Amira

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PRIMERA PARTE » Amira Badir

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Amira Badir


Al-Remal (La Arena), a finales de los sesenta


Aun al sol líquido del mediodía, la prisión de Al-Masagin, con sus macizas puertas de hierro, se alzaba oscura y amenazante hacia el cielo. Una segunda mirada revelaba una abolladura en la puerta derecha a escasa distancia del suelo. Llevaba allí desde que la mayoría de gente recordaba.

Según las historias que había oído Amira, la había hecho una mujer cuyo marido había sido encarcelado de por vida. Enloquecida por el dolor, al menos eso decían las ancianas del lugar, la esposa se había puesto al volante del coche de su marido (acto prohibido por la ley), se había dirigido a la prisión y lo había estrellado contra las puertas. Los guardias habían abierto fuego y la joven esposa había conseguido la rápida entrada en el paraíso que ansiaba, para aguardar allí a su marido. Era una historia romántica, un testimonio del poder del amor, y Amira Badir, con sus trece años de edad, se la había creído a pies juntillas. El amor obligaba a las personas a hacer cosas extrañas y prohibidas.

Ahora ella aguardaba mientras Um Salih, la partera de la aldea, hacía sonar la pesada campanilla de cobre frente a la prisión, que emitió un sonido extrañamente melódico para un lugar tan sombrío.

Instantes después apareció un guardián vestido de caqui, como si hubiera estado esperando la llamada. La puerta se abrió dejando ver las oscuras fauces de Al-Masagin. El guardián indicó a Um Salih que entrara. Amira la siguió de cerca. El vestido barato de rayón floreado que asomaba bajo su abeyya negro le raspaba la piel y las toscas sandalias de cuero le rozaban los pies.

Estaba acostumbrada a los más finos tejidos; sus zapatos los hacía un fabricante italiano que sólo atendía a las familias mis prominentes. Sin embargo, aquel día se suponía que era otra persona y no la hija de Ornar Badir, uno de los hombres más ricos de Al-Remal, sino la sobrina de una partera aldeana.

Amira se había disfrazado antes de chico para ir al zoco, con thobe jghutra blancos y gafas de sol. Vestida de igual forma había conducido el coche de su padre, la primera vez con ayuda de su hermano mayor, Malik. Éste lo hacía por el mero placer de quebrantar las normas; Amira lo hacía para disfrutar, siquiera unos minutos, de la libertad que se daba por supuesta al más pobre de los varones de Al-Remal.

Pero esta vez no se trataba de un juego; era un asunto de vida o muerte y, aún más importante, del honor de su familia. Si descubrían a Amira, sabía que ni siquiera las riquezas de su padre servirían para protegerla de unas consecuencias que temblaba al imaginar.

—Deja de arrastrar los pies, perezosa —le espetó Um Salih—. No hay nada que temer aquí.

La impertinencia, pensó Amira, pero recordó enseguida que debía actuar como una pobre muchacha que ayudaba a la partera, de modo que bajó la vista y murmuró una disculpa.

El guardián, un hombre corpulento de respiración jadeante, soltó una carcajada ronca.

—¿Nada que temer en Al-Masagin, madre? ¿No temes que te flagelen por mentirosa?

—Si se hubiera de flagelar a todos los mentirosos —replicó Um Salih—, ¿quién empuñaría el látigo?

El guardián soltó una nueva risotada.

¿Cómo podían charlar y reír en aquel lugar?, se preguntó Amira. Había intentado imaginar cómo sería la prisión, pero ni siquiera una pesadilla podía prepararla para el frío, la humedad y, lo peor de todo, la peste a sudor, sangre, vómitos, orina y excrementos. El hedor de la más absoluta desesperación. El hedor de la muerte inminente.

Desde que su mejor amiga, Laila, hija de un buen amigo de su padre, había sido arrestada, Amira había hecho aquel viaje con regularidad, disfrazada de criado para llevar comida y mensajes a Laila de parte de Malik. Pero el engaño que se disponía a realizar era el más difícil de todos. La vida del bebé de Malik, no nacido aún, dependía de ese engaño, y tal vez también la del propio Malik.

El ala de mujeres de la prisión estaba en total silencio excepto por el crujido de las pesadas botas del guardián y el susurro de las ropas de las dos mujeres. Un grito desgarrador resonó en los toscos muros de arenisca. Amira dio un respingo y se mordió el labio para reprimir un grito. Quería dar media vuelta y salir corriendo de aquel horrible sitio y no volver jamás, pero había hecho una promesa y la cumpliría.

—¿Ves la carga que ha echado sobre mis hombros la inútil de mi hermana? —se quejó Um Salih al guardián—. La chica quiere ser partera y se asusta de los gritos de una mujer de parto.

—Tampoco es música para mis oídos, madre —replicó el hombre, incómodo. Se detuvo frente a una puerta de madera con barrotes, dio la vuelta a una pesada llave en la herrumbrosa cerradura, abrió la puerta y se apartó para dejar paso a la partera.

Leila estaba medio sentada sobre un lecho de paja con la amplia túnica manchada de sangre y de fluidos propios del parto. Amira no la reconoció de inmediato. Laila apenas tenía diecinueve años, pero aparentaba el doble. Tenía los ojos vidriosos por el dolor y respiraba en bocanadas cortas y ásperas.

Um Salih dejó su cesta en el suelo, se arremangó y llamó a gritos al guardián para pedirle agua hirviendo.

—Caliente no, hirviendo, ¿me has oído? Y date prisa, la criatura no va a esperar a que vuelvas tranquilamente.

Cuando los pasos del guardián ya no se oían, Amira se quitó el velo y se llevó un dedo a los labios.

—No pronuncies mi nombre, Laila —susurró—. Se supone que soy la sobrina de Um Salih.

—¿Estás aquí realmente? —dijo Laila con voz ronca. Por primera vez un tenue rayo de esperanza iluminó sus ojos—. Salva a mi bebé —suplicó—. No dejes que se lo lleven. Por favor, por favor. Tienes que asegurarte de que tendrá una buena vida. Tienes que hacerlo.

—Lo prometo, lo prometo —susurró Amira, acariciando cariñosamente la frente de su prima—. Ya está todo planeado. Malik se ha encargado de todo, pero no digas su nombre, Laila, te lo suplico, ¡no digas su nombre!

La partera sacó un paño limpio de hilo de su cesta, sobre el que colocó el instrumental: un tubo de ungüento antibiótico, un tubo de lubrificante, paquetes de hierbas, una aguja e hilo quirúrgico y unas tijeras de acero inoxidable.

Vació el contenido de un paquete de hierbas en un vaso pequeño y añadió agua de una botella que llevaba consigo.

—Toma —dijo, tendiendo el vaso a Amira—. Dáselo poco a poco. Procura que no beba de golpe, o lo vomitaría.

Pese a la advertencia, Laila deglutió la mezcla de hierbas con avidez, desesperada por hallar alivio a sus sufrimientos.

Instantes después arqueaba la espalda y del interior de su garganta surgía un vagido largo y penetrante que erizó el vello de la nuca a Amira. Era el sonido del dolor, el alivio y un pesar indescriptible. Amira cogió la mano de su prima.

—Aprieta —dijo—. Cuando notes el dolor, aprieta con fuerza. —Con la mano libre, pasó un paño húmedo por el rostro de Laila y sus labios cuarteados.

Amira había visto ya otro parto, el de una criada sudanesa, Bahia. Pero aquélla le había parecido una ocasión de regocijo, a pesar de los gritos de dolor.

El sufrimiento de Laila parecía mucho más intenso, pura y brutal agonía sin el menor atisbo de alegría; como si pudiera haber alegría en un agujero inmundo como aquél.

—¿No puedes darle nada, Um Salih?

La partera miró hacia la puerta. El guardián había vuelto a esfumarse tras llevarles el agua. Como todos los hombres, consideraba que las cosas femeninas —el parto, la menstruación— eran impuras.

—Sí, podría darle algo, pero con las drogas las mujeres dicen cosas, gritan nombres, de sus maridos y de otros. Algunas veces les llaman pidiendo ayuda, pero suelen maldecirlos por los dolores. Y siempre son muy bulliciosas, lo bastante para que se entere la prisión entera.

Laila volvió a arquear la espalda y apretó la mano de Amira, hundiendo las uñas en su blanda carne.

—¡Dios, ten piedad, Dios, ten piedad de mí! —gritó.

—Tranquila, tranquila, todo va a salir bien —le dijo Amira en un arrullo, imitando la voz apaciguadora que usaba su madre cuando ella o Malik estaban enfermos, pero con los ojos suplicaba a Um Salih: «Haz algo, por favor. Haz algo.»

—Las hierbas la ayudarán un poco, pero tendrá que soportar lo que Dios quiso que las mujeres soportasen.

A medida que las contracciones se hacían más fuertes, Laila parecía debilitarse. Su piel se tornó de color marfil.

—¿Va a morir, Um Salih?

—Esta noche no, niña, esta noche no.

No, esa noche no, pensó Amira. Al día siguiente. Laila moriría al día siguiente, lapidada en la sucia y pequeña plaza frente a la prisión. Sólo la diminuta vida que llevaba en su interior había preservado su vida hasta entonces. Una vez se la quitaran, también le arrebatarían su propia vida. ¿Y por qué? ¿Por amar a Malik? ¿Por no amar al viejo cruel y tullido que era su marido por imposición? ¿Por qué?

—No llores, niña. Ahora no debes llorar. Nos espera un duro trabajo y una larga noche.

El parto siguió su curso. El tormento de Laila era peor de lo que Amira había imaginado. La luz de la única bombilla de la celda vacilaba cuando un generador chisporroteaba en algún lugar del exterior, y luego volvía a funcionar. Amira sintió más de una vez que estaba atrapada en una pesadilla, que pronto se despertaría y todo volvería a ser como antes.

Laila había sido la heroína de Amira desde que podía recordar, más como una admirada hermana mayor que una amiga. Y Amira era la favorita de Laila a pesar de la diferencia de edad. Pasaban más tiempo juntas que cualquier otra persona. También Malik estaba con ellas con frecuencia.

¿Se amaban Malik y Laila ya entonces, no como adultos, claro, sino del modo en que lo describen los poetas, con un amor escrito en el alma y las estrellas? Desde luego a Laila no pareció importarle nunca que también Malik fuera más joven que ella, casi dos años. Pero Malik siempre había parecido mayor de lo que era en realidad.

Nada de todo aquello tenía importancia más allá de los muros de los jardines donde jugaban, reían, se contaban secretos y soñaban. Cuando Laila tenía quince años —con poco tiempo que perder, en opinión de sus padres—, su padre concertó su matrimonio con uno de sus socios en los negocios. Era un hombre de cincuenta y dos años, famoso por su afición al Corán, a la caza y el dinero, aunque no necesariamente en ese orden.

Durante un tiempo después de la boda, Laila halló el modo de que ella y Amira estuvieran juntas. La primera vez que apareció inesperadamente en casa de Amira, anunció con una sonrisa maliciosa:

—Mi marido cree que hoy estoy en casa de mi madre.

—¿Pero no se enfadará si descubre que le has mentido? —preguntó Amira, consciente como siempre de las muchas reglas que gobernaban la existencia de una mujer.

—Seguramente. —Laila bostezó, como si la ira de su marido no fuera motivo de preocupación.

—¿Pero por qué no le has dicho simplemente que venías aquí? —insistió Amira, maravillada por la indiferencia de Laila—. Al fin y al cabo, nuestros padres son buenos amigos, y seguro que tu mando…

—Amira, Amira —dijo Laila con un suspiro de impaciencia—, no seas cría. Una esposa aprende pronto que una mentira complace a su marido mucho más que la verdad. Por ejemplo, ¿para qué decirle a Mahmoud que estoy aquí, o en otro lugar, si a él le hace feliz creer que visito a mi madre a menudo como una hija devota?

Al ver el ceño de su amiga, Laila sonrió tristemente.

—Al fin y al cabo —añadió—, cuando viene a mi cama por la noche, cuando me manosea y me pellizca y gruñe y gime, ¿le digo que parece un viejo simio, y que huele como si lo fuera? ¿O —hizo una pausa para dar mayor efecto a sus palabras— finjo que me honra con sus atenciones horribles y repugnantes?

Amira no tenía respuesta.

Pese a los velos y a los muros que separaban a los hombres de las mujeres, el sexo no era un secreto en Al-Remal, ni siquiera para los niños, pero las palabras de Laila sobre su vida marital hicieron que pareciera algo antinatural, siniestro incluso. Más desagradable aún era la suposición de que en aquel asunto, como en todos los demás, la mujer debía obediencia al marido.

Dos años después de su matrimonio, al marido de Laila lo derribó su caballo durante una cacería. Al caer se destrozó un hueso de la espina dorsal y quedó paralizado de cintura para abajo. Laila lloró y se lamentó públicamente como buena esposa, pero en privado pareció alegrarse de su discapacidad —escandalizando a Amira nuevamente—, porque significaba el fin de algunas de sus exigencias como marido. Pero, mientras antes era al menos una figura vital, el marido de Laila se convirtió en un viejo malhumorado y quejicoso que exigía los constantes cuidados de Laila como enfermera y criada personal.

La primavera siguiente, cuando Malik volvió a casa de vacaciones del Victoria College, el selecto internado al estilo británico de El Cairo al que había sido enviado, Laila utilizó a Amira como intermediaria para concertar un encuentro secreto con él. Amira sabía que estaba prohibido; pese a haber pasado la infancia juntos, no podían estar solos sin el conocimiento y aprobación del marido de Laila, pero ¿cómo podía estar realmente mal una cosa así? Fue el primero de muchos encuentros, y aunque a Malik le faltaban dos meses apenas para la graduación, hallaba una razón tras otra para visitar a su familia todos los fines de semana.

Después, por motivos que Amira no podía imaginar, hubo una temporada en la que Laila se volvió más reservada que de costumbre. Y una mañana, cuando Amira fue a visitarla con la esperanza de animarla, el criado que la recibió en la puerta la despachó comunicándole con tono glacial que el nombre de Laila no volvería a pronunciarse en aquella casa. No pudiendo enterarse de nada más, Amira no tuvo más remedio que sacar el tema a colación esa noche, durante la cena.

—¿Ha muerto? —preguntó tímidamente.

El rostro rubicundo de su padre se volvió carmesí.

—¡Está peor que muerta! —bramó—, aunque desde luego morirá. Esa mujer —no usaría el nombre de Laila— espera un hijo. ¡Que no es de su marido! ¡Ha atraído la vergüenza sobre sí y el deshonor a su familia! ¡Sólo hay un final justo para una mujer semejante!

El castigo para el acto cometido por Laila era la muerte.

—Empuja —ordenó la partera, metiendo una mano enguantada en las entrañas de Laila para tocar el cuello del útero con los dedos—. Ya toco la cabeza. Un poco más y todo habrá terminado.

—Rezo por que sea un niño —dijo Laila entre jadeos—. Rezo por que no sufra nunca como yo, por que no tenga que pasar por lo que ha de pasar una mujer.

Amira buscó palabras de consuelo. ¿Qué podía decirle a Laila que alejara de ella el espectro de la muerte, siquiera unos instantes?

—Valor —musitó—, valor, querida Laila. — ¿Pero tendría ella el valor de soportar aquello, una sucia celda carcelaria, marginada de la sociedad, abandonada por familiares y amigos, sabiendo que el hijo al que le daba la vida ni siquiera llegaría a conocerla?

Amira parpadeó para reprimir las lágrimas; no tenía derecho a llorar. No era su vida la que estaba a punto de concluir.

—Empuja otra vez —ordenó la partera, apretando el abdomen de Laila con las manos.

Instantes después apareció una cabeza y luego unos hombros, expertamente guiados por Um Salih. Había terminado. Era una niña con una mata de pelo negro y negros ojos almendrados.

Igual que su madre, pensó Amira, arrobada ante la maravilla de una nueva vida, olvidando las circunstancias momentáneamente, deseando que su madre pudiera ver a la niña, pero eso no ocurriría; el secreto era demasiado peligroso. Fuera de aquella celda, sólo Malik sabría de quién era hija.

Um Salih tapó la boca a la niña para impedir que llorara y se la entregó a Amira. Tal como le habían dicho que hiciera, Amira metió una bola de algodón en la pequeña boca, rezando para que aquella precaución no causara ningún daño a la pequeña. Envolvió al bebé en una manta y lo depositó en brazos de Laila.

Laila abrazó a su hija y acarició su carita —la frente, la nariz diminuta, el mentón partido y las delicadas orejas— como si quisiera grabar la imagen del bebé en su mente. Fue sólo un instante, no había tiempo para más.

A una seña de Um Salih, Amira volvió a coger el bebé con cuidado. Sacó un bulto pequeño de la cesta de la partera y colocó a la recién nacida en su lugar.

Con rapidez y destreza, Um Salih extrajo la placenta y limpió a la joven madre.

—Sálvala, Amira. Ocurra lo que ocurra, debes salvarla. —Laila la miraba con ojos febriles y su voz era apenas audible.

—Lo haré —prometió Amira—. Lo haré. —Abrazó a su amiga sabiendo que era la última vez—. Adiós, Laila. Adiós. Dios te lleve a su seno.

—Adiós, Amira. No me olvides.

—Jamás te olvidaré.

Laila cerró los ojos y se dejó caer sobre la paja, exhausta.

Um Salih desenvolvió el bulto de la cesta. Contenía un niño con un tono de piel púrpura azul, que había muerto a media mañana. Entre los pobres de la rica Al-Remal, a menudo los bebés no sobrevivían al parto. A Um Salih no le había costado encontrar aquel niño muerto. Era hijo de su sobrina y con unas cuantas monedas y un poco de persuasión había comprado su cadáver.

La anciana humedeció el cadáver con agua y luego lo untó con sangre de la placenta. Lo colocó junto a Laila y lo cubrió con un paño blanco de hilo.

—¡Guardia! —llamó. Se oyeron pasos acercarse desde el otro extremo del corredor—. Mi trabajo ha terminado —le comunicó Um Salih—. El niño está muerto. Alá se lo ha llevado. —Apartó el paño.

El guardián lo miró sólo un momento.

—Mejor así —dijo, pero no había crueldad en su voz.

Um Salih señaló a Amira bruscamente.

—Tráeme mis cosas, inútil.

—Sí, tía.

Abandonaron la prisión. Amira sentía deseos de echar a correr y rezaba para que el bebé pudiera respirar, pero no llorara. Sin embargo, Um Salih se movía despacio, como la viva imagen de una anciana que había completado su ardua tarea y que no tenía prisa ninguna. Por supuesto, siempre que no hicieran nada para llamar la atención, ningún guardia querría mirar en la cesta que no contenía más que cosas impuras, cosas de mujeres. Amira adaptó su paso al de la partera y la puerta de la prisión se cerró a sus espaldas.

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