Ana
Cuarta parte. El sendero de la traición » 70
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El juez Barrios se tomó unos segundos antes de responder, lo observó con detenimiento, sin prisa, dejando que se confiara.
—Señor Admira, ¿considera usted que declarar en un juicio es algo para tomarse a broma?
La pregunta, hecha en un tono severo pero muy tranquilo, tampoco alteró a Andrés, no se dejaba impresionar por una toga ni por un tribunal.
—Para nada, es solo que eso de jurar o prometer no va mucho conmigo.
—Es solo un formulismo —continuó Barrios sin perder la paciencia—, para asegurarnos de que todo lo que va a declarar es cierto. No tendría usted pensado mentir.
—Yo nunca miento —respondió—, a no ser que sea estrictamente necesario.
Esta vez solo hubo murmullos, las risas que seguramente buscaba Andrés habían desaparecido. Miró hacia el jurado, esperando hallar una cierta complicidad, pero se encontró con un muro de rostros serios y expectantes.
—Si persiste en su actitud —prosiguió el juez con toda parsimonia—, está usted a punto de incurrir en una falta leve, penada con una multa de hasta trescientos euros. Sepa que dicha falta puede llegar a convertirse en un delito de obstrucción a la Justicia. Una vez que usted ha sido citado como testigo, tiene la obligación de presentarse en el juzgado y asegurar que todo lo que va a decir es cierto. Es la única forma de que todos los presentes sepamos a qué atenernos cuando le escuchemos. En resumidas cuentas, no solo tiene que decir la verdad, sino que además tiene que prometer que la va a decir, aunque le resulte anticuado. Y sí, en esta ocasión es estrictamente necesario.
Andrés había empezado con mal pie, se había equivocado de actitud, no estaba con sus colegas echando una partida o tomando unas copas, aquí no se movía como pez en el agua, desconocía los códigos, y hacerse el gallito o el ingenioso podía costarle caro. Por su expresión, se sintió acorralado.
—Está bien —accedió a regañadientes—. Lo prometo.
—Letrada, su testigo —dijo Barrios.
Adela pulsó el interruptor de su micrófono.
—Con la venia, señoría —dijo—. Por favor, señor Admira, ¿puede explicar al tribunal de qué conocía usted a Alejandro Tramel?
—No lo conocía —respondió.
Casi me caigo de la silla. Me incorporé de un salto y agarré el micrófono con las dos manos.
—Protesto, señoría —dije fuera de mí, no podía dar crédito a lo que estaba oyendo, después de todo parecía dispuesto a mentir abiertamente, a tergiversar los hechos, ignoro qué tenía en la cabeza ese chico—. El señor Admira ha manifestado durante el período de instrucción que conocía íntimamente al señor Tramel, como todos los presentes sabemos. Su testimonio puede ser consultado ahora mismo si es preciso y si su señoría lo considera necesario. Además, yo personalmente puedo dar fe de tal extremo, tras las conversaciones mantenidas al respecto en repetidas ocasiones con el declarante.
—Letrada, es un testigo de la acusación —dijo Barrios—, o dicho en otras palabras: es «su» testigo. No nos anticipemos. Escuche lo que tiene que decir, después tendrá su turno para intervenir. Por otra parte, señor Admira, le recuerdo una vez más que está usted bajo juramento y que tiene que responder la verdad a todas las cuestiones que se le planteen, con el riesgo de incurrir en un delito si no lo hace.
—Gracias por recordármelo, señor juez —respondió Andrés, que no podía evitar un cierto tono irónico.
Mi inclinación a ayudar a aquel chico se había ido convirtiendo en ganas de estrangularlo a cada palabra que salía por su boca. Estaba tan equivocado que no creo que fuera capaz de salir de su propia trampa, se había metido en más problemas de los que podía controlar y, por si fuera poco, había decidido adoptar una postura arrogante que le perjudicaba más incluso que sus palabras.
—Para que quede claro, señor Admira —retomó la fiscal—. ¿Conocía o no conocía usted a Alejandro Tramel?
—No es que no lo conociera, quiero decir que apenas lo vi un par de veces en la asociación, hola y adiós, poco más.
Adela revisó una carpeta que tenía delante; parecía contrariada, especialmente porque, a la vista de las respuestas que estaba obteniendo, tendría que improvisar un poco y saltarse el guion que había preparado. No era mujer de grandes y arriesgadas decisiones, necesitaba reorganizarse.
Miré a Sofía con desesperación, ella negó con la cabeza, tampoco sabía lo que estaba ocurriendo. Después de nuestro encuentro (o más bien encontronazo) en el juzgado dos días antes, ella había hablado con Andrés por teléfono y parecía más calmado y dispuesto a colaborar, tal y como estaba previsto desde un principio. Al parecer, había vuelto a cambiar de opinión.
—¿A qué asociación se refiere usted exactamente? —le preguntó.
—Alma, ya sabe, como Alcohólicos Anónimos pero para ludópatas. Todos los que estábamos ahí teníamos problemas con el juego.
Los declarantes de la mañana ya habían explicado a la perfección qué era y cómo funcionaba Alma. No era necesario volver a repetirlo.
—¿Puede describirnos con exactitud de qué habló con Alejandro Tramel ese par de veces que lo vio en la asociación?
—No recuerdo mucho, lo típico, coincidimos en una sesión de grupo, y a la salida se interesó por mí, me dijo que era muy joven para estar enganchado al juego. Nada especial.
—¿Qué edad tenía usted?
—Dieciséis, a punto de cumplir diecisiete.
—¿Le contó algo Alejandro Tramel acerca de sus actividades con relación al juego?
—Poca cosa, me advirtió que dejara de jugar si no quería acabar como él. Según me dijo, se pasaba el día jugando a las cartas, se sentía culpable.
—Disculpe, señoría —intervine de nuevo—, el señor Admira no está cualificado para hacer un diagnóstico psicológico de la víctima.
—Eso es cierto, letrada —admitió el juez, y miró a Andrés—. Para que podamos entenderlo con claridad, señor Admira, ¿le dijo textualmente Alejandro Tramel que se sentía culpable por su relación con el juego o es una apreciación suya?
Fue solo una fracción de segundo y no podría asegurarlo con rotundidad, pero antes de contestar me dio la impresión de que Andrés miró fugazmente a Barver. Aquello de que Ale era el único culpable de sus propios actos estaba en la base misma de la tesis de la defensa y sobrevolaba durante todo el juicio, estaba claro que esas palabras no eran idea del chico. Una vez más, tuve ganas de levantarme y zarandearlo, decirle que dentro de algún tiempo, tal vez no demasiado, se arrepentiría de lo que estaba haciendo, mentir de esa forma, entregarse impunemente a Santonja y compañía a cambio de unas fichas del casino era lo más ruin que había hecho en toda su vida, más aún que robar y engañar a su familia para seguir jugando. Tarde o temprano, lo pagaría.
—Lo dijo él —contestó sin ningún pudor, como si lo estuviera recordando de pronto—. Sí, eso es, me contó que estaba jugando demasiado y que era el único culpable de lo que le pasaba, que nadie podía ayudarle si él no se lo tomaba en serio.
—Me veo obligado a preguntárselo de nuevo —insistió Barrios—, ya que no había afirmado semejante extremo durante el interrogatorio de la instrucción. ¿Está usted seguro de que lo dijo él con sus propias palabras, señor Admira?
—Completamente. Fue una conversación muy corta, salíamos de la terapia de grupo y supongo que ninguno de los dos teníamos muchas ganas de charla.
—¿Alejandro Tramel le dijo literalmente que era el único culpable de lo que le ocurría en relación con el juego? —le preguntó por tercera vez.
—Sí, señor, eso me dijo. Y si no lo mencioné durante la instrucción fue porque nadie me lo preguntó. Esto no contradice lo que expresé en aquel momento.
—No lo contradice directamente, cierto —dijo Barrios observándolo—, veo que lo tiene bien pensado. Tenga cuidado, señor Admira. Le repito por tercera vez que la declaración en un juicio oral es algo muy serio.
Había desaparecido el tono socarrón con el que Andrés había empezado su testimonio. Supongo que no le debía resultar fácil soltar esa sarta de mentiras sobre alguien que se había preocupado por él, que le había tendido la mano. Al menos a mí me dio asco escucharlo. Nunca debí haberlo citado como testigo, no tenía que haberle escuchado la primera noche en el portal de mi casa después de que Moncada le partiese la nariz, ni las siguientes veces que insistió en colaborar. El juez le hizo un gesto a la fiscal para que continuara si así lo deseaba.
—Señor Admira —retomó Adela—, ¿recuerda usted que Alejandro Tramel le dijera algo más en relación con el juego o con su situación personal en ese par de ocasiones que lo vio en la asociación?
—La segunda vez que lo vi fue unos meses después junto a las máquinas de bebidas —dijo—, me estaba tomando un café y se acercó para preguntarme qué tal me encontraba, si estaba mejor, si seguía jugando, esas cosas.
—¿Fue el señor Tramel quien se acercó a usted?
—Creo que sí. No habíamos vuelto a vernos en ninguna sesión de grupo, yo iba por las tardes y él por las mañanas, así que no coincidíamos. Me saludó y se interesó por mí. Eso fue todo, una charla informal.
—En esa segunda ocasión, ¿Alejandro Tramel no le contó nada relevante sobre su propia relación con el juego?
—Me dijo que estaba desesperado, que mentía a su mujer para ir a jugar todos los días. Le entendí muy bien, porque yo también mentía a mis padres para jugar.
—¿Le dijo que mentía a su esposa?
—No es tan raro —respondió—. Todos los jugadores mentimos a la gente que tenemos cerca, es una de las primeras cosas que descubres cuando vas a las reuniones de la asociación.
En eso coincidía con el diagnóstico de Friman. Que ellos mismos lo admitieran con esa naturalidad no dejaba de ser chocante.
—¿Le dio algún otro dato o le contó algo más sobre su situación?
—Fue una charla breve e informal. Parecía avergonzado, triste. Repetía mucho eso de que era el único culpable de todo lo que le sucedía.
—¿Le mencionó si había recibido algún tipo de amenaza o coacción de un tercero?
—No, que yo recuerde.
—Muchas gracias, señor Admira. Nada más por mi parte.
Como siempre, la fiscal había realizado un interrogatorio superficial, sin entrar en el fondo de ninguna cuestión, y en este caso además sirviendo en bandeja las respuestas a Andrés.
Erguida en la silla, despegándome del respaldo, no solo para estar más cerca del micrófono, sino para poder articular mejor mis preguntas, me dije a mí misma que no me convenía mostrarme agresiva ni perder los nervios. La única forma de contrarrestar el testimonio de Andrés era hablarle con serenidad, que el jurado no me viera en aprietos.
—¿Sigue usted jugando hoy por hoy, señor Admira? —le pregunté.
—¿A qué viene eso? No he venido a hablar de mí —respondió airado.
Recordé algunas de las conversaciones que habíamos tenido cuando convinimos en que declararía en el juicio, insistió en que no quería hablar públicamente de sus propias experiencias en el juego, que solo hablaría de Ale y de lo que él le había contado, y yo le expresé mi acuerdo, pasaríamos por alto sus vivencias, si así se sentía más cómodo, aunque estaba advertido de que sería inevitable que saliera a relucir algún trapo sucio cuando le interrogara la defensa. Llegados a este punto, y ya que Andrés había faltado de forma flagrante a su palabra, no veía por qué no hacerlo yo también.
—Yo pregunto y usted responde —dije con suavidad—, así funcionan las cosas. ¿Sigue jugando hoy por hoy?
Buscó ayuda en el juez, en el resto de abogados, pero nadie hizo ni dijo nada, se dio cuenta de que estaba solo.
—No mucho.
—¿Qué significa «no mucho»?
—Que solo juego de vez en cuando.
—¿Cuántas veces ha jugado en el último mes?
—No lo recuerdo.
—¿Diría que ha jugado más de una vez?
—Sí.
—¿Más de cinco veces?
—Podría ser.
—¿Más de diez?
—No estoy seguro.
—¿Más de veinte?
—No creo, no lo sé.
Viendo el cariz que tomaba el asunto, Barrios decidió intervenir.
—Letrada, no estamos juzgando el comportamiento del señor Admira en relación con el juego —dijo—. Le pido que establezca una relación directa con el caso que nos ocupa o bien que abandone esa línea del interrogatorio.
—Muchísimas gracias, señoría, es lo que me disponía a hacer —respondí simulando buscar un papel en una de mis carpetas—. Señor Admira, según el registro informático de entrada del casino de Robredo, propiedad de Gran Castilla, ha asistido usted veinticinco noches del último mes a dichas instalaciones. ¿Considera que eso se corresponde con la descripción de «no mucho»?
No tenía ningún registro en mi poder, conocía los datos por boca de Eme, pero me dio la impresión de que era más que suficiente.
—No lo sé.
—¿Qué es lo que no sabe?
—Si es mucho.
—Señor Admira, ¿cuánto dinero ha jugado en el último mes en las instalaciones del casino de Robredo?
Aquí Barver se vio obligado a intervenir para echarle un capote, que era precisamente lo que yo buscaba, para dejar claro que este testigo era de la defensa y no de la acusación.
—Perdón, señoría —dijo—, el declarante no tiene ninguna obligación de compartir con el tribunal el montante económico gastado en el casino durante el último mes, ni tampoco su asistencia o no a dichas instalaciones, no es objeto de este proceso.
—Señor Admira —concedió Barrios—, no está usted obligado a responder.
—De todas formas no lo sé —dijo tranquilamente.
—¿Cómo es posible que no lo sepa, señor Admira? ¿Tiene usted tanto dinero que ha perdido la cuenta?
—No es eso, simplemente no lo recuerdo —dijo molesto—. Además, el juez ha dicho que no tengo por qué responder.
—En este último mes ¿ha jugado con su propio dinero o bien a crédito, concedido amablemente por el casino? —pregunté.
—Me veo obligado a intervenir de nuevo, señoría —protestó Barver—. Reitero mi oposición a esta línea de interrogatorio, ya que no es objeto de este proceso el comportamiento del señor Admira en relación con el juego, y mucho menos durante este último mes.
—Está bien, retiro la pregunta —dije manteniendo una asombrosa calma—. Señor Admira, ¿alguna vez el casino de Robredo le ha prestado dinero para jugar en sus instalaciones?
—Protesto —saltó rápidamente Barver—. Es la misma pregunta camuflada, no es pertinente.
—Señoría, intento demostrar la relación del señor Admira con el casino de Robredo, y por tanto con Gran Castilla —expliqué—. Considero de vital importancia que el tribunal conozca los términos de dicha relación para que pueda valorar si su declaración puede estar influida por este motivo. Además de que los hábitos del casino de Robredo en relación con los jugadores habituales sí que son muy pertinentes en el caso.
—Ha conseguido que yo mismo tenga curiosidad por el particular, letrada. Con su permiso voy a retomar yo mismo el interrogatorio al testigo durante un instante —dijo Barrios—. Señor Admira, ¿el casino de Robredo le ha prestado dinero para jugar? Una vez más le recuerdo que está usted bajo juramento.
Andrés se revolvió en la silla. Aquella situación no le gustaba, pero él solo se la había buscado.
—Sí —musitó.
—No le oigo, señor Admira —le corrigió el juez—, acérquese al micrófono para contestar, por favor.
El jurado al completo lo observó con suma atención aproximarse a la base del micrófono y contestar:
—Sí.
—¿Sí qué?
—Que sí me ha prestado dinero para jugar.
—¿Cuánto dinero le debe al casino de Robredo? Y no diga que no lo sabe. Sea lo más específico posible.
—Unos quince mil más o menos.
—Hoy por hoy, ¿le debe usted quince mil euros al casino de Robredo?
—Sí.
—¿Le han pedido algún tipo de aval o fianza para concederle dicho crédito?
—No funciona así, basta con firmar un recibo.
—¿Usted firma un recibo y el casino le proporciona fichas para jugar?
—A veces.
—¿Desde cuándo tiene usted una línea de crédito con el casino de Robredo?
—No lo sé exactamente.
—¿Desde cuándo?
—Hace un mes y pico, creo.
—¿Cuántos años tiene usted, señor Admira?
—Dieciocho.
Barrios negó con la cabeza, contrariado. Un joven de dieciocho años pasando las noches en el casino jugando miles de euros a crédito no era la imagen más edificante que podía uno construir en su cabeza. Era la primera vez desde que había empezado el juicio que los once miembros del jurado parecían enfadados con el casino. El juez había conseguido lo que yo había intentado en vano desde el primer minuto.
—Su testigo, letrada.
—Gracias, señoría —dije—. Se lo voy a preguntar directamente, señor Admira. ¿Considera que su declaración hoy aquí está influida de algún modo por el dinero que le presta el casino para jugar?
—No creo.
—¿No lo cree o está seguro?
—Estoy seguro.
—¿No le influye lo más mínimo en su testimonio la deuda de más de quince mil euros que tiene actualmente con el grupo Gran Castilla?
—Protesto, señoría —dijo Barver sin mucho entusiasmo—. El testigo ya ha contestado.
—Letrada, puede pasar a la siguiente cuestión —zanjó Barrios, que parecía seguir afectado.
Hice una pequeña pausa. Me pareció conveniente que los miembros del jurado tomaran un poco de aire, estábamos todos un poco desanimados, y un poco fatigados también. Andrés se rascó los granos, me dio la sensación de que lo habían arrojado a los leones y no se había enterado. Sintiéndolo mucho, no podía dejarlo ir así, él solo se había metido en este laberinto.
—Ha dicho que todos los jugadores son unos mentirosos, señor Admira —dije—. ¿Es usted un mentiroso?
—No.
—¿Lo son todos los jugadores excepto usted?
—No lo sé, es solo una forma de hablar.
—¿Ha mentido usted cuando ha dicho que Alejandro Tramel repitió varias veces que él era el único culpable de lo que le ocurría?
—No.
—¿Ha mentido usted cuando ha dicho que solo vio en dos ocasiones a Alejandro Tramel y que apenas lo conocía?
—No.
—Ha dicho específicamente que después de su primer encuentro no volvió a verlo en mucho tiempo porque él iba a las sesiones de grupo por las mañanas y usted por las tardes. ¿Cómo es posible que supiera algo así de una persona a la que no conocía de nada?
—No lo sé, supongo que alguien me lo contaría, no estoy seguro.
—¿Quién se lo contó, señor Admira? ¿Fue usted preguntando por ahí cosas sobre los hábitos de Alejandro Tramel?
—Por supuesto que no.
—¿Cómo sabía que él acudía a terapia en las sesiones matinales?
—Ya le he dicho que no lo sé.
—¿Le ayudó alguna vez Alejandro Tramel durante su rehabilitación?
Ahí Andrés echó el freno. Aquello no le gustaba. A mí tampoco. Era obvio que ese chico era un caso sin solución, y como siempre me ocurría, cuando veía una causa perdida, cuando me topaba con alguien que tenía el agua al cuello, mi instinto me pedía a gritos lanzarle un salvavidas y ayudarle, aunque para eso fuera yo la que me quedara sin tabla de salvación y terminara ahogándome en mi propia y estúpida arrogancia. Por toda respuesta, Andrés se encogió de hombros.
—¿Alguna vez le mostró su apoyo Alejandro Tramel cuando peor lo estaba pasando? —continué.
Me miró enfadado, como si no tuviera derecho a preguntarle eso y como si me advirtiera de que, por mucho que le pesara, no iba a cambiar su testimonio.
—Alguna vez, cuando todo el mundo le dio la espalda, ¿Alejandro Tramel (a pesar de estar en la más absoluta ruina) le prestó dinero para salir de un apuro?
—Señoría —dijo enérgicamente Barver—, todo esto no son más que conjeturas y pura especulación, la acusación no está preguntando por ningún hecho concreto, es inadmisible.
—Letrada, tiene que concluir su interrogatorio —anunció Barrios—. Si tiene alguna otra pregunta sobre los hechos que aquí estamos juzgando, por favor formúlela con la mayor brevedad y concisión; en caso contrario, ha concluido usted.
Andrés y yo nos sostuvimos la mirada, por un instante me olvidé incluso del jurado. Era solo un crío estúpido confundido y asustado. No iba a seguir apretándole las tuercas. Había sido suficiente.
—No hay más preguntas, señoría.
—Te crees que sabes algo, pero no tienes ni idea —me soltó Andrés delante de todo el mundo—. ¿Tú qué sabes de mí? ¿Tú qué sabes de que te dé la espalda todo el mundo porque estás arruinado y hecho una mierda y no puedas dejar de jugar y nadie, ni siquiera tu familia, entienda lo que te ocurre? ¿Qué sabes tú de eso?
—Señoría —le cortó Barver—, el testigo no está respondiendo ninguna pregunta, le ruego encarecidamente que le recuerde que solo está aquí para contestar sobre cuestiones específicas, no para dar un discurso.
Ahora Andrés se volvió hacia Jordi Barver, aún más rabioso. Estaba a punto de saltarle a la yugular. Valoró las probables consecuencias que tendría si daba ese paso que el cuerpo le pedía.
—Señor Admira —dijo el juez—, hable solo cuando sea preguntado, muchas gracias. Por otra parte, tomo nota de su declaración, y al finalizar la jornada daré parte al ministerio fiscal, por si tal actuación fuera objeto de alguna infracción a la luz de su cambio de testimonio en algunos puntos, lo cual pudiera suponer falsedad y obstrucción a la Justicia. Ahora, prosigamos. Su testigo, letrado.
Barver se apresuró a intentar calmarlo, o frenarlo, o al menos desviar su ira. Insistiendo en una estrategia machacona pero sin ninguna duda efectiva, le hizo únicamente una pregunta:
—¿Tiene usted conocimiento de manera directa o indirecta, señor Admira, de que la empresa Gran Castilla a través de cualquier empleado, directivo o persona autorizada, hubiera amenazado, coaccionado, extorsionado o inducido al suicidio a Alejandro Tramel?
Andrés se tomó su tiempo, con plena conciencia de la importancia de su respuesta. Vi en sus ojos que se dio por vencido, no tenía fuerzas para hacer otra cosa.
—No —dijo.
—Gracias, no tengo más preguntas.
Entendí que dijera eso, desde luego no nos beneficiaba, pero aunque me pesara podía llegar a comprenderlo. La sesión apenas dio para más. Barrios le preguntó a Andermatt y Pardo si su interrogatorio se iba a prolongar mucho, en cuyo caso haría un receso para la comida antes de darles paso. El holandés errante aseguró que solo tenía una pregunta, y Pardo dijo que se inhibía y que se daba por satisfecho con lo que había oído, así que el juez permitió finalizar con el testigo antes de cortar para el almuerzo.
—Señor Admira —dijo Hans Andermatt poniendo especial énfasis—, ¿tiene usted conocimiento de que Emiliano Santonja haya amenazado, coaccionado, extorsionado o inducido al suicidio a Alejandro Tramel?
—No —respondió con pesar.
Eso fue todo. Los miembros del jurado y la mayoría de los presentes estaban deseando salir a llenar el estómago. El juez nos citó para reanudar la sesión a las cuatro. Mientras el resto iba desalojando la sala, me acerqué a Andrés, que se había quedado en estado de
shock. Sentí empatía por él, a pesar de todo. Su sufrimiento era de alguna forma el de Ale, había mentido y lo volvería a hacer muchas otras veces si alguien no lo sacaba a la fuerza de aquel pozo. Sin que nadie más pudiera escucharnos, le dije:
—Si te parece bien, me gustaría hablar contigo cuando termine el juicio.
Se volvió hacia mí con los ojos enrojecidos, estaba deshecho. A duras penas murmuró:
—Lo que más siento es que ni siquiera he sido capaz de mentir en condiciones. Nadie se ha tragado una sola palabra de lo que he dicho. Esos cabrones no estarán contentos, no volverán a prestarme dinero para jugar.
Aquel chico no lo sabía, pero si eso llegaba a ocurrir y no le daban más crédito en el casino ahora que ya había declarado, era lo mejor que le podría pasar. Por otra parte, esperaba que tuviera razón y que el jurado no lo hubiera creído.