Ana

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Segunda parte. Las manos » 23

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Dicen que el dinero no da la felicidad. Estoy completamente de acuerdo. También dicen que la felicidad es un estado mental y muchas otras cosas parecidas. Por desgracia, con una mente sana y la cartera vacía no puedes pagar a un investigador privado. Con diez mil euros, sí. A uno muy bueno además.

—Eme, te había echado de menos.

—Ya sabes que es un placer trabajar contigo —respondió.

Siempre y cuando me pagues por adelantado. Esto último no lo dijo, pero estaba implícito.

Era un lunes prenavideño en todo su apogeo. Hacía frío. Los adornos y las lucecitas llevaban colgadas ya un par de semanas en las calles. Los escaparates, las marquesinas y los anuncios luminosos de la ciudad entera clamaban esplendorosos para que no te olvidases de los regalos y las comilonas que se avecinaban. Incluso a las ocho y pico de la mañana era imposible sustraerse del tsunami de la Navidad. Eme y yo estábamos al final de Pío XII, justo antes del desvío de la A-1. Tenía una cita importante en los juzgados de Manuel Tovar, pero había hecho un alto en el camino para ver a mi recién contratado investigador privado. Llevaba cuarenta y ocho horas trabajando para mí y ya tenía información que compartir.

—Quería contártelo en persona —dijo.

—Suelta.

Eme tenía una edad indefinida, en torno a los sesenta y pico calculaba yo. Su ausencia de pelo le daba un aspecto intemporal. Al parecer lo había perdido hace años, tras una crisis nerviosa, era lo que se conocía como alopecia areata, a Eme le gustaba repetirlo, creo que le gustaba cómo sonaba, alopecia areata, tal vez creía que le daba un aire más distinguido a su calvicie. Cuando lo conocí, ya tenía ese aspecto. Lo que más me llamaba la atención eran sus cejas, o más bien la falta de ellas. No me producía rechazo su apariencia, al contrario, lo encontraba interesante, y en un sentido, hasta atractivo. Nunca había tenido nada con Eme ni lo tendría, nuestra relación era de otra clase, nos respetábamos profesionalmente y habíamos colaborado en multitud de ocasiones, eso era todo. Incluso podría decirse que él había desarrollado conmigo una especie de relación paternal, protectora, que yo había alimentado, por una vez no estaba mal sentirme cuidada, y no cuidadora. Eso no estaba reñido con el hecho de que su complexión fornida, atlética, unida a esa total ausencia de pelo, resultaba sugerente. Nada más.

—Por decirlo suavemente, creo que en el cuartel de Robredo tienen unos protocolos más bien laxos con los detenidos —dijo—. En especial, si las personas retenidas son amigos o conocidos. Hay un par de cosas que no recoge ningún informe y que sin embargo me han resultado llamativas, y relativamente fáciles de hallar, no sé si serán relevantes, pero yo te las cuento.

Esa era otra cosa que me gustaba de Eme. No se adornaba, no intentaba darse importancia, tanto si algo le costaba mucho como si no, lo decía con toda franqueza.

—La primera es que los efectos personales de Alejandro Tramel aún están allí, excepto el cinturón que empleó para ahorcarse, por supuesto, que se encuentra en el laboratorio —continuó Eme—. Pero todo lo demás permanece en las dependencias de la Guardia Civil, metido en una bolsa de plástico dentro de una taquilla, esperando que alguien lo reclame. Al tratarse de un suicidio, y no de un asesinato, no hay retención de pruebas. Si sus cosas siguen en el cuartel es porque nadie de la familia las ha reclamado. Aquí te traigo el formulario para que lo rellene Helena, puedo pasar a recogerlas, no sé qué podremos sacar, pero supongo que merecerá la pena echar un vistazo.

—Dices que el cinturón lógicamente no está allí —repliqué—. Sin embargo, lo que no entiendo es por qué le dejaron ese cinturón dentro de la celda, no tiene ningún sentido.

—Yo también lo había pensado. Pero me temo que la teoría conspiratoria de que le dejaron el cinturón para que se quitara la vida no se sostiene. Le permitieron tener dentro de la celda muchas otras cosas personales además del cinturón, un bloc de notas y unos bolígrafos, sus propios zapatos e incluso su reloj. Honestamente, creo que lo hicieron como una deferencia, lo conocían y no le consideraban peligroso, no le dieron mayor importancia. Como te digo, según y cómo, el procedimiento durante esas horas puede ser muy laxo. Además de que aquello no es una cárcel, es un calabozo, lo cual como bien sabes es muy diferente.

—Aun así, quiero volver a interrogar a todos los agentes que estaban en el cuartelillo desde que él llegó hasta que lo encontraron muerto. Sofía ha hablado con algunos, pero quiero hacerlo yo personalmente. A todos, desde el guardia de recepción hasta los que estaban al mando.

—Lo imaginaba, aquí te he traído la lista completa de todos los guardias civiles que estaban de servicio aquel día.

La eficiencia de Eme no dejaba de sorprenderme.

—Habrá que hacer una solicitud oficial —dije—, no creo que cooperen de forma voluntaria. A Sofía le está costando un notable esfuerzo obtener algunas declaraciones, a pesar de sus dotes de persuasión.

Sofía era lista, perspicaz y no se daba por vencida a la primera. Por si fuera poco, era guapa. Lo tenía todo para conseguir lo que se proponía. Pero aún le quedaban algunos kilómetros para aprender a apretarles las tuercas convenientemente a unos testigos renuentes, más aún si eran policías experimentados. Me encargaría en persona, los interrogatorios podían ser agotadores, pero con la suficiente dosis de paciencia y de insistencia eran una de las mejores herramientas para desenterrar detalles ocultos, o que simplemente habían pasado inadvertidos. Tal vez le pediría ayuda a Eme, podríamos jugar al poli bueno y al poli malo (con todas sus variantes) como en los viejos tiempos; se diga lo que se diga, si se hace con sutileza y con mala fe, un buen interrogatorio sigue siendo la mejor táctica para conseguir datos sobre un caso. De la sutileza me ocuparía yo, la mala fe se la dejaría a mi colaborador, era todo un experto.

Alguien hizo sonar el claxon a lo lejos. Eso me recordó que nuestros coches seguían en doble fila a pocos metros de nosotros. Debía terminar cuanto antes, no podía llegar con retraso a mi cita en el juzgado.

—Has dicho que habías descubierto dos cosas —dije mirando a Eme.

—Sí. Y creo que la segunda te va a interesar mucho.

El investigador sacó una subcarpeta marrón y me la entregó. Al abrirla, vi que dentro había una fotocopia en blanco y negro impresa por ambas caras. En el encabezamiento, detrás del sello del Ministerio del Interior, el logotipo de la Benemérita, y en mayúsculas, CUARTEL DE LA GUARDIA CIVIL. Luego una plantilla con una fecha y debajo un listado con una serie de nombres escritos a mano con su DNI tras un cómputo horario.

—Son todas las visitas que se recibieron en el puesto de Robredo el día que Alejandro estuvo allí detenido —dijo.

Eché un rápido vistazo al listado. Había muchos nombres, algunos prácticamente ininteligibles. Recordé al muchacho de la recepción, imaginé que era él quien había rellenado esa lista con sus propias manos. Además de muchos humos y pocas luces, tenía una letra de asco. Hubo un nombre que sí reconocí: Ana Tramel. Me pareció curioso ver mi propio nombre en un documento del que ignoraba su existencia. Me dio por preguntarme en cuántos archivos y documentos de todo el mundo, telemáticos o en papel, aparecería mi nombre. Tal vez decenas, cientos, miles. Personas que no tenían nada que ver conmigo y que, en la inmensa mayoría de los casos, nunca lo tendrían, y que sin embargo me conocían por un mero nombre y unos números. Eran esa clase de reflexiones que no iban a ninguna parte, pero que de vez en cuando no podía evitar.

—Baja hasta las 22.49 horas —señaló Eme haciéndome aterrizar de nuevo.

Fui pasando la vista por la fotocopia. Hacia la mitad, la letra se transformaba, supongo que coincidiendo con el cambio de turno. Entre esos nombres habría abogados, familiares, amigos, visitas de toda clase. 21.28 horas, Raúl López Calles. 22.16 horas, Carmen Casares. 22.23 horas, Armando Longares. Cuando llegué a la casilla que me había indicado Eme, las 22.49 horas, tuve que leer el nombre varias veces. Estaba perpleja.

—Emiliano Santonja —dije en voz alta al fin.

El dueño del casino, y de todo el holding de empresas Gran Castilla, había estado en el cuartel aquella noche.

—No me preguntes qué hizo allí —dijo Eme adelantándose—. Aún no lo sé. Ignoro si fue a hacer alguna diligencia respecto a Alejandro o incluso si fue a visitarlo. No consta el motivo de las visitas, y salvo que hiciera algún tipo de papeleo, cosa que me extrañaría, todo dependerá de lo que puedan o quieran contar los agentes, y por supuesto el propio Santonja.

—Hay que centrarse en esto. Tenemos que averiguar si habló con mi hermano.

—Tal vez fue por otro asunto y es una casualidad.

—Sí, seguramente fue al cuartel donde estaba detenido el principal sospechoso del asesinato del director del casino a reclamar una multa de tráfico. Dime una cosa, Eme, ¿por qué no tenía yo una copia de este listado?

—Supongo que nadie lo pidió.

Así de fácil: nadie solicitó esa información.

Por lo que se ve, en el cuartel habían ocurrido muchas cosas que ignorábamos mientras Ale estuvo detenido. Lógicamente me vino a la cabeza Moncada. Tenía que hablar con él cuanto antes. Él podía aclararlo. Si es verdad que le importaba algo mi hermano, me ayudaría a resolver algunas de esas incógnitas. De hecho, me sorprendió que no me hubiera contado la visita de Santonja la noche que hablé con él. Me había permitido oír una grabación comprometedora, y sin embargo me había ocultado que el gran jefe del casino había estado en el cuartel. Analicé la situación. No tenía sentido dudar de Moncada. La charla con el teniente, y en concreto aquella grabación de Pons amenazando a Ale, era lo que había desatado la idea de la querella, lo que había encendido la mecha. Decidí darle el beneplácito de la duda, si no me había dado esa información, o alguna otra relevante, sería porque no podía hacerlo, para proteger su trabajo. No obstante, se lo preguntaría en cuanto tuviera ocasión.

—¿Puedes meter un poco más las narices antes de que interroguemos oficialmente a los agentes? —pregunté.

—Ya sabes que me encanta meter las narices.

—Bien, yo me encargaré de solicitar la nueva ronda de entrevistas con todos los testigos directos e indirectos, es decir, con todos los agentes de aquel día. También voy a pedir cita con Santonja, no quiero que se entere de lo que estoy planeando, sigo convencida de que la querella solo tiene oportunidad si la construimos y la presentamos por sorpresa, pero eso no significa que no le pueda zarandear un poco a cuenta de la demanda que ellos han puesto a Helena. Para él solo soy una abogada defensora, indignada por la pérdida de mi hermano. Si te parece, dale prioridad a la visita del gran jefe al cuartel aquella noche. Ah, y mejor pasa tú por la oficina, que Helena te firme la solicitud para retirar los efectos personales de Ale y los recoges cuanto antes. Mantén el teléfono operativo en todo momento, por favor, es muy posible que te pida que me acompañes más tarde a Mirasierra.

—¿Estás segura de que no quieres que vaya contigo al juzgado?

Sus palabras me hicieron dudar por un instante. No voy a ocultar que había pensado en ello, de hecho había estado a punto de pedirle que viniera. Pero si me había resistido era por una sola razón: no quería presentarme allí con un guardaespaldas. No estaba dispuesta a dejarme amedrentar por un tipo violento y agresivo como Felipe. Nunca he sido de las que cree que la violencia se combate con más violencia, y quería que eso no fueran solo unas palabras bonitas, quería que realmente eso fuera una manera de comportarse, de vivir. En un rato me iba a enfrentar cara a cara con el hombre que había maltratado a Concha, y no soy ninguna ingenua, iba a ser un trago difícil. Tener a Eme cerca puede que me hubiera hecho sentir más segura. Pero al mismo tiempo habría significado reconocer que un par de mujeres no podían defenderse por sí mismas. No sé lo que opinaría Concha, pero sabía muy bien lo que yo sentía: quería resolverlo sin necesidad de involucrar a ningún hombretón que nos protegiera. De hecho, había pedido ayuda a Sofía para el caso, únicamente a ella.

—No hace falta —murmuré.

—Lo que tú digas, para cualquier cosa avísame con un poco de tiempo, estaré por Robredo seguramente.

Me despedí de Eme con un gesto de la cabeza. Me sentía bien. Estábamos de nuevo en marcha. Me acerqué al Mazda y vi que mi investigador hacía lo propio, entrando en su viejo Chevrolet cuatro por cuatro. Pensé al observarlo en la cantidad de veces que me había sacado las castañas del fuego, había perdido la cuenta. Para ser justos del todo, yo también le había ayudado en más de una ocasión con algunos problemas legales, Eme tenía serias dificultades para controlar la ira cuando se topaba con ciertas injusticias. Y eso era algo que ocurría con más frecuencia de la deseable. En realidad, es algo que nos ocurre a casi todas las personas más o menos decentes, solo que no podemos permitirnos el lujo de ir por la calle en plan justicieros vengadores, no daríamos abasto, y sobre todo no tenemos un físico privilegiado como el que poseía aquel hombre. Eme tenía varias detenciones a sus espaldas, la mayoría injustas, pero aunque no lo hubieran sido siempre había estado a su lado, y lo seguiría estando. La lealtad es una bonita cualidad que se está perdiendo en nuestros días y una vía de doble dirección que en mi opinión debe estar siempre despejada. Por supuesto, cada vez que le había ayudado legalmente, le había presentado después la correspondiente minuta. Igual que hacía él conmigo. En eso nos entendíamos. Así no había confusiones.

Conduje hasta el polígono donde se encontraban los Juzgados de Violencia sobre la Mujer Número 6, en la calle Manuel Tovar. Me pareció macabro que prácticamente enfrente se encontrase el Tanatorio Norte de la ciudad (el que hubiera tenido la idea de colocarlos casi juntos merecía una medalla al humor negro), como si una cosa llevara a la otra, ignoro en qué orden necesariamente. No le recomiendo a nadie que no le sea imprescindible que se dé un paseo por la zona, no es un lugar acogedor, calles estrechas y grises, edificios funcionales y poco sitio para aparcar. En definitiva, un sitio que, si se puede evitar, mucho mejor. Hacía mucho tiempo que no pasaba por allí, pero esa mañana tenía una cita importante.

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