me explica usted de qué se trata, de todas maneras?

Ella no estaba dispuesta a darle el gusto por miedo a cometer inadvertidamente algún desliz que lo indujera a considerar necesaria su ayuda.

—Se trata sólo de algunas personas que están fastidiadas conmigo.

—¿Cuántas?

Ella esquivó la respuesta.

—Son dos familias por separado.

—¿Cuántas?

La insistencia del hombre hizo que Cassie entornara los ojos.

—No me he tomado el trabajo de contarlas — le espetó, impaciente.

—¿Tantos?

¿Había un dejo de humor en su voz? La muchacha no estaba segura, pero no veía nada risueño en ese asunto. Claro que, si él lo interpretaba así, no dejaba de ser conveniente.

Por eso hizo un gesto desdeñoso y le aseguró:

—No es nada grave. Yo habría recibido de buen grado la ayuda del señor Pickens porque preferiría que las cosas volvieran al estado que tenían antes de que todos... se irritaran contra mí. Tenía la esperanza de quedarme hasta la primavera pero ahora me iré, en cuanto vuelva mi padre y no habrá más dificultades.

El no replicó. Se limitaba a mirarla con paciencia, como esperando a que continuara... como si supiera que había algo más. Bueno, tendría que conformarse. Ella no pensaba decir una palabra más sobre el tema.

—Ha sido usted muy amable al ofrecerme ayuda, pero ya no es necesaria. No me encuentro en ningún... eh... peligro; nunca fue así, en realidad. El telegrama que envíe al señor Pickens lo librará de cualquier obligación que usted crea tener.

—¿De veras?

—Por cierto. Posiblemente dé la deuda por saldada, aunque usted no tuvo que hacer nada. Después de todo, usted se tomó la molestia de venir y se ha mostrado bien dispuesto a ayudar; endiabladamente dispuesto, en realidad — agregó en voz baja—. Usted hizo lo que él pedía. ¿Qué más se pue...?

—El no verá las cosas de ese modo — cortó Angel, seco—, como no las veo yo. Pero ya que no hay "ningún problema", a usted no le molestará que yo me quede algunos días y haga algunas preguntas, ¿verdad?

Cassie se puso tiesa e inquirió bruscamente:

—¿Por qué tiene usted que hacer eso?

—Porque usted no sabe mentir muy bien, señorita.

Ella lo miró un largo instante. En sus ojos, en su mirada vagamente desdeñosa, leyó que él no le creía una sola palabra. Entonces dejó escapar un suspiro y dijo, melancólicamente:

—Es cierto. Pero la gente, en general, no se da cuenta.

—Tal vez porque, con esa cara tan dulce e íntegra, nadie la supone capaz de decir algo que no sea la verdad.

¿Eso era un insulto o un cumplido? ¿Y cómo podía saber él sin dudas que le estaba mintiendo si sólo quienes la conocían muy bien solían darse cuenta?

Lo intentó por última vez.

—De cualquier modo usted no podrá ayudar. Lo que pasó con Morgan lo demuestra. Usted exacerba a la gente y yo necesito de alguien que la apacigüe.

El meneó lentamente la cabeza.

—Después del montón de mentiras que acaba de decirme, señorita, no puedo tomarla al pie de la letra. Yo mismo decidiré si puedo ayudar o no. Pero mientras no me entere de cuál es el problema, y esta vez quiero la verdad, la seguiré pisándole los talones. Y dudo que eso le guste.

No le gustaría, claro que no. Aunque el hombre no se mostrara amenazador, por el momento, sino sólo terco como una mula, aun así, la ponía muy nerviosa. Era demasiado consciente de su presencia, de su cruda virilidad, de la violencia de que era capaz. Nunca había tratado con alguien así, pero tendría que aprender muy rápido, porque al parecer no se desharía de él en poco tiempo.

—De acuerdo — dijo, con algo de amargura y algo de resignación—. Pero antes quiero asegurarle que, si estoy en dificultades, es por culpa mía. Soy una entrometida, ¿sabe usted? Soy la primera en admitirlo. Es algo que no puedo evitar. Y debo advertirle que, si usted se queda por aquí, probablemente trataré también de entrometerme en su vida.

—Estoy advertido — replicó él.

Pero se notaba que eso no lo había impresionado. Probablemente se creía demasiado intimidante como para que ella intentara ese tipo de cosas con él. Pensándolo bien, quizá tuviera razón.

—En este caso — prosiguió ella — lo que traté de hacer fue poner fin a una guerra familiar que se prolongaba desde hacía veinticinco años. Es entre dos familias, los MacKauley y los Catlin. En realidad no se trata sólo de las familias. Los que trabajan para ellos también toman partido. Cada vez que los peones de unos y otros se encuentran en la ciudad, estallan rencillas. Si los dos hatos se mezclan... la cuestión puede terminar en tiroteos antes de que se separen los animales. En estos diez años mi padre ha actuado como amortiguador, por lo menos en la pradera, pues se ha instalado justo entre las dos fincas. Por eso la guerra ha pasado la etapa violenta. Pero eso no significa que no haya mucho odio acumulado en ambos bandos.

—Sé bastante de guerras familiares, señorita Stuart. Yo mismo he estado en medio de varias.

Ella lo sabía, al menos, había oído hablar de un caso en que a él se le había contratado como participante; pero no pensaba hacer comentarios.

—Esta gente no es tan testaruda. No obligan a los de fuera a tomar partido. Por eso yo era amiga de ambas familias, sobre todo de Jenny Catlin, que tiene casi mi edad, y de Morgan MacKauley.

—¿Ese belicoso joven con el que estaba hablando? ¿Eso es amistad para usted?

Ella se ruborizó ante lo burlón de su tono.

—Fuimos bastante amigos hasta que, por mi culpa, toda su familia se volvió contra mí.

—¿Y cómo logró usted eso?

—Por meterme a casamentera. Se me ocurrió que el modo más sencillo de poner fin a la guerra era reunir a las dos familias mediante un casamiento. Era una buena idea. ¿No le parece?

—Podría haber dado resultado, siempre que los cónyuges no acabaran matándose. ¿Fue eso lo que ocurrió? ¿Se mataron mutuamente?

Cassie frunció el entrecejo ante lo descarado de su tono.

—Nadie mató a nadie. Pero Jenny y Clayton se casaron con mi ayuda, creyéndose enamorados. Yo los convencí de eso, más o menos. Y en la noche de bodas descubrieron que ninguno de los dos había acabado aún de enamorarse. Clayton devolvió a la novia a su familia, pero las dos familias estaban enfurecidas y yo cargué con toda la culpa. Y con justicia, porque ellos dos, que eran los menores de ambas familias, jamás habrían hecho nada con su mutua atracción si yo no me hubiera entrometido.

—Conque usted se ha ganado el odio de media población. ¿Eso es todo?

Ella quedó boquiabierta.

—¿Que si eso es todo? Para mí es suficiente, gracias — replicó ella, indignada—. No estoy habituada a que me odien. Y eso no es todo. Ambas familias me han pedido... mejor dicho, me han ordenado que abandone Texas. Pero los MacKauley también me pusieron una fecha tope; si por entonces sigo aquí, incendiarán el Doble C. En realidad, se mostraron generosos, considerando que eso fue hace seis semanas. Me dieron tiempo de sobra para esperar el regreso de mi padre. Pero papá se demoró por una herida. El plazo acaba el sábado, pero como los Catlin ahuyentaron al capataz, no puedo irme aunque quiera. Y como ni Dorothy Catlin ni R. J MacKauley, los jefes de familia, quieren hablar conmigo, tampoco puedo disculparme ni suplicarles que me perdonen. Dígame, señor: ¿en qué puede ayudar usted? Se necesitaba el talento del señor Pickens para hacer entrar en razones a la gente. Por lo que he sabido, usted no es muy ducho con las palabras.

—¿Por lo que ha sabido? No es la primera vez que usted da a entender que me conoce, aunque yo no recuerdo haberle sido presentado. ¿Nos conocemos?

La suposición de que pudieran conocerse y él no la recordara resultaba muy poco halagadora, pero Cassie no se ofendió. Sabía perfectamente que no era de esas mujeres que los hombres se vuelven a mirar. Tampoco pasaba del todo desapercibida desde que había llegado a la edad de merecer. Desde luego, en eso tenía mucho que ver el hecho de que el Lazy S fuera un rancho muy grande; además, los Stuart tenían otros bienes. Pero los dos hombres que habían demostrado algún interés por ella le habían preguntado, desde el primer momento, si estaba dispuesta a deshacerse de Marabelle, y ambos cambiaron de intención en cuanto ella se negó.

—No nos conocemos — dijo a Angel—, pero he oído hablar mucho de usted, de lo que es, de lo que hace. Me criaron con relatos de sus hazañas.

Él le echó una mirada dubitativa.

—Mi nombre es conocido en el Norte, señorita, pero aquí, sólo en muy pocos lugares.

—Sí, pero yo estoy en Texas sólo de visita — explicó ella—. Vivo en Wyoming.

El la miró con atención un momento. Luego lanzó una blasfemia:

—Me cago en... Conque usted es una de los excéntricos Stuart, los del Lazy S de Cheyenne, ¿no? Los que tienen un elefante pastando en la pradera con el ganado. ¡Cómo diablos no me di cuenta!

Lo dijo con tanto disgusto que ella se ruborizó intensamente.

—Usted no tiene por qué diablos darse cuenta de nada — dijo, saliendo en defensa de su familia. — A mi abuelo le gusta hacer regalos originales, ¿y qué? Viaja por todo el mundo y va a muchos sitios que nadie ha oído siquiera nombrar. Y le gusta compartir un poco de sus experiencias de un modo tangible. Yo no veo nada malo en eso.

—¿Nada malo? Dicen que una vez el elefante le derribó la mitad del granero.

El rubor de la muchacha se hizo más intenso.

—El elefante pertenece a mi madre. Generalmente está en la pradera, pero de vez en cuando viene a casa. Y es algo torpe, sí. Pero no pasa nada grave y mi madre le tiene mucho afecto.

—Su madre...

Angel se mordió la lengua para no hablar, pero Cassie imaginó el resto. En los alrededores de Cheyenne no era secreto que Catherine Stuart había vivido diez años bajo el mismo techo que su esposo sin decirle una sola palabra... salvo por intermedio de terceros. A muchos eso le parecía cosa de locos. Y la colección de animales extraños no hacía más que acentuar esa opinión.

—¿Conque de allí viene la pantera negra? ¿Es un regalo de su abuelo?

Era visible que al hombre le costaba hacerse a la idea. Probablemente pensaba que el abuelo estaba un poco chiflado... o chiflado del todo. Pero Cassie estaba acostumbrada a esa reacción. Y a dar explicaciones.

—No fue del todo así. El abuelo quería quedarse con Marabelle. La encontró el día en que partía de África. Los nativos habían matado a la madre e iban a matarla también a ella, pero mi abuelo intervino y la trajo en su barco. Después de zarpar descubrió que él y Marabelle eran incompatibles. A ella no le gustaba en absoluto navegar y se pasó el viaje descompuesta. Él, por su parte, no estaba dispuesto a abandonar los mares. Y cada vez que se acercaba ella empezaba a estornudar, no se sabe por qué.

Cuando llegó al rancho la pobrecita estaba medio muerta, reducida a piel y huesos por lo que le había costado retener la comida a bordo. Él ya había decidido enviarla a un zoológico del Este, pero antes me la entregó para que la engordara. Temo que me aficioné a ella en un periquete, pequeña y adorable como era entonces. Me costó un poco persuadirlo para que me la dejara, pero conmigo es muy blando. Y nunca me arrepentí de habérmela quedado.

—Aunque Marabelle ahuyentara a sus escasos pretendientes.

—Pero creo que me estoy desviando del tema, ¿verdad? — continuó en tono más severo—. Le he preguntado qué ayuda podría prestarme un pistolero en mi situación actual. ¿Le importaría ahora responderme?

Él la miró con los ojos entornados. Lo había puesto en su lugar.

—¿No dijo usted que los MacKauley eran pendencieros y acalorados?

—Sí, pero...

—Si usted no quiere que yo les hable en su nombre, cosa que haría con gusto...

—¡No!

—En ese caso estaré aquí para protegerla en caso necesario hasta que usted se vaya o ellos decidan dejarla vivir aquí en paz. Supongo que tendré, que pisarle los talones después de todo.

No parecía nada feliz de que así fuera. Por su parte, Cassie estaba horrorizada.

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