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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 7

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Así fue: de un día para otro, Swanee se convirtió en otra persona para protegerse del hombre calvo que acudía cada noche a resollar sobre su cuerpo y la mujer que inmortalizaba su dolor en fotografías. Swanee apenas podía aclarar cómo sucedió. Lo único que conseguía explicar era que, justo cuando el hombre entró por cuarta vez en su calabozo, ella tuvo la sensación de que un ser invisible se había interpuesto entre los dos y una voz interior le había dicho: «Escóndete detrás de mí». De modo que Swanee se escondió detrás de Swanee, y el miedo se vio reemplazado por una sensación de vacío, llevándola a una especie de limbo entre la vida y la muerte que le impedía ser consciente de cuanto estaba ocurriendo. No era como ser alguien distinto, sino como no ser nadie en absoluto. No había sentimientos, no había sensaciones. Swanee veía cómo sucedían las cosas, cómo la mujer preparaba la cámara fotográfica, cómo la luz perfilaba dolorosamente el contorno de las cosas, cómo el hombre desnudaba su cuerpo velludo y obeso y se tendía con esfuerzo sobre ella, pero era como mirar a través de los ojos de otra persona. Sabía que su cuerpo seguía siendo el de una niña, pero su mirada era la de alguien que había vivido doscientos años entre las bestias, alguien que ya no podía esperar de sus semejantes mejor trato que aquellas violaciones sistemáticas a las que la sometían, como si ese fuera el precio que debía pagar por disponer de un rostro que franqueaba todas las puertas, incluso aquellas a las que era mejor no asomar nunca la cabeza. La mayoría de los psicólogos que la ayudaron a ingresar sin traumas en los primeros años de adolescencia se referían a aquella transfiguración bajo términos que no resultaban menos fantásticos: autohipnosis catatónica, disfasia, despersonalización... Pero, si bien Swanee sabía que desde la primera de las violaciones que sufrió se vio inmersa en los efectos de un profundo trauma, consideraba que este se debía al desgarro de verse arrebatada de su propio cuerpo y no al hecho de que aquel hombre se tendiera a jadear sobre ella. Uno no podía entrar y salir de su cuerpo sin que algo se resintiese en su interior, sin que la mente se desordenara o el alma exclamase: «Esto es el infierno, sacadme de aquí». Los médicos se equivocaban. Podía recordar cada segundo de los treinta y seis días que permaneció encerrada en la casa, y eso no hubiera sido posible si de veras, fuera consciente o no de ello, hubiese luchado con todas las armas a su alcance para impedir que aquella experiencia derrumbara su cordura. Sí: podía recordar aquello porque sus ojos lo habían visto todo, aunque no hubiera sido ella la que había recibido las heridas. Y desde luego tampoco precisaba de un espejo para saber quién había sufrido aquel calvario por ella: solo tenía que recordar su fiesta de cumpleaños, y a una niña altiva de cabello rojo que podía dinamitar la realidad que la rodeaba con el desprecio fulminante de su mirada.

Según Swanee, la otra Swanee se sacrificó para que no fuese ella quien sintiese el horror de aquellos treinta y seis días de vejaciones. Había aparecido de la nada, la había protegido con su cuerpo y había apretado los dientes mientras aquel tipo eyaculaba una y otra vez en ella, a la espera de que alguien llegase para salvarla. No permitió que sufriese, repetía Swanee. Fue así, no como lo contaron los médicos. Podía acordarse de cada detalle, hasta el último día de su cautiverio. Recordaba el estrépito de cientos de pisadas sobre las tablas de madera, recordaba que una luz que dolía le cegó los ojos, recordaba a una mujer que le cubrió los hombros con una manta y una voz que le dejó prendida al oído una frase que durante años seguiría oyendo una vez y otra en su memoria, mientras le buscaba las vueltas para saber dónde estaba el engaño: «No tengas miedo, cariño, no debes temer más, ya ha pasado todo, ya ha pasado todo, ya ha pasado todo». Recordaba la calle con sus árboles retorcidos, la verja de hierro y aquella bicicleta esquelética que apoyaba el costado en sus barras lanceoladas, mucho más siniestra ahora que no estaba la mujer de las prendas gitanas por ninguna parte. Recordaba los coches de la policía, recordaba haber visto su propio reflejo en la ventanilla de un vehículo, recordaba cómo su melena sucia perdía aquellos tirabuzones rojos y se alisaba de repente ante sus ojos, recobrando su esplendor de trigo, y cómo la mirada se le ensombrecía lentamente mientras su rostro emitía una luz distinta, igual que si acabasen de arrancarle una máscara. Recordaba que gritó entonces el nombre de su madre. Y mientras veía cómo la otra Swanee se diluía lentamente bajo sus propios rasgos, recordaba que pensó: «Es mentira. No ha pasado todo».

—No había pasado todo, claro que no —dijo Swanee—. Eso no era un final, sino un principio. Puede que saliese prácticamente indemne de aquel horror, pero eso se lo debía a la otra Swanee. Estaba en deuda con ella. Desde entonces, mi vida era responsabilidad suya, no había permitido que muriese a manos de aquellos hijos de puta, así que desde ese día no tenía más remedio que velar por mí. Si equivocaba los pasos, ella estaría allí para decirme: «No sigas adelante. Aquí está la traición, aquí está el dolor, aquí la trampa». Y así continúa siendo incluso ahora: la otra Swanee percibe la realidad por mí, con sus verdaderos colores, y yo solo tengo que apartarme del camino que sigo cuando ella advierte que estoy confundiendo los pasos —hizo una pausa antes de proseguir—. Sí, cariño, como si fuese mi ángel de la guarda. Igual que un gran talento, igual que una maldición. Aunque a veces preferiría haber muerto mil veces en aquella casa si eso significara estar libre de la obligación de hacerle caso.

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