Amira

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QUINTA PARTE » El retorno del hijo pródigo

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El retorno del hijo pródigo

La primavera estaba cerca. Las noches eran frías, pero durante el día hacía un agradable calor. Una tarde llovió durante media hora. Hombres y mujeres salieron a la calle a saborearla. Para los más pequeños, que no habían visto nunca caer el agua del cielo, fue como un milagro.

Karim chapoteaba en un charco fangoso con el rostro vuelto hacia arriba, parpadeando y riendo con deleite cuando las gotas le caían en los ojos. Cuando terminó la breve tormenta, tiró del abeyya de Amira.

—Haz más, mamá, haz más. —Era increíble la rapidez con que estaba creciendo Karim.

Alí se perdió el chaparrón; estuvo en Estados Unidos dos semanas entrenándose con un nuevo avión de combate. Volvió a casa irritable y reservado, como solía al tornar de lugares de moral más relajada que Al-Remal. A Amira ya no le importaba el porqué.

Quedaba algo más de un mes para ir a Tabriz, pero Amira no sentía ningún temor, ni estaba impaciente. De hecho, le costaba creer que todo aquello fuera real. No sabía nada. ¿Qué hacía Philippe? ¿Qué planeaba?

Philippe sólo había escrito una vez, una carta dirigida a Alí, Por supuesto, que se la pasó a Amira como un asunto de menor interés. En ella expresaba las frases típicas de agradecimiento convencional por su hospitalidad, mencionaba algunas noticias personales y cotilleos internacionales, y luego, casi como de pasada, daba los nombres de varios conocidos a los que quizá quisieran visitar en Tabriz.

Amira memorizó los nombres en la soledad de su habitación, y repasó la carta palabra por palabra en busca de algún mensaje oculto. No halló nada. Era para volverse loca. Estaba enfadada con Philippe. No esperaba detalles, pero ¿no podría haber deslizado alguna leve insinuación que sólo ella hubiera podido entender, alguna palabra clave que la tranquilizara? ¿No se daba cuenta de que su vida estaba en juego?

Tal vez no estaba haciendo nada. Tal vez los planes se habían desbaratado. Quizá esos planes no habían existido nunca.

A la mañana siguiente, una criada le llevó un teléfono mientras tomaba café.

—Es una conferencia, alteza. De Francia.

Amira se esforzó por coger el auricular con gesto lánguido, como si estuviera absolutamente harta de llamadas desde Francia.

Bonjour.

—¿Al habla París? —dijo una voz de hombre en francés con fuerte acento.

—Esto es Al-Remal.

—La paz sea con usted —dijo el hombre en árabe—. Por favor, no se retire.

Se produjo un silencio, luego el sonido de la línea desocupada.

—¡Dios! —Amira estuvo a punto de arrojar el teléfono contra la pared. Millones de dólares en dinero del petróleo y el sistema telefónico era de risa. Lo habían instalado dos compañías, una belga y otra francesa. Se rumoreaba que Malik había actuado como intermediario del contrato con la empresa francesa y que había cosechado una fortuna en comisiones. Si era así, Amira le hubiera retorcido el pescuezo a su hermano con gusto.

El teléfono volvió a sonar.

—Operador, se ha cortado…

—¿Hermanita? ¿Eres tú?

—Malik, ahora mismo te estaba condenando al infierno, Dios no lo quiera.

—¿Qué? ¿No puedes hablar más alto?

—Digo que… Da igual. ¿Cómo estás? ¿Ocurre algo malo?

—¿Malo? No, no, en absoluto. Tengo noticias para ti, buenas noticias. También tengo que pedirte un favor.

—Dime.

—¡Hermanita, me he casado!

—¡Qué! ¡Dios mío! ¿Cuándo, con quién?

—Con una mujer maravillosa, francesa. Sólo hace unos días. Cuatro concretamente. Estoy impaciente por presentártela. Será una madre estupenda para… para los hijos que esperamos tener.

Amira comprendió la cautela de su hermano al no mencionar a Laila. Cualquiera, el operador, un criado, incluso Alí o Faiza podían estar escuchando.

—No sé qué decir, hermano. ¡Dios mío! Es una noticia maravillosa. Que Dios os bendiga a los dos. ¡Qué sorpresa! Ya se lo has dicho a padre, ¿no?

—Bueno, hermanita —replicó Malik tras un breve silencio—, ése es el favor que quiero pedirte. No, no he hablado con él. Lo sé, lo sé, no está bien. Pero para serte sincero, tenía miedo de que quisiera prohibírmelo. Por una razón, es cristiana.

—Ah. —Eso podía ser realmente un problema, pero no tanto como presentar a Ornar el matrimonio de su hijo primogénito como un hecho consumado.

—No te preocupes, le llamaré hoy mismo. Se pondrá hecho una furia, desde luego, pero no importa. Lo que necesito es que ayudes a Farid a calmarlo antes de que vayamos.

—¿Y cuándo será eso?

—Este fin de semana, Dios mediante.

—¿Este fin de semana?

—Sé que es poco tiempo, pero cuanto antes mejor, ¿no crees? Llamaré a Farid en cuanto cuelgue. Ya sabes lo bien que maneja él a Padre, como si fuera un orfebre trenzando hilos de oro. Él se Ocupará de todo, no te preocupes. Todo lo que tienes que hacer es apoyarle, ya sabes, con un comentario adecuado en el momento oportuno. Es como todos en Al-Remal; la opinión de un miembro de la familia real tiene su peso, aunque sea su propia hija.

—Haré lo que pueda, hermano —dijo Amira con un suspiro—, si Dios me ayuda.

—Gracias, hermanita. Yo… no ha sido fácil, ¿sabes?… encontrar a alguien.

—Lo sé. Háblame de ella..

—Se llama Geneviéve.

—Bonito nombre.

—No tanto como ella —dijo Malik con una ternura que convenció a Amira de que su hermano estaba realmente enamorado.

—Naturalmente. Se daba por supuesto que te ibas a casar con una mujer hermosa.

—No es eso, Amira. No es sólo su aspecto. Ha sido buena conmigo. Me hace creer que la vida es hermosa, y me hace reír. Hacía tanto tiempo…

—Lo sé.

—Y me ha dicho que considerará la posibilidad de convertirse al Islam… cuando sepa más cosas de él, claro está.

—¿Y a qué se dedica esa mujer perfecta? —preguntó Amira con tono de guasa.

—Es cantante —contestó Malik después de una breve vacilación—. En un club nocturno.

—Ah.

—Será mejor que lo sepas todo. Es un poco mayor que yo. No mucho, sólo unos años.

Los hermanos convinieron en que Ornar no tenía por qué enterarse de toda la verdad. No era necesario, por ejemplo, que supiera exactamente la edad de Geneviéve. Otras cuestiones, como la religión, podían comentarse desde una perspectiva positiva, y otras, sobre todo su profesión, no debían mencionarse en absoluto.

Cuando Amira colgó, estaba tan nerviosa como un pájaro. No conseguía centrarse en un solo pensamiento ante la inminente llegada de su hermano.

Malik y Geneviéve. Faltaba un mes para Tabriz. Philippe› Malik. Ornar. Alí.

Se paseó de un lado a otro de su habitación. El palacio era una cárcel.

Ni siquiera esa mañana podía salir al jardín, cerrado a las mujeres por culpa de una ceremonia cualquiera. Malik. Philippe. Tabriz.

Llamó al chambelán por el interfono..

—Manda preparar un coche.

—Sí, alteza.

Diez minutos después, Jabr le abría la puerta de un Silver Dawn.

—La paz sea con usted.

—Y contigo, paz.

—Una mañana de bienaventuranza, alteza.

—Una mañana de luz, Jabr.

Era agradable intercambiar los saludos formales. El mundo podía estallar en mil pedazos, pero las antiguas palabras eran como raíces pequeñas y duras que ningún viento podía arrancar.

—¿Adonde, alteza?

—A casa de mi primo —dijo Amira para que lo oyera el portero.

Una vez instalado tras el volante, Jabr miró por el espejo retrovisor.

—¿Qué primo, alteza?

—Ninguno. Llévame a alguna parte. Al desierto. Necesito pensar.

La mirada preocupada de Jabr se encontró con la de Amira.

—Las colinas serán mejor para pensar, alteza. En el desierto empieza a hacer calor.

—Pues a las colinas.

El lugar era un desfiladero sumido en las sombras en lo alto de unas lomas. Abajo, a trescientos metros, brillaba el desierto como un mar inacabable e inmóvil, pero allí arriba el aire era frío, en los lugares resguardados crecían flores diminutas. ¿Cuánto tiempo habían esperado, se preguntó Amira, para que la lluvia las hiciera surgir del polvo? ¿Cuánto tiempo volverían a esperar?

El silencio era inmenso. Amira oía los pequeños chasquidos y ruidos metálicos del motor del coche enfriándose cien metros más abajo y detrás de ella. Jabr aguardaba en su interior. Allí, lo viera quien lo viera, no era más que un chófer obedeciendo órdenes. Unos cuantos pasos colina arriba en dirección a Amira y podrían acusarle de ser su amante.

¿Cómo se sentiría siendo amada por alguien como Jabr, amada de un modo sencillo y completo por ser ella y nada más? Amira intentó imaginarlo, pero no pudo. Jamás había tenido a nadie así. Podría haber tenido a Philippe, siempre lo tendría; pero eso era diferente.

Quizá algún día aparecería alguien, después de Tabriz…

Y ahí estaba la gran pregunta: ¿Qué ocurriría después de Tabriz? No tenía la menor idea, tan sólo impresiones vagas, sueños apenas. ¿La escondería Philippe en algún castillo del interior de Francia? ¿La enviaría a Tahití, donde Karim crecería como un pequeño nativo, corriendo desnudo por la playa? O tal vez había comprado en secreto una finca en… ¿dónde tenían fincas? En Argentina.

Pero la idea de Philippe era que ella tenía que desaparecer totalmente, que todos debían creer que había muerto. Mientras ella se ocultaba, todos a cuantos conocía (excepto Philippe y Karim) pensarían que le había ocurrido una terrible desgracia. Imaginó a Malik, a su padre y a sus tías, incluso a Bahia, todos de luto. ¿Cuánto tiempo habría de pasar hasta que pudiera decírselo a alguien? Philippe había hablado de mucho tiempo. ¿Cuánto? ¿Un año? ¿Dos?

De repente, todo le pareció una locura, un imposible. Sin embargo, debía hacerlo. Si se quedaba con Alí, acabaría muerta, pero de verdad. Lo percibía con tanta seguridad como notaba el calor del sol trepando hacia las lomas. Sí, tenía que hacerlo. A menos que… a menos que a Malik se le ocurriera algo.

Si alguien podía hallar una salida que no supusiera huir y ocultarse, ese alguien era Malik. El problema consistía en que no podía contarle ni una sola palabra de la verdad. Era demasiado impetuoso, como decía Philippe. Pero ¿y si disfrazaba la situación inventando un cuento de alguna otra esposa de la familia real que estuviera en peligro por culpa de un marido sádico? Habría de tener mucho cuidado; si Malik llegaba a sospechar que se trataba de Alí, sería catastrófico.

Tal vez a causa del vasto silencio del desierto, tal vez por la esperanza que le había dado su idea, se encontraba mejor, más serena. De todas formas, nada podía hacer hasta que llegara Malik. Mientras tanto, tenía un favor que hacer. Volvió al Rolls.

—A casa de mi primo Farid —ordenó a Jabr.

El matrimonio del hijo primogénito de Ornar Badir fue todo un acontecimiento. Amira no había visto jamás la casa de su padre tan llena, ni siquiera cuando murió Jihan. Tanto la sección de hombres como la de mujeres abundaban en invitados y el aire estaba impregnado de los fuertes olores a café especiado, cordero asado, incienso y perfume. Ornar había tirado la casa por la ventana, una vez decidido, invitando a todos los amigos, asociados y conocidos para celebrar la boda de Malik.

—En los negocios —le había oído decir a Farid—, cuando estás atrapado en un trato desventajoso, ha de parecer, no sólo que le das la bienvenida, sino que lo has planeado. Lo mismo ocurre con esto. La sabiduría de Dios es infinita, todo será para bien.

Se había necesitado de un gran poder de persuasión para que llegara a ese punto. Farid había obrado con brillantez.

El problema (en eso él y Amira se mostraron de acuerdo) no era tanto que Malik se hubiera casado con una infiel (aunque ya era bastante malo) como que lo hubiera hecho sin pedir permiso y bendición a Ornar. Eso era imperdonable.

—Sólo hay un modo de hacerse perdonar lo que no tiene perdón —explicó Farid—, y es admitirlo desde el principio. La naturaleza humana es así.

—Malik ha obrado mal —dijo a Ornar—, rematadamente mal. Tú lo sabes, yo lo sé y él lo sabe. Él mismo me lo ha dicho por teléfono. No, no, tío, no lo digas, debería haberte llamado a ti. Pero ahí está el asunto precisamente; está demasiado avergonzado para hablar contigo.

Antes de acabar, Farid había conseguido que la acción de Malik, pese a estar totalmente desencaminada, pareciera haber sido resultado del tremendo respeto que sentía por su padre.

—Tenía tanto miedo de ofenderte, tío, que ha cometido una ofensa aún mayor. ¿Recuerdas el camionero que dio un volantazo para esquivar a un burro y chocó contra el Ferrari del príncipe Mubarak?

—¿Con qué me comparas, sobrino, con el burro o con el coche? —Ornar sonreía.

—Perdóname, tío, soy torpe con las palabras. Así que déjame preguntarte directamente: ¿Me permitirías que le dijera a Malik que le das permiso para llamarte y disculparse?

—Sí —contestó Ornar con un suspiro—. Sí, por supuesto. Pero primero cuéntame lo que sepas de esa mujer.

Farid actuó como un artista al escoger con esmero los colores, las zonas que destacar y las que oscurecer en el retrato de Geneviéve. Amira, que escuchaba tras la puerta, casi se convenció de que una católica parisina de moral relajada, cantante de cabaret, de veintinueve años, era en realidad una tímida joven virginal que se hubiera hecho monja de no haberse enamorado de Malik y adquirido un profundo interés por el Islam.

Así pues, se hallaban aguardando con impaciencia a los recién casados, disculpando lo insólito de la situación por el hecho de que Malik vivía en Europa, y donde fueres…

Con tanta rapidez y esfuerzos como habían puesto Farid y Amira, de pronto todo se vino abajo.

Como Amira supo más tarde, cuando ya todo el mundo hablaba de ello, el detonante fue un comentario del primo de Alí, Abdul.

—Así que ahora los Badir tienen a una celebridad en la familia.

—¿Qué quieres decir? —preguntó alguien. Todo el mundo dijo que fue el viejo amigo de Ornar, Fuad Muhassan, quien oyó el comentario.

—Pues que se trata de una actriz de cine —explicó Abdul—. Pensaba que todos lo sabían.

—No llamaría mentiroso a nadie —dijo el viejo severamente—, desconociendo los hechos. Pero conozco a Ornar Badir de toda la vida, y sé que no permitiría jamás que su hijo se casara con una mujer de esa clase.

—Como dice, desconoce los hechos —replicó Abdul con impertinencia.

—Joven, necesitas aprender a respetar…

—Señores, señores —intervino Alí, siempre diplomático—. No es más que un malentendido, eso es todo. —Sin embargo, ya había otros escuchando—. Mi primo está en un error —añadió—. La señora no ha aparecido jamás en ninguna película.

—Bueno —dijo Abdul, con aire de sentirse traicionado—, tuvo oportunidad de salir en una. Tú mismo me lo dijiste.

—Te lo conté en confianza, primo —dijo Alí con tono de reproche—. Es cierto que le ofrecieron un papel por su fama como cantante, pero lo rechazó.

Ahora, la mitad de los presentes escuchaba sus palabras, entre ellos Ornar.

—¡Una cantante! ¿Qué estás diciendo, Alí?

—Nada, suegro, nada —replicó Alí en tono de disculpa.

—Has dicho cantante. ¿Qué tipo de cantante?

Amira, que había notado el cambio de ritmo en la conversación, entró sigilosamente.

—No es nada —repitió Alí—. El tipo de cosas que hacen muchas jóvenes europeas mientras esperan encontrar un marido.

—¡Una cantante!

—Por favor, suegro, olvídalo. No es nada.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Unos amigos de París. —Alí parecía incómodo—. Pero no es nada, en serio. Sólo canta en los mejores locales, ni hablar de esas pequeñas y sucias boites. Mis amigos dicen que es muy buena, un auténtico pájaro. —Esbozó su famosa sonrisa—. Estoy seguro de que Malik ya te lo ha contado. Personalmente, te felicito por tu actitud liberal. Sé por mi propio padre que muchos hombres de tu generación…

—¡Farid! ¿Dónde está Farid? ¡Quiero saber la verdad de todo esto!

—Ha ido al aeropuerto —dijo alguien—, para recibir a Malik y a… Llegarán en cualquier momento.

—¡Bah! —Ornar echaba chispas. Todos los presentes comprendieron su apurada situación. Delante de todos sus amigos tendría que rechazar a la esposa de su hijo o bien permitir que una mujer de moral licenciosa, y para colmo infiel, entrara en su casa y en su familia.

Amira conocía demasiado bien a su padre para saber cuál de las dos opciones elegiría. Tenía que hacer algo.

—Padre —dijo acercándose a él—, sin duda debe de tratarse de un error. Se trata de otra persona, estoy convencida..

—¿Contradices a tu propio marido?:;

—No, yo…

—Esto no es asunto tuyo, jovencita. ¡Vuelve a tu lugar!

Amira se retiró en dirección a la cocina, junto con las demás mujeres que se habían escabullido para ver qué ocurría. No llegaron a su destino, pues en ese preciso momento Farid abrió la puerta principal y pidió la bendición de Dios para Malik y su esposa.

Geneviéve lo había intentado, pensó Amira, realmente lo había intentado. Llevaba abeyya y velo y caminaba detrás de Malik como una buena esposa. Pero su abeyya era demasiado parisino y, en lugar de disimular formas y ocultar, mostraba las curvas de su cuerpo, y un mechón de cabello se había deslizado bajo el borde del velo, lo que constituía una provocación tan descarada como llevar los brazos desnudos. Por si fuera poco, tenía la terrible costumbre de las mujeres europeas de mirar abiertamente a los hombres en lugar de bajar la vista recatadamente. Dados los comentarios que acababan de oírse, era lo peor que podía hacer. Ornar sólo necesitó unos segundos para tomar su decisión.

—¿Quién es esa mujer que traes a mi casa? —preguntó.

—Padre, es mi esposa —respondió Malik. Amira notó que su hermano sabía ya que no había remedio, aunque no el porqué. El rostro de Farid se había vuelto ceniciento. Geneviéve, que evidentemente no entendía el árabe, se limitó a mirar con asombro.

—Dime la verdad —exigió Ornar con la voz temblorosa—. ¿Es cierto que tu esposa canta delante de hombres en un lugar donde los hombres van a beber alcohol?

Malik miró a Amira de reojo. ¿Qué había salido mal? Amira meneó la cabeza, impotente.

—Sí—respondió Malik—. En Francia.

—Entonces que sea tu esposa en Francia. Aquí no es la esposa de nadie, ni en Al-Remal ni en esta casa.

Malik paseó la mirada por la estancia. ¿Se detuvo una fracción de segundo en Alí?

—Alguien ha envenenado tus pensamientos, padre. —También a él le temblaba la voz.

—Sí, y has sido tú. Has descuidado el deber de un hijo, me has mentido, me has deshonrado a mí y a toda tu familia. Sin embargo, eres mi hijo, de modo que te doy a elegir: Aleja a esa mujer y sigue siendo mi hijo o vete con ella y no vuelvas más.

Ambos hombres tenían el rostro blanco como el papel.

—Dios es uno —dijo Malik con total serenidad—, y mi esposa es mi esposa en todas partes. Si no somos bienvenidos aquí, no es necesario que nos ordenes marchar ni que temas que regresemos. Adiós, padre.

Malik dio media vuelta y condujo a Geneviéve hacia la puerta. Farid miró frenéticamente en derredor antes de seguirlos. Amira no daba crédito a sus ojos.

—¡No! —gritó, y aunque alguien le gritó a su vez, salió corriendo en pos de su hermano.

—¡Malik! —Su hermano y su cuñada se habían subido ya al coche—. ¡No sé qué ha podido ocurrir!

—Yo tampoco, hermanita, pero ¿te das cuenta? ¿Recuerdas lo que siempre te dije?

Amira no tenía la menor idea de qué hablaba.

—No os vayáis, todavía no —rogó Farid—. Quedaos en mi casa. Déjame que hable yo con él.

—No —dijo Malik—. Arranca el coche.

Amira se inclinó por la ventanilla para impedir que se pusieran en marcha.

Geneviéve, cuyo rostro rodeaban varios mechones rubios, se bajó el velo y, para sorpresa de Amira, sonrió.

—Tú debes de ser Amira —dijo en francés—. Tenía muchas ganas de conocerte. Pero al parecer… —hizo un gesto hacia la casa—, he venido en mal momento.

—Oh, Geneviéve, es horrible. Lo siento mucho.

—No es culpa tuya. Es la historia de mi vida. Causo una tremenda impresión allá donde voy. —Volvió a sonreír, pero con tristeza. Su expresión recordó a Amira la de Philippe. Se dio cuenta de que le gustaba aquella mujer. ¿Volvería a verla algún día?

—Vuelve adentro, hermanita —dijo Malik—. No te mezcles en mis problemas. Vámonos, primo.

Au revoir, petite soeur—dijo Geneviéve.

Finalmente partieron.

Amira contempló el coche hasta que desapareció de la vista. Los invitados abandonaban la casa como si huyeran de un incendio. Ella apenas los vio, apenas oyó las palabras de simpatía de las mujeres.

Tabriz, pensó. Tabriz y Karim.

Era todo lo que le quedaba.

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