Amira

Amira


QUINTA PARTE » Miedo

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Miedo

—Eres una puta, ¿verdad?, una sucia puta. Admítelo.

—Alí, por favor…

—¡Dilo!

Alí le echó la cabeza hacia atrás tirándole del pelo. El dolor fue grande, pero el miedo era peor.

—Muy bien, sí, soy una puta. Por favor…

—Lo quieres, ¿no es cierto? ¡Quieres que te lo haga aquí!

Alí hundió los dedos de la mano izquierda en su vagina, penetrándola dolorosamente.

—Oh… No, Alí. Te lo suplico…

—¡Dilo!

Amira tenía la sensación de que le iba a arrancar los cabellos de cuajo.

—Muy bien, por amor de Dios, sí, lo quiero aquí… Por favor, hazlo.

Alí se movió sobre ella y Amira se preparó para sentir más dolor, pero no ocurrió nada. Su marido soltó un gruñido de frustración y le apretó la cara con fuerza contra la almohada. Amira no podía respirar. ¿Voy a morir?, se preguntó. Imaginó los ojos negros de Karim fijos en los suyos.

De repente notó la cabeza suelta y oyó a Alí salir de la habitación dando tumbos. Amira respiró entrecortadamente mientras los pasos de Alí se alejaban vacilantes por el corredor. Se iba a beber más. Bien. Si vaciaba la botella perdería el conocimiento, pero también podía tomar pastillas, las malditas pastillas negras que lo mantenían despierto toda la noche. Si lo hacía, tal vez volviera y aún estaría más loco que antes.

Lo sabía por experiencia. En los dos meses siguientes a su estancia en Alejandría, su vida había sido cada vez más parecida al infierno. Alí no había demostrado en ningún momento el menor remordimiento por el asesinato. Por el contrario, hervía de ira. El alcohol la aumentaba, y también las pastillas (¿las tomaba ya antes sin que ella se hubiera dado cuenta?). Alí seguía ofreciendo al mundo su aspecto sonriente y sereno; pero a solas con Amira, las cosas era muy diferentes.

Irónicamente, ahora exigía su cuerpo casi todas las noches. Eso también se había convertido en un infierno. Antes Amira había tenido que soportar alguna que otra crueldad, pero ahora era puro sadismo. Conocía el término por sus libros de psicología, pero nunca le había parecido del todo real. ¿Cómo podía alguien obtener placer sexual del dolor de otros? Bien, Alí era uno de ellos. Sin embargo, también eso empeoraba. Con una frecuencia cada vez mayor, como aquella noche, no conseguía excitarse por mucho que la maltratara y humillara.

Quizá se rindiera por fin y volviera a sus jovencitos. No. Eso no ocurriría. La violencia iría en aumento hasta que un día, tarde o temprano, acabara por matarla. Estaba segura. En el fondo era lo que Alí deseaba. Aunque no tuviera otras razones, ¿acaso no era ella el único testigo de su crimen?

¿Qué voy a hacer? Estaba más sola que nunca, aislada por la enormidad de lo que Alí había hecho, de lo que estaba haciendo. Si contaba la verdad, ¿quién la creería? Nadie en Al-Remal, ni siquiera su padre. Malik sí, por supuesto, pero no podía decírselo. Sabía cómo reaccionaría y conocía el poder de Alí, de la familia real a la que pertenecía su marido. Contárselo a su hermano sería como sentenciarlo a él, y a sí misma, a la muerte.

Lo mismo podía decir de Philippe. Él la creería, pero ¿qué podría hacer? Nada. Nada que no le causara perjuicio.

Entró en la habitación contigua a la suya donde dormía Karim cuando Alí hacía sus visitas conyugales. Era increíble, pero estaba dormido. ¿Se había despertado antes? ¿En otras ocasiones? ¿Qué había oído? ¿Qué recordaría cuando fuera mayor, tanto si sabía que era un recuerdo como si no?

Acarició la frente de su hijo y el niño musitó en sueños. Amira se dijo que no era sólo amor de madre: Karim era guapo y sería un joven atractivo. De pronto, un pensamiento nuevo acudió a su mente y la aterrorizó. Las predilecciones de su marido, el modo en que la trataba… si ella no estaba, ¿qué le haría a Karim llegado el día? No, no podía ser. Ni siquiera Alí haría algo así.

Oh, Dios mío, tengo que irme de aquí con él. Pero ¿cómo? No había modo alguno. Tenía que haberlo. No podía pensar en ello esa noche. Estaba demasiado cansada, demasiado confusa. Dormir. Mañana. Al día siguiente hallaría un modo de escapar. Era una promesa que se hacía a sí misma cada noche desde que volvieran de Alejandría. Pese a que odiaba el olor y el tacto de su cama, cayó exhausta sobre ella. Todo estaba en silencio. Quizá por una vez el alcohol había superado los efectos de las píldoras negras. Amira apagó la luz y cerró los ojos.

Volvía a estar en Al-Masagm, con la multitud en la plaza y la figura atada al poste, pero ésta no era Laila sino el joven de la noche de Alejandría. Sus ojos se volvieron hacia Amira. Luego, inexplicablemente, Alí arrastraba el cadáver de Laila cuesta abajo hasta una playa, dejando un rastro de sangre. Amira corría detrás, suplicándole que se detuviera. La venda cayó del rostro de Laila. No era Laila, sino Amira. La Amira que contemplaba intentó tocar a la Amira muerta, pero no pudo. Era como si los brazos le pesaran una tonelada. Miró hacia abajo y vio dos perros negros gruñendo y clavándole los colmillos en las muñecas.

Alguien tiraba de ella en la oscuridad. Oh, Dios, era Alí. Le llegó su aliento a alcohol.

—Alí, ¿qué haces?

—Darte una lección.

—Por favor, Alí. —Intentó apartar a su marido, pero algo le sujetaba las manos. ¿Seguía soñando? Oh, Dios, estaba atada.

Alí encendió la luz. Sus pupilas eran dos puntos diminutos de locura; las píldoras habían ganado la partida.

—Ahora, perra —dijo—. Ahora. —Mostró a Amira un látigo corto, del tipo que usaban los conductores de camellos.

—¡No, Alí!

—Date la vuelta, a menos que lo quieras recibir en la cara.

—¿Qué he hecho, Alí?

El látigo le cruzó los senos. Amira gritó de dolor y se dio la vuelta.

—Eres una cerda, y sin embargo me miras con desprecio. Lo leo en tus ojos de demonio. Te atreves a mirarme con desprecio a mí, a tu marido, a un príncipe real. Respeto. ¡Voy a enseñarte respeto!

Cada frase concluía con un latigazo en la espalda, las piernas, las nalgas. No había modo de escapar. Amira chilló. Alguien tenía que oírla, un criado, alguien. No acudió nadie.

En la otra habitación, Karim empezó a chillar. Amira consiguió soltarse una mano y luego la otra, rasguñándose la piel con la cuerda. Intentó salir corriendo, pero Alí la arrinconó.

—Por favor, Alí, no tengo la culpa de no ser hombre… ¡Por amor de Dios, para!

Alí paró, pero fue sólo un segundo, el tiempo suficiente para que Amira se diera cuenta de que debería haber soportado los latigazos sin rechistar. En el rostro de su marido vio una rabia fría y mortal; vio a un asesino.

Intentó protegerse la cara cuando se abalanzó sobre ella, pero el puño de Alí se metió entre sus manos. Amira notó el chasquido de su nariz al romperse y vio las estrellas cuando un segundo golpe cayó sobre su pómulo. La habitación pareció resplandecer, pero en la distancia. Algo golpeó su abdomen, cortándole la respiración y cayó. Un líquido caliente le bajó por los muslos. Me he orinado, pensó, avergonzada.

Lo último que vio fue el pie de Alí flotando hacia ella en un lento movimiento, como en un sueño, como el globo de un niño.

Fríos colores pastel. Una mujer de blanco. Un roce en los labios, rugoso, suave, frío. Hielo en un paño. Dolía, pero la humedad era una bendición. Se moría de sed.

—Alabado sea Dios —dijo la mujer—. Alabado sea Dios por haber salvado a su alteza de tan terrible accidente.

¿Accidente? Amira intentó decir la palabra, pero el sonido que emitió era indescifrable. Notaba la cara como un melón podrido, pero era peor aún la quemazón que sentía en las entrañas. Sin embargo, el dolor pareció diluirse. Lentamente lo comprendió. Hospital. Enfermera. Drogas. Recordó por qué estaba allí. Se durmió.

Se despertó de nuevo con dolor. La enfermera, una mujer paquistaní de mediana edad, le dio una pastilla que Amira tragó con avidez.

—Mi hijo —dijo.

—¿Su qué? Ah, su hijo. Estoy segura de que vendrá muy pronto, alteza, pero no querrá que vea a su mamá en el estado en que se encuentra ahora, ¿verdad?

—No.

—Pero su marido ha venido tantas veces que la mitad de los pacientes creen que es un médico.

La enfermera insertó un termómetro suavemente bajo la lengua de Amira.

—Es un hombre encantador. Si quiere saberlo, no está enfadado aunque condujera el coche. Fíjese en todas las flores que ha traído.

Media docena de grandes ramos abarrotaban la habitación. Al mirarlos Amira se dio cuenta de que sólo veía por el ojo derecho. El izquierdo no se abría. Conducir el coche.

—No, no, alteza. No debe tocarse los vendajes. —La enfermera sacó el termómetro, hizo una anotación en el gráfico y siguió parloteando con el tono maternal de las enfermeras—. Ha sido una chica mala, alteza. Podría haber muerto, Dios no lo quiera. Pero Dios misericordioso estuvo de su lado. Gracias a Él, el doctor Rochon apareció en el momento oportuno.

—¿El doctor Rochon? ¿Philippe Rochon?

—Exactamente. Llegó el mismo día que la trajeron, gracias a los, y el doctor Konyali le pidió que realizara la operación. Eso no quiere decir que el doctor Konyali no hubiera podido hacerlo, claro está.

El calmante empezaba a hacer efecto. Amira se preguntó si había entendido a la enfermera correctamente.

—¿El doctor Rochon está aquí? ¿Y me hizo una operación? ¿Qué operación?

La enfermera apretó los dientes.

—Será mejor que espere a que el médico se lo explique, alteza.

—No. Dígamelo usted. No soy supersticiosa. No le echaré la culpa por las malas noticias. De hecho se lo agradeceré. ¿Qué operación?

—Tenía daños internos, alteza —replicó la enfermera con expresión compasiva—. Hemorragias. Tuvieron que operarla para salvarle la vida. Le extirparon un riñón y la matriz.

Oh, Dios mío, pensó Amira. Pero todo parecía muy remoto, como si se refiriera a otra persona. Afortunadamente le habían dado un calmante, morfina, o lo que fuera. Había perdido la matriz. Qué triste.

—Al menos tiene a su hijo, alteza, y está viva.

—¿Tiene usted hijos?

—No estoy casada, alteza. Es muy amable al preguntarlo. —La enfermera ajustó la aguja intravenosa que tenía puesta Amira—. Ahora descanse, alteza. Vendré siempre que necesite alguna cosa y los médicos vendrán a visitarla. Por cierto, me llamo Rabia.

Amira flotaba en un tranquilo lago. La idea de que Philippe iría pronto a verla pasó volando como una nube en el cielo.

—¿Podría traerme un espejo? —se oyó preguntar.

—¿Un espejo? Me… me temo que no tenemos ninguno, alteza. Quizá pueda encontrarle uno más tarde. Ahora descanse.

—Sí… Philippe.

Philippe se hallaba detrás del doctor Konyali con la preocupación pintada en el rostro.

—Había olvidado que conoce al doctor Rochon, alteza —dijo el doctor Konyali tras carraspear. Aquel pequeño cortesano no olvidaría una cosa así, sencillamente disimulaba la falta de decoro de Amira al dirigirse a un hombre de manera tan informal.

A ella no podía haberle importado menos. Su único ojo no había dejado de mirar a Philippe. Nunca le había visto con el atuendo de médico, que le hacía parecer más juvenil, pero al mismo tiempo parecía mayor, más frágil.

—¿Estás bien, Philippe? ¿Qué te trae por aquí?

—¿Que si estoy bien? —Los ojos de Philippe se llenaron de arrugas al sonreír—. ¿Quién es el paciente? ¿Cómo se siente usted?

Amira intentó sonreír también, pero dolía.

—Mejor que nunca.

—No me dijo que la paciente padecía de sentido del humor, doctor —comentó Philippe, mirando el gráfico de Amira por encima del hombro de Konyali—. En cuanto a lo que me trae aquí, su majestad tuvo un episodio bastante agudo de su problema crónico y me pidió que viniera. Cuando llegué, se había enterado de su accidente y me envió directamente a asistir al doctor Konyali.

El turco hinchó el pecho ante el halago, pero Amira sólo se fijó en el leve énfasis que Philippe había puesto en la palabra accidente y en la mirada que le había dirigido al pronunciarla. Una única idea traspasó la nebulosa causada por el dolor y la medicación: ¡Lo sabe!

—No queremos perturbar su descanso, alteza —dijo Konyali—. Ahora es lo que más necesita. —El médico se movió, incómodo—. Creo que Rabia le ha explicado las diversas… operaciones que realizamos.

—Sí.

—Fue absolutamente necesario, alteza. Lamento tener que decirlo.

—No fue culpa suya. Fue la voluntad de Dios.

Konyali inclinó la cabeza en reconocimiento de la profunda verdad de aquel comentario.

—Su marido está esperando para verla, alteza. Le he dicho que sólo puedo permitirle pasar unos minutos.

¿Se notó su miedo? Philippe la observaba con atención. Sí, lo sabía.

—Espero que no le importe que visite a su paciente de vez en cuando, doctor Konyali —dijo.

—En absoluto, doctor. Al fin y al cabo es tan paciente suya como mía.

—Estaré cerca, alteza —dijo Philippe, guiñando un ojo a Amira—. La enfermera Rabia sabe dónde encontrarme en todo momento.

Se había marchado antes de que Amira pudiera decirle adiós. Konyali le siguió tras dar unas breves instrucciones a Rabia. Después, de repente, Alí estaba allí. Rabia se levantó y se dirigió a la puerta.

—No, quédese, Rabia, no importa.

—Estaré al otro lado del pasillo, alteza —dijo la enfermera, lanzándole una mirada de extrañeza—. Por favor, alteza, señor, sólo unos minutos. El doctor lo ha ordenado.

—Por supuesto.

Cuando la puerta se cerró, Alí se acercó a la cama. Amira reprimió el impulso de gritar. Entonces su marido hizo algo asombroso: cayó de hinojos junto a la cama y le besó la punta de los dedos.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios por salvarte! Fue culpa mía. No me lo hubiera perdonado jamás. De haber sido un marido como Dios manda, no te hubiera permitido cometer semejante locura.

—¿De qué estás hablando?

—Pues del accidente, claro. Deberías ver cómo ha quedado el coche.

¿Se había vuelto loco? ¿O era ella?

—No fue en ningún coche.

—¿Qué?

—Yo no iba en ningún coche.

—No debería haber venido tan pronto —dijo él, palmeándole la mano—. Descansa, querida. Mañana volveré. Te lo prometo, a partir de ahora las cosas serán diferentes, muy diferentes.

¿Se trataba de una especie de reacción exagerada por el sentimiento de culpabilidad? ¿Había borrado la verdad de su memoria? ¿Le faltaba valor para admitir lo que había hecho? ¿O era otra cosa?

Alí le sonrió desde la puerta. Y allí, justo allí, en lo más hondo de sus ojos negros, algo se agitó, brillando como si fueran otros ojos completamente distintos, los ojos de un animal en la noche.

Desapareció al instante, pero Amira lo había visto, y «eso» la había visto a ella.

Amira estaba demasiado débil para tener más miedo. De todas formas, ya nada tenía sentido. Se durmió a los pocos segundos de que regresara Rabia.

En los dos días siguientes, Amira apenas se movió. La debilidad y el dolor no se lo permitieron. La tercera mañana, Rabia la ayudó a sentarse en el borde de la cama, y por la tarde dio unos cuantos pasos, sintiéndose como una anciana o un bebé. Ese mismo día el doctor Konyali le quitó la mayor parte de los vendajes de la cara, y tras mucha reticencia y arrastrar de pies, Rabia le llevó un espejo.

Amira emitió un gemido ahogado al verse. Su rostro, hinchado aún, era como un único moretón que se había vuelto de un enfermizo color amarillo purpurino, y llevaba todavía la nariz oculta bajo esparadrapo. Una negra hilera de puntos le bajaba por la frente desde la raíz del pelo. Tenía el ojo izquierdo abierto, pero grotescamente inyectado en sangre.

—Le quedará una cicatriz, no demasiado grande, aquí—dijo Konyali señalando los puntos—, y su nariz no recuperará del todo su antigua forma, pero no hay lesiones permanentes.

Philippe había entrado en la habitación para contemplar con aspecto sombrío cómo le quitaban los vendajes.

—Si no le gusta su nueva nariz —dijo, ya sonriente—, puedo sugerirle un cirujano plástico que le haría la nariz que más le gustase.

—¿Me haría…? —Amira intentó recordar el nombre de alguna estrella del cine francés—. ¿Me haría la nariz de Catherine Deneuve?

—¿Por qué no? A ella se la hizo.

—¿Quiere su velo, alteza? —preguntó Rabia.

—¿Porque ya no llevo vendajes? No, es absurdo. Estos caballeros conocen mi cara mejor que yo… que apenas la reconozco ya. De todas maneras tenemos que controlar el proceso de curación, y quitarle los puntos, claro está —dijo Konyali—. Nadie Puede culparla de inmodestia en estas circunstancias, alteza.

—Gracias, doctor. ¿Cómo está su majestad, mi suegro, Phili… doctor Rochon?

—Me alegra poder decir que está mucho mejor.

—Alabado sea Dios —dijeron Konyali, Rabia y Amira al unísono.

—En realidad ya no me necesita, de modo que cuando usted se recupere, me temo que tendré que volver a París —señaló Philippe con tono casual, pero sus ojos expresaban con vehemencia lo que no decía.

—Bueno —dijo Amira—, espero que tengamos oportunidad de hablar antes de que se marche. Usted y el doctor Konyali me han salvado la vida.

—Estoy seguro de que sí, alteza.

Pero la oportunidad de hablar resultó más difícil de lo que creían. A pesar de que Amira fue mejorando paulatinamente en los días que siguieron, siempre estaba Rabia u otra enfermera presente; Alí había insistido en ese punto. El propio Alí se encontraba en la habitación a menudo, tan solícito con Amira, y con Philippe cuando éste acudía, que Amira se preguntó si era posible que realmente hubiera cambiado del mismo modo que supuestamente el pelo de una persona podía volverse blanco en una sola noche a causa de una experiencia aterradora. Pero no, no, no podía ser. Aquella cosa seguía en el fondo de su mirada, vigilándola, casi riéndose de ella. No; temería a su marido por siempre jamás.

Llegó una mañana en que el doctor Konyali le anunció que volvería a casa al día siguiente. Esa tarde, cuando Alí se había ido, Philippe entró a despedirse. Extrañamente, al principio pareció más interesado en charlar con Rabia que en Amira.

—El doctor Konyali me ha dicho que ha viajado usted mucho.

—¿Yo, señor? —Rabia esbozó una sonrisa de tímido orgullo—. Bueno, he estado en Pakistán, claro, y en Delhi, luego en Inglaterra, en Birmingham y en Londres, y luego aquí.

—¿Cuántos idiomas habla?

—Sólo el mío, y un poco de inglés, y el árabe tal como lo hablo ahora, señor.

—¿Francés no?

—No, señor, ni una palabra, lamento tener que admitirlo.

Parecía sinceramente pesarosa de defraudar al famoso médico.

—Yo hablo un poco de francés —dijo Amira, siguiendo el juego a Philippe—, pero hace años que no lo practico. ¿Va a examinarme, doctor? Pregúnteme en francés. Corríjame cuando me equivoque.

—Muy bien.

—¿No le importa, Rabia?

—¿A mí, alteza?

Bon.

Philippe sacó el fonendo y lo aplicó a la espalda de Amira.

—No podemos hablar mucho —dijo en francés—. Contesta cuando te pregunte. Respira hondo. Ahora expira. Lo hizo él, ¿verdad?

—Sí.

—¿Te había maltratado antes?

—No tan brutalmente.

—Creo que corres un grave peligro.

—Le vi matar a un hombre.

—Tienes que alejarte de él. Te ayudaré en cuanto pueda.

—Tú no puedes hacer nada.

—Túmbate. Eso es. Relajada. Tengo que palparte.

Sus manos eran firmes, amables, expertas. Había seguridad en ellas, protección.

—¿Te duele?

—No. Si me marcho se quedará con mi hijo.

—¿Y si te llevas al niño contigo?

—Me perseguirá y me matará.

—Y aquí, ¿te duele? ¿En Francia también?

—Un poco. Como una contusión. Sí, incluso allí.

¿Le estaba pidiendo que abandonara a Alí por él? ¡Dios, ojalá fuera posible!

—Tose, por favor. Bien. ¿Y si desaparecierais los dos?

—No comprendo.

—Iros lejos, cambiando de identidad. Tengo dinero.

—Nos buscaría hasta encontrarnos, te lo aseguro. No tienes ni idea.

Philippe se inclinó más sobre ella para examinar la herida de la frente, donde había llevado los puntos.

—Está cicatrizando muy bien. Sólo quedará una pequeña cicatriz.

—No creo que se atreva a hacer nada de momento, después de esto.

—Eso espero, pero tienes que salir de aquí. Intentaré encontrar una solución. Inténtalo tú también.

—Por favor. No puedes ayudarme. No lo intentes.

—Soy su médico, alteza —dijo él, con una sonrisa—. Me preocupa su salud.

—No eres consciente de los peligros.

—Oh, pues claro que sí. Precisamente por eso. —Philippe se apartó de la cama—. Nuestra paciente va muy bien —dijo a Rabia en árabe—, y también su francés.

—Dios es misericordioso.

—Sí. Bueno, alteza, la dejo en las capaces manos del doctor Konyali. Obedezca sus órdenes. Iré a visitarla en cuanto vuelva a Al-Remal.

—¿Y cuándo será eso, doctor?

—Pues para las fiestas del cincuentenario. Su majestad ha sido tan amable de invitarme. ¿No lo había mencionado?

A Amira el corazón le dio un vuelco en el pecho. Faltaban menos de dos meses para el quincuagésimo aniversario de la ascensión del rey al trono y las celebraciones, que se prolongarían durante seis días en toda la nación.

—Será agradable volver a verle, doctor.

Sus ojos se encontraron.

—Cuídese, alteza. Au revoir.

Au revoir.

Philippe se fue tras dedicar un cumplido profesional a Rabia, que enrojeció intensamente.

—Será nuestro invitado, por supuesto —dijo Alí—. Es lo menos que puedo hacer. Te salvó la vida y luego se fue sin darme oportunidad de recompensarle debidamente.

—Tal vez se sienta más cómodo en uno de los hoteles occidentales —dijo Amira, sin saber muy bien por qué.

Alí desechó la objeción con un ademán.

—Todos los hoteles están al completo. Podría usar mis influencias, pero ¿por qué?

Tenía razón. La mayoría de dignatarios de Oriente Medio y muchos de Europa y América acudirían al cincuentenario. Al-Remal sólo tenía un puñado de hoteles de primera categoría. Necesariamente, centenares de invitados habrían de confiar en la hospitalidad privada. ¿Por qué de repente le desasosegaba la idea de tener a Philippe como invitado en casa? Cuando estaba en el hospital, hubiera sacrificado diez años de su vida por tenerlo cerca una semana más. ¿Había algo en el tono de Alí, una insinuación de oculto significado?

—En cualquier caso ya está hecho —dijo Alí—. Lo he llamado hace una hora y ha aceptado la invitación.

Amira intentó parecer indiferente. Su marido se acercó a ella. Amira se contuvo para no dar un respingo, pero Alí se limitó a ponerle la mano en la frente como si quisiera comprobar que no tenía fiebre. Se le puso la piel de gallina.

—¿Crees que estás lo bastante fuerte para ocuparte de los preparativos de la casa? Yo haré lo que pueda, por supuesto, pero me temo que estaré muy ocupado.

—Estoy bien.

Se alojaban en una amplia y bonita casa cerca de un pequeño oasis muy antiguo en las afueras de la ciudad, al sur. Como muchos de los miembros más jóvenes de la familia real, Alí y Amira se habían trasladado temporalmente para ceder sus habitaciones de palacio a los invitados más importantes del cincuentenario. El dormitorio de Amira, por ejemplo, sería ocupado por la esposa del vicepresidente de Estados Unidos.

—He ordenado a algunos de los criados que empiecen a trabajar esta tarde —dijo Alí, dando por concluido el asunto. Consultó su reloj—. Estaré de aquí para allá todo el día. Si necesitas algo, házmelo saber. En palacio saben dónde encontrarme.

—Lo haré.

—No te canses.

—No te preocupes.

Alí se marchó con una sonrisa. ¿Cuál era su auténtico significado?, se preguntó Amira.

Según todas las apariencias, Alí se había convertido en el marido más considerado de Al-Remal. No importaba. Nada de lo que él hiciera le importaba ya. Ni un millar de ángeles dando fe de que había cambiado la inducirían a confiar en él.

Las primeras semanas tras su salida del hospital habían supuesto un respiro. Todo lo que se esperaba de ella era que descansara y se recuperara, y para ello la encerraron en un caparazón omnipresente de mujeres: primas, amigas, criadas, suegra, cuñadas y otras mujeres de su familia política que apenas conocía.

Todo el mundo hizo comentarios sobre su terrible «accidente», luego no volvieron a mencionarlo nunca más. Si tenían alguna duda, querían olvidarla. Pero ella no tenía preguntas y no había olvidado nada, ni al hombre de la noche alejandrina, ni la paliza, ni mucho menos la terrible visión de Alí y Karim en un posible futuro. A medida que recuperaba lentamente las fuerzas, no deseó otra cosa más que hallar el modo de escapar.

Con su restablecimiento, el velo protector de mujeres fue alzándose paulatinamente. A Amira no le importó. Estaba preparada para un poco de soledad, de intimidad, y hastiada de lo que impregnaba el ambiente entre las que la cuidaban, no expresado, pero tan penetrante como el olor de una vela recién apagada: se había convertido en un objeto de piedad para ellas.

Al fin y al cabo, ahora era estéril, una mujer sin propósito ni futuro, agua pasada a los veintidós años. En cierto sentido, a los ojos de las demás mujeres, una parte de ella había muerto aquella noche, y reaccionaban ante la muerte como todos, con la secreta gratitud de que le hubiera tocado a otro.

Alí no había vuelto a abordarla con intenciones sexuales. No estaba segura de cómo reaccionar si se daba el caso. Podía alegar debilidad, o sencillamente rechazarlo y comprobar el grosor del barniz de amabilidad con que su marido se había disfrazado. Pero tal vez la dejara en paz durante una buena temporada, o incluso para siempre. Quizá había notado el asco que sentía cuando la tocaba. O tal vez él mismo se sentía repelido por su esterilidad.

Unos días antes había oído a Faiza por casualidad; su suegra comentaba que, naturalmente, Alí volvería a casarse. Naturalmente que lo haría. Nadie le echaría la culpa, de hecho, muchos le culparían de no hacerlo.

En todo caso, tampoco eso importaba. Esperaba la salvación, ni más ni menos, en cualquier forma que quisiera adoptar.

Amira mandó llamar a un chofer para que la llevara a la nueva casa. Al cabo de unos minutos, un criado le informó de que el coche estaba listo. Aquélla era una de las cosas positivas del supuestamente nuevo Alí, que tenía libertad para ir y venir casi a placer.

En los pocos pasos que separaban la entrada familiar de palacio de la protección del Rolls, Amira notó el frío del invierno remalí. La temperatura había bajado hasta los diez grados; esa noche el agua tal vez se congelaría. Esperaba que el tiempo mejorara antes de que llegara Philippe.

El chofer, un hombre corpulento de aspecto fiero y rostro picado de viruelas, se apresuró a ayudarla. Amira sabía que, al igual que sus demás colegas de palacio, era un experto en defensa personal y en el uso de armas cortas, una de las cuales escondía a mano bajo el asiento.

—La paz de Dios, alteza.

—La paz de Dios, Jabr.

—¿Enciendo la calefacción?

—No, se está muy bien aquí.

El lujoso coche salió de los terrenos de palacio a las calles de la ciudad, insólitamente llenas.

—¿Ha visto las tiendas su alteza? —preguntó el chofer con excitación de adolescente.

—¿Qué tiendas?

—A las afueras, en dirección al aeropuerto, alteza. La gente del desierto ha venido para la fiesta.

—Muéstramelo —pidió Amira siguiendo un capricho.

Varias veces en su vida había visto pequeños campamentos de beduinos, pero nunca nada parecido. Cientos de tiendas negras se desperdigaban por las pequeñas colinas distantes. El aire aparecía nebuloso por el humo de las fogatas. Entre las tiendas había pequeños grupos de caballos y camellos en cantidades incontables.

Los hombres se volvieron para mirar el coche y luego reanudaron sus conversaciones.

—Mi gente —dijo Jabr orgullosamente—. Los dejé cuando tenía doce años para servir a su majestad por voluntad de Dios.

—¡Cuántos son! —fue todo lo que Amira pudo decir. Aquella visión la conturbó profundamente. Hasta entonces había pensando en el cincuentenario como una fiesta de palacio, pero ahora comprendía que era mucho más, era una celebración de todo el pueblo. Muchos de aquellos hombres vestidos de cuero y sus mujeres con velos negros habían recorrido cientos de kilómetros de desierto para estar allí.

—Quiera Dios que crezcan en número —dijo Jabr—. Mientras haya beduinos, habrá un Al-Remal.

Era cierto, se dijo Amira. La gente del desierto, aun siendo sólo una pequeña fracción de la población, era el alma del país.

—Esto es hermoso, Jabr. Tendrás que traerme otra vez. —Volvería. Y llevaría con ella a Faiza. Quería ver la reacción de su suegra, con toda su elegancia real, al enfrentarse con el estilo de vida del que había surgido. ¿Recordarían los dedos de Faiza cómo se tejía el pelo de cabra teñido de negro para hacer tiendas de beduinos?

Jabr lanzó una última mirada al vasto campamento y viró hacia el sur.

En la casa nueva, Amira no encontró mucho en que ocuparse. Los criados conocían su trabajo y constantemente la instaban a descansar. No obstante, sí supervisó personalmente el momento en que se colgó un cuadro sobre la cama de lo que sería el dormitorio de Philippe. Era una de las junglas fantásticas del aduanero Henri Rousseau. Amira no había visto jamás una jungla y se preguntaba si al artista le había ocurrido lo mismo. A ella, la jungla del cuadro le pareció una idea muy francesa de lo que debía ser una jungla. Esperaba que a Philippe le gustara lo bastante como para alabar su buen gusto, porque entonces Alí se vería impelido a regalarle el cuadro.

Pero seguramente Philippe no diría nada. Conocía Al-Remal mejor de lo que cualquier europeo tenía derecho a conocer.

—Alteza, el príncipe Alí desea que vaya a saludar a su invitado.

Ya era hora. Alí había monopolizado a Philippe durante casi una hora. Amira siguió al criado a los aposentos de los hombres.

Allí estaba.

Philippe estaba más pálido que la última vez. El invierno europeo, recordó Amira. La piel europea.

—Bienvenido, doctor, a este pobre alojamiento temporal. ¿Ha venido a comprobar si su paciente había sobrevivido?

—Hola, alteza. Dios quiera que todos mis pacientes sobrevivan tan bien. Sería un nuevo Avicena.

—Ha hablado como un remalí, doctor —comentó Alí con una sonrisa. Era cierto, pensó Amira. Incluso en la referencia al gran médico árabe de la antigüedad; la mayoría de occidentales hubieran mencionado a Hipócrates.

—¿Pero va todo bien, alteza? —preguntó Philippe, ya en serio—. ¿No ha tenido ningún problema? —Sus ojos tenían una mirada penetrante.

—Nada que comentar, doctor.

—Por favor —intervino Alí, sonriendo de nuevo—. Basta de formalidades. ¿No somos amigos? Nombres de pila a partir de ahora.

Philippe hizo un gesto muy francés dando su aquiescencia. Amira no dijo nada; se daba por supuesto que estaba de acuerdo con los deseos de su marido.

—Philippe me estaba hablando —continuó Alí— de la gran celebración del sha. Cree que la nuestra será mejor.

—¿Estuvo allí, Philippe? —No se lo había mencionado. La farsa del sha del Irán en 1971, en Persépolis, para celebrar los dos mil quinientos años del imperio persa, había sido noticia en todo el mundo.

—No era uno de los invitados —replicó Philippe modestamente—. Sólo formaba parte del séquito de Pompidou.

—Cuéntenos sus impresiones —le instó Alí.

—Fue excesivo, por supuesto —replicó Philippe, encogiéndose de hombros—. En realidad ha sido el campamento beduino que he visto viniendo del aeropuerto lo que me lo ha recordado. Y es auténtico. El sha también hizo levantar tiendas, pero estaban diseñadas por Jansen. Tenían dos dormitorios, sábanas Porthault y cuartos de baño de mármol. Por supuesto todo eso era para la élite. La mayoría de nosotros nos alojamos en Shiraz, a sesenta y cinco kilómetros.

—Mi padre estuvo en una de aquellas tiendas —dijo Alí—. Está de acuerdo con usted en que fue excesivo. Sin embargo, es posible que muchas personas hablen de aquello, aun hoy en día, como el último paso hacia el paraíso.

—Sobre gustos no hay nada escrito —dijo Philippe, volviendo a encogerse de hombros—. Desde luego fue todo un espectáculo. El ejército iraní al completo iba ataviado y peinado como los antiguos soldados persas. Hubo todo tipo de diversiones y ni un solo momento aburrido. También se comió razonablemente bien; el sha hizo acudir a todo el personal de Maxim's.

—Permítame hacerle una pregunta, amigo Philippe. ¿Sabe cuánto se gastó el sha en su pequeño circo?

—He oído que trescientos millones de dólares.

—Aproximadamente es correcto, pero en todo el tiempo que pasó allí, ¿oyó alguna vez un solo sura del Corán?

—Dado que no soy de la fe, alteza…

—Alí.

—Alí, no prestaba mucha atención a esas cosas. Pero no, no lo creo.

—Ni tampoco mi padre, y aún hoy sigue diciendo que la impiedad del sha será su perdición.

—Puede ser —dijo Philippe, asintiendo—. En lo que a mí respecta, me resultó difícil disfrutar de los festejos por otros motivos. Acababa de pasar varias semanas en el Sahel. Las Naciones Unidas habían solicitado a unos cuantos de nosotros que examináramos la situación médica allí. Poca cosa pudimos hacer. La sequía se hallaba en su peor momento, como recordará, y las personas, los niños sobre todo, morían como moscas. Después de aquello, era difícil apreciar la gastronomía de Maxim's.

—Por supuesto, por supuesto —dijo Alí con tono vago. Amira se dio cuenta de que su marido no veía relación alguna entre los problemas crónicos del África sub-sahariana y la increíble fiesta cuyo anfitrión era el ocupante del trono del pavo real.

Alí consultó su reloj, gesto que se estaba volviendo habitual en él.

—Mil disculpas, amigo mío, pero el deber me llama. Me esperan en palacio y ya llego tarde. Mi hermano Ahmad también se retrasa. Se suponía que tenía que estar aquí para recibirle con nosotros. Estoy seguro de que llegará en cualquier momento. Mientras tanto, está usted en su casa.

Amira miró a su marido con cierta confusión. Sería indecoroso que se quedara con un invitado masculino a solas. Alí notó su vacilación.

—No pasa nada. Como decía, Ahmad llegará enseguida, y en todo caso, no podemos dejar desatendido a nuestro huésped. Ordena que alguien le enseñe su habitación y deja que descanse. Seguro que he agotado al pobre hombre con mi charla.

Alí sonrió una vez más y se fue. Amira y Philippe se miraron. Amira hubiera deseado arrojarse en sus brazos, pero no se atrevió; ¿y si los veía alguien?

—Es agradable tenerte aquí —se limitó a decir.

—¿Aún quieres marcharte, Amira? —preguntó él con una mirada penetrante.

La voz de Amira sonó débil al decir que sí.

—¿Estás segura?

—Sí, lo estoy.

—Tal vez haya hallado la solución, pero éste no es el momento para hablar de ello.

—No.

Instantes después entraba Ahmad a grandes zancadas. Si pensó algo al ver a Amira y a Philippe a solas, no lo demostró. Era tan callado y sombrío como efusivo Alí. Tras él llegaron dos de 'os primos de Alí, toda una multitud de hombres. Amira se sintió hiera de lugar y se excusó rápidamente.

En el mundo de las mujeres, dio instrucciones a los criados de manera mecánica. Philippe tenía un plan. ¿Cuál podía ser?

Y, fuera cual fuera, ¿podría llevarlo a cabo?

Sí, se dijo. Sí podría.

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