Ama

Ama


II

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II

De todas las vidas que hubo entonces, yo solo estoy contando una concreta y, sin embargo, tengo la sensación de que en esa vida caben todas las demás. Se debe, en parte, a que en aquel tiempo todavía el mundo era sólido y los hechos eran previsibles como las estaciones del año. Era previsible que yo entrase a trabajar en la fábrica en la que trabajaba mi padre. Era previsible que me comprase un piso en el barrio. Y era también previsible que me casase y tuviese hijos. Sin embargo, nada de eso ha sucedido. En su lugar, tengo un perfil de Instagram con fotos de lugares exóticos, ochenta y siete matches en Tinder, y una novela que nunca logro acabar.

Mi madre sigue estable. A pesar de que todo ha cambiado, nada parece haber cambiado. Voy unos días a su casa, pero ella me dice que ya no hago nada allí, y por eso me he vuelto a Barcelona. Tras unos días en Bilbao, aprovecho para descansar, ir al cine, o salir de copas. Hago lo que siempre he hecho. Soy un egoísta. Quedo también con esa chica que conocí en Tinder. Me descongela el hielo del pecho. Me hace olvidar la muerte. Sencillamente, me gusta. A pesar de eso, cuando llega al restaurante en el que hemos quedado, escondo el segundo tomo de Knausgard, Un hombre enamorado, porque no es verdad que lo esté. Solo es el título de una novela.

Ahora que nos hemos sentado en una terraza, bajo el calor artificial de una estufa, y vemos a algunos turistas pasear a nuestro lado, me ha dado por pensar que hay un idilio entre el amor y la comida. Pasan a nuestro lado con helados de cucurucho que devoran. Prueba el mío, le dice la chica, y él pasa su lengua por el cono de su pareja. Están relajados, de vacaciones, y se saben enamorados. O eso parece, porque estando de vacaciones, se hace necesario al menos parecer enamorado, simular la ternura, fingir que se está disfrutando, porque eso de andar de morros con lo caros que son los viajes es una mala inversión. En fin, estén enamorados o no, seguro que lo parecen en Instagram, y eso es lo que cuenta. Caminan despacio hablando de comida. De postres, sobre todo. Como si quisieran masticarse lentamente en cada bocado de tarta. Viene el camarero, que es la tercera vez que se dirige a nosotros en inglés, y nos pregunta qué queremos de postre. Tiene acné y la mirada triste. Seguro que se imagina en otro lugar lejos de aquí. Yo sigo mirando a esa pareja que se aleja comiendo sus helados, despedazándose dulcemente, porque cuando se está enamorado sucede así. Y ella va y pide una mandarina de postre.

Follamos y nos despedimos. No le cuento nada de lo de mi madre, y ella tampoco me cuenta nada de su vida. Mejor así. Se llama Laia. Es de la parte alta de Barcelona. Su padre le ha regalado un piso, pero todavía lo está amueblando. Aquí la gente se regala pisos, como en mi barrio se regalan calcetines. Como el suyo está aún sin muebles, venimos siempre a mi piso. Yo también vivo en esa parte de la ciudad, pero soy un intruso. Le conté a mi padre lo que cuestan los pisos en el centro de Barcelona, y me preguntó si no creía que era mejor que me fuera a vivir a algún pueblo cercano. No supe cómo explicarle que no era conveniente. Fue mi madre la que desde el sillón se lo aclaró: «Lo que le pasa es que es un pijo». Mi madre me puso así en mi sitio. Seré su hijo, pero ya no soy uno de los suyos. Está orgullosa de que me gane bien la vida, y cree que es lo mejor que me podía pasar. Sin embargo, deja constancia de los hechos. Antes le llamaban a eso conciencia de clase; ahora no sé. No se lo rebatí, porque tiene razón. Imagino que habré perdido el instinto de barrio, pero que, al mismo tiempo, tampoco soy de la parte alta. Se me nota. No hay más que compararme con Laia. Ella pisa el Sutton como si fuese su casa. Conoce cada rincón, cada rostro, cada canción que pone el DJ. Yo, en cambio, piso las baldosas de esa discoteca como si fuesen trampas para cazar a los extraños. Es así como me siento en todos los sitios: como un forastero. Tanto en mi barrio, como en Barcelona, creo que soy un intruso; un impostor, en cierto modo. Los impostores pueden ser como el pequeño Nicolás, o como aquel otro que decía haber estado en un campo de concentración nazi y al que Javier Cercas dedicó una novela. Pueden ser así, o pueden ser como yo. Impostores que no lo son, es decir, impostores que creen serlo a pesar de que todo el mundo diga lo contrario. Uno puede desear ser otro, convertirse en ese otro a los ojos del resto de la gente y, en realidad, estar convencido de que les está engañando. Eso me sucede a mí. Cuando me pasa algo bueno, cuando me reconocen por algo que no tiene que ver con ese niño que era, me siento un impostor. Es como si suplantase la identidad de otro. Como si hubiera generado una gran farsa en torno a mi identidad. Es real: tengo una buena casa, viajo a lugares exóticos, me pagan un buen sueldo, y no me asusta usar los cubiertos en un restaurante caro. De algún modo, pertenezco a ese mundo que antes miraba desde el otro lado del cristal y, sin embargo, me siento un impostor. Me es indiferente que todos los que me rodean lo vean como algo objetivo. Dentro de ese traje, en una reunión con otros abogados, comiendo en ese restaurante de Vía Augusta, o tomando un café en el bar del AVE, solo estoy simulando. Eso pienso. No puedo evitarlo.

Soy un farsante porque mi lugar es otro. Eso pienso cuando estoy en casa de mis padres. Eso pienso, aunque ese lugar quizá ya haya desaparecido. Antes, cuando yo me parecía a mí, de madrugada llegaban a mi calle unos camiones llenos de productos gallegos. Venían de Galicia con pan, pulpo, o pimientos de Padrón. También traían tabaco. Mi abuelo lo compraba allí. Mi madre, fiel a su desconfianza, siempre pensó, sin fundamento alguno, que esos camiones traían la droga que intoxicaba a los hijos de las vecinas. Los emigrantes gallegos compraban sus productos en una lonja clandestina. Ahora, sin embargo, en esa lonja han instalado un DIA. Allí van los jubilados a hacer la compra. Los hay incluso que todavía compran en el Serco del barrio. Le llaman el Serco, pero ese ya no es su nombre. Ese supermercado lo adquirió una cadena internacional, pero a nadie le importa. En el barrio las cosas siguen teniendo el mismo nombre de siempre, es decir, tienen el nombre que se les dio en ese momento fundacional en el que los gallegos llegaron, porque antes no había nada; tan solo hierba y barro; tan solo campos yermos. Como los pioneros que colonizaron el Far West, los emigrantes colonizaron aquel barrio de pisos en construcción y solares vacíos. Fue entonces cuando, como en ese pasaje del Génesis, pusieron nombre a las cosas que les rodeaban. Por esa razón, el Carrefour se llama PRYCA, el DIA sigue siendo el Serco, y la Babcock & Wilcox siempre fue la Balco. Con las jubilaciones de la Balco, ahora los ancianos compran potitos para sus nietos. Pero mis abuelos hace tiempo que murieron. Mi madre recogió sus huesos hace unos meses, porque había finalizado el tiempo de la concesión del nicho municipal. No le he preguntado por las cenizas de los abuelos, ni tan siquiera hemos hablado de ellos, pero sé que mi madre se acuerda de la abuela, porque en el hospital, cuando está sedada, la llama en sueños. «Mamá-mamá», dice, pero mamá ya no está. Eso me sucederá a mí dentro de poco. Tomo conciencia de la soledad. Por primera vez en mi vida me hiere la soledad. Juro que nunca antes me había sucedido. Cuando la soledad hiere a un solitario es que algo grave está pasando. Mi madre pide por la suya en sueños, y prefiero no despertarla porque no sé si la abuela le contesta. Quizá sí lo haga, y quizá mi madre me conteste a mí también de aquí a un tiempo. Ojalá sea así.

La abuela vivía en casa y esperaba despierta a mi padre cuando este venía de trabajar de madrugada. Le hacía la cena a mi padre, porque mi madre madrugaba mucho y se acostaba muy temprano. No sé cuándo se veían mi madre y mi padre. Quizá por eso nunca les vi discutir. La abuela le hacía la cena a mi padre y le daba conversación. Hablaban de fútbol, porque a la abuela le gustaba el fútbol cuando casi ninguna mujer era aficionada. Adoraba a Butragueño, y mi padre a Michel. Luego, cuando el Depor subió a Primera, se hicieron del Depor; del Superdepor. Morriña. Tenían derecho a la nostalgia del que deja su tierra y no vuelve a ella. Mi padre se hizo del Depor con cuarenta y pico años, y mi madre le regaló una entrada para la final de Copa que su equipo jugó en el Bernabéu contra el Valencia. Un año atrás, precisamente contra el Valencia, había sido lo del penalti de Djukic. Arrieros somos. Mi padre fue a Madrid en autobús con una peña del Depor de aquí; de Barakaldo, o de Sestao, no lo recuerdo. Aquella noche cayó un diluvio sobre Madrid, y cuando faltaban diez minutos, e iban empatados, el partido tuvo que suspenderse por la tormenta. Como no paraba de granizar, el juego no pudo reemprenderse, y la final se aplazó. Tres días más tarde, los de la peña volvieron a Madrid para ver los diez minutos que quedaban. Al poco tiempo de reanudarse el partido, Manjarín bombeó un balón al área, y Alfredo remató con la cabeza en una postura parecida a la de la mano de Dios de Maradona. Gol. En el salón saltamos de alegría. Mis abuelos, mi madre y yo. Gol de Alfredo. ¡Gol! Lo canté hasta yo, que siempre he sido del Athletic de Bilbao. Lo cantó hasta mi madre, que es más del Athletic de Bilbao que yo.

Hoy, mientras Laia se ducha, he pensado en meterme con ella bajo el agua, pero me he quedado buscando la ficha del partido en Wikipedia. Jugaron por el Depor: Liaño, López Rekarte, Voro, Djukic, Ribera, Nando, Manjarín, Aldana, Donato, Fran y Bebeto. En la segunda parte salieron Claudio y Alfredo. Fue el 27 de junio de 1995.

Más tarde, Laia se ha marchado a su casa, y yo me he quedado solo. Me aburro en el piso y busco un plan mientras la noche entra por las ventanas. Sin embargo, no recibo mensajes en el Whatsapp. Tampoco de Laia. Algo no debe de funcionar. Voy al router, lo desconecto, y lo vuelvo a conectar. Lo hago una y otra vez. Como tampoco así soluciono nada, reinicio el móvil varias veces. Tampoco. Puede ser la fibra óptica, o que haya un fallo en la red de telefonía. Puede ser que le haya entrado un virus al smartphone; o que se haya colapsado la aplicación. O puede ser también que nadie me haga ni puto caso.

Una llamada al móvil me despierta del sopor. Mi padre me dice que mi madre ha tenido un derrame de líquido; que los pulmones se le han encharcado, y que la han ingresado de urgencia en el hospital. Es de noche ya cuando me lo dice. He mirado en el móvil para ver si salía algún vuelo a estas horas, pero no hay nada. Por eso he cogido el coche y he conducido hacia Bilbao. Es Sábado Santo, y la carretera está casi vacía. Llevo la radio puesta, pero no la escucho. Solo me acompaña su sonido. Acelero y manejo al volante como un autómata. A medianoche me detengo a echar gasolina en una estación de servicio cerca de Zaragoza. También me tomo un café y busco en la tienda algo para comer. Creo que un paquete de Filipinos como cena es una buena idea. 4,95 euros: ya les vale. Al volver al coche advierto que no llevo nada para escribir; ni ordenador, ni libreta. Por esa razón vuelvo a la estación de servicio y compro un bolígrafo de la Basílica del Pilar y un ridículo cuaderno con dibujos de Mickey Mouse, que es lo único que hay en la tienda parecido a mi Moleskine.

Debo de estar tan concentrado en mis pensamientos que en algún punto me equivoco de carretera. He abandonado la autopista de peaje. Los carriles se han estrechado. Me doy cuenta de que estoy conduciendo por una carretera nacional. No veo ninguna entrada a la autopista. Estoy cansado. Estoy triste y tengo hambre. Decido detenerme en un bar junto a la carretera. Está lleno de camiones. Mi padre dice que donde paran los camioneros se come bien, pero lo que quiere decir es que se come bien y barato. En el comedor se apilan los conductores de los tráilers que llenan el parking. Algunos salen de las duchas que debe de haber en los servicios. Todos cenamos solos contemplando la televisión. Son hombres fuertes, casi todos gordos, con aspecto tosco, algunos de ellos calvos y con tatuajes. Yo llevo una camisa de El Ganso, y unas New Balance. Comen, fuman y beben solos. Me siento junto a ellos. Pido una hamburguesa y una Coca-Cola. En la televisión, un partido de fútbol. Me recuesto en la silla y algo se me parte dentro. Lloro. Trato de ocultarme entre mis manos, pero alguien me ve. Retiro las manos de mi rostro y le miro. Es uno de ellos. Se ha sentado junto a mí.

—Ey, ¿qué pasa, hombre? —me dice con acento andaluz.

Hablamos no sé de qué. De fútbol. De sus hijos. De su exmujer, y de la camarera que nos mira desde la barra. Hablamos, y no recuerdo de qué. Es suficiente. Cuando me despido de él, le pregunto su nombre.

—Paco —me dice.

—Gracias.

Me despido de Paco, me levanto de la mesa y voy al mostrador a pagar.

Siempre que termino de tomar algo en un bar y veo la mesa sucia, me entra el mismo remordimiento. Cuando mi madre termina de tomar algo en un bar, siempre limpia la mesa, recoge los vasos y los platos y los deja en el mostrador. Siempre lo hace y, si tú no lo haces, ella nunca te lo recrimina. Mi madre recoge la mesa porque la camarera es como ella.

Las horas pasan lentas en la sala de espera. Abro la libreta y anoto la fecha de hoy. En ocasiones, siento que me aflige una extraña presión, que solo consigo paliar escribiendo. Es como si el aplastamiento de mi pecho solo se pudiera descomprimir soltando aire a través de las palabras que coloco sobre el papel. Como la válvula de una olla exprés que permite que esta no estalle. Así, muy lentamente, pongo una palabra tras otra, y la opresión va remitiendo. Sin embargo, existen algunos momentos en los que, aun existiendo la necesidad de escribir, la presión es tal que las palabras no me salen. Se quedan en la garganta, o en la punta de los dedos, o de la lengua, o donde quiera que estén las palabras antes de ser escritas. Eso me ha sucedido cuando he llegado al hospital y, mientras amanece, espero durante una hora a que los médicos terminen de atender a mi madre. He abierto el cuaderno que compré en la estación de servicio, y no he sido capaz de escribir una sola línea. Por eso, lo he dejado en la silla de la sala de espera y me he puesto a jugar al Candy Crush en el móvil. Se me ha acabado la batería del teléfono, y me he olvidado el cargador en el coche. Decido no ir a buscarlo al parking. Paseo dando vueltas por la sala de espera. Camino a lo largo; después a lo ancho; más tarde en círculos; y, por último, siguiendo la forma cuadrada de la estancia. Voy al servicio, y después me siento en una silla de plástico. Salen de boxes algunas enfermeras. También una doctora rubia, muy guapa; sin embargo, no advierto que lo es hasta días más tarde, cuando me la vuelvo a cruzar por el hospital. Después miro el móvil instintivamente, pero me doy cuenta de que está sin batería. He salido tan deprisa de Barcelona que no he traído ningún libro en la maleta. En cualquier caso, no sería capaz de concentrarme en la lectura. Leería un párrafo, y después tendría que volver a leerlo una y otra vez porque mi cabeza no estaría en el texto. Trato de dar con algo más liviano. Examino la sala en busca de un periódico o de una revista, pero no encuentro nada. En los hospitales de la sanidad pública no hay periódicos ni revistas. En los hospitales de la sanidad pública las habitaciones son compartidas, y los acompañantes dormimos en unos viejos sillones que te dejan la espalda hecha polvo. Paseo. Sigo paseando. ¿Qué hora es ya? Salgo también a la calle durante apenas unos segundos por miedo a que digan el nombre de mi madre a través de la megafonía. Familiares de… Son apenas unos segundos en los que noto el frescor del alba en la cara.

Ha amanecido y estamos ya en la habitación. Mi padre se ha ido a dormir a casa. Mi madre está sedada por la medicación. Extraños fluidos que circulan por conductos que se introducen en su cuerpo. También oxígeno, pero no el mismo que yo respiro. Es un oxígeno que brota artificialmente, y penetra en su nariz mediante una mascarilla. Mi madre y yo nos quedamos solos, pero la habitación está llena de ruidos. Son ruidos como los que hace una casa vieja cuyas maderas crujen en plena noche. El goteo, el oxígeno, el ritmo cardíaco que controla una máquina. Intento cerrar los ojos, pero me despierta el ronquido de la compañera de habitación. De pronto, oigo que mi madre intenta decirme algo. Me acerco a ella procurando no molestar. Susurro: ¿Qué quieres? Parece que el efecto de los fármacos está menguando, pero todavía está aturdida. O quizá esté soñando. Sí, eso es, está soñando. En su sueño parece estar organizando cosas de una mudanza. Pon eso allí, deja eso otro allá. Ella siempre mandaba. O no. No, no es eso. Está ordenando las maletas de las vacaciones. O algo así. Eso deduzco. Se queja del exceso de equipaje que llevamos. Eso logro descifrar de sus balbuceos. Acerco la oreja a su boca para tratar de oírla mejor, y es entonces cuando abre los ojos y me mira fijamente. ¿Se ha despertado? Me quedo mirándola, y ella me dice finalmente: «¡Pero adónde vas con todos esos libros!».

Cuando nos íbamos de vacaciones al pueblo, yo llenaba el coche de libros. Tardé años en encontrar las palabras. Mis padres se suscribieron a Círculo de Lectores con la esperanza de que esa cultura comprada a granel me hiciera alguien mejor. La cultura era algo físico: catálogos y paquetes con libros. La cultura entraba en casa con sello de Correos, ya que no se podía transmitir de generación en generación como sucede en la casa de Laia. La cultura se compraba a peso como se compran las cosas que no se tienen. La cultura se compraba como se compran las alubias. Entonces, antes de que llegase la crisis, todavía era posible ser mejor a través de los libros. Yo leía y veía películas compulsivamente. Así es como fueron surgiendo las palabras dentro de mí. Antes, sencillamente, no las tenía. A menudo hablar no es suficiente, aunque, también a menudo, las palabras sirven de poco. Suele sucederme así: cuando encuentro las palabras, ya es demasiado tarde. Por esa razón, escribo. Escribir es eso: tratar de atrapar las palabras que durante el día se me escapan.

Esos libros del Círculo de Lectores llenaban la biblioteca de la casa de mis padres, y yo me sentía a salvo entre ellos. Nadie los leía excepto yo. Mi madre pedía silencio para que pudiese leer, mientras ella leía a mi lado la Pronto. Mi mundo eran los libros y las películas. Después vinieron otras cosas, pero primero fueron los libros y las películas. Quería vivir en ellos; ser como esos actores sofisticados que beben cócteles, y escuchan jazz. No quería, por el contrario, que la banda sonora de mi vida fuesen Juan Pardo y Manolo Escobar. Quería coger un taxi, beber buen vino, saber utilizar los cubiertos, o ponerme un traje sin que pareciera un disfraz. Quería, en el fondo, dejar de parecerme a mí.

Otra noche en el hospital. Intento dormir. El médico que ha atendido a mi madre me habla de la gravedad de lo que le ha sucedido. Me dice que será corto; que será cuestión de meses. Habla de su muerte como si fuese algo normal. Habla de la unidad de cuidados paliativos. Se le nota que está acostumbrado a ello. Asiento, y le doy la mano. La luz del día ya entra a través de las ventanas. Estoy cansado. Huelo a sudor. Me pesan los párpados y los zapatos. A través de ellos se filtra el dolor. Por eso, decido acercarme a la máquina de café. Camino por el pasillo estirando los músculos. Setenta céntimos. Introduzco las monedas y espero a que el vaso se llene. Contemplo el anuncio que decora la máquina. Café Fortaleza. Yo con mis problemas, y ese capullo de Jaime Cantizano sonriéndome con una taza humeante de café en la mano. Cabronazo, le digo en voz baja, mientras el líquido cae en el vaso de plástico.

Me tomo el café mientras mi madre sigue balbuceando en sueños. Me escribe Laia, y yo cierro los ojos, y repaso su cuerpo. Su cadera desnuda que, al trasluz de la claridad que entra por la ventana, es la única frontera dentro de la cual quiero estar.

Cada vez paso más tiempo en el aeropuerto. Cada vez mi corazón se parece más a un aeropuerto vacío. Trabajo unos días en Barcelona y, en cuanto puedo, cojo un vuelo a Bilbao. La primera vez que viajé en avión fue con veinte años. Después, cuando comencé a trabajar, lo empecé a hacer con asiduidad. Al principio, pasaba los controles de seguridad con torpeza, formando cola, poniendo nervioso a los ejecutivos más expertos. Pero poco a poco fui adquiriendo agilidad. En junio era un universitario que se vestía con camisetas de grupos de punk, y en septiembre un abogado de un reconocido bufete de Madrid. Mi madre me acompañó a comprarme trajes y camisas, pero nadie me enseñó a hacerme el nudo de la corbata. Mi madre no sabe hacerlo, y mi padre tampoco. Mi padre tiene una corbata en su armario. Una corbata que se puso en alguna boda, o en algún bautizo, y que ha dejado con el nudo hecho para así no pedirle a nadie que se lo vuelva a hacer. Yo pensé en hacer lo mismo que él, pero pronto me di cuenta de que, al llevar corbata cada día, el nudo acabaría deshecho, irreconocible, como si le hubiese pasado un tractor por encima. Por eso, el día antes de comenzar a trabajar en aquel bufete de Madrid, un amigo vino a mi casa y me dejó el nudo hecho. Después, fui aprendiendo; hoy lo hago maquinalmente; sin pensar en cómo lo hago; como cuando monto en bicicleta; como cuando paso el control del aeropuerto; como cuando respiro mientras duermo. Pero esto es ahora. Antes no era así. Antes mi madre me acompañaba a elegir las camisas, y mi amigo me hacía los nudos de las corbatas. Antes mi madre me observaba orgullosa cuando salía del probador de Cortefiel, porque era un traje para trabajar, y no un traje que uno vestiría en una boda. Le decía a la dependienta que eran trajes para «el trote». Trajes que se iban a desgastar de llevarlos puestos todos los días, de arrastrarlos por estaciones y aeropuertos, de sentarse en las sillas de una sala de reuniones. Eran de esos trajes, y no de los otros. Eran trajes mates que se conjuntaban con camisas blancas o azules. No eran trajes de boda. No eran de aquellos otros trajes brillantes que llevaban los horteras en los bautizos. Yo no los iba a llevar. Yo no iba a llevar camisas negras y corbatas moradas. No iba a llevar una corbata verde como las que llevan los empleados de Europcar, o una camisa de rayas como los cajeros de Mercadona. Yo, según mi madre, debía ser como esos señores para los que ella trabajaba. Debía ser como ellos, pero votando al PSOE, tratando bien a la gente, no olvidando de dónde soy, pagando impuestos, apadrinando niños, siendo humilde y decente, y nunca un hortera. No podía comprarme un BMW, ni un Mercedes, ni tan siquiera un Audi. No podía ir a esquiar. No podía casarme con una chica con pendientes de perlas. No podía ganar demasiado. No podía hablar de dinero. Podía hacer lo que me diese la gana, pero no podía ser un capullo.

Recuerdo la tarde en que me fui a Madrid. Recuerdo que una amiga me vino a buscar a casa de mis padres, y que cargamos los trajes en su coche. Y recuerdo a mi madre mirándome desde la ventana. Todavía me giro para ver si mi madre me observa desde la ventana. Hasta hace poco lo hacía. Ahora, sin embargo, cuando no está en el hospital, está tan cansada que no tiene fuerzas para levantarse de la cama. Yo me giro para verla en la ventana, pero ella nunca está.

Se asomaba a la ventana cada vez que yo iba y venía de Madrid, o de Barcelona. Nuestra vida en común era eso: ir y venir. Durante ocho años fue así. Ocho años en los que apenas estuve con ella. Nos veíamos unos días, y después yo me marchaba. Me tenía que ir a trabajar, o de vacaciones a algún lejano país o, simplemente, a estar en mi casa descansando. Yo tenía una vida propia. En contra de lo que muchos puedan pensar, también tienen vidas propias los que, como yo, no tenemos hijos. Esas vidas también cuentan, pero no todo el mundo lo entiende. Por eso, seguro que la gente le preguntaba a mi madre por mí, y ella me defendía: es que trabaja mucho. Seguro que me defendía así y, a lo mejor, lo que yo hacía mientras era emborracharme en algún bar de Malasaña, o de Gracia. Pero de vez en cuando, una vez al mes quizá, volvía a casa de mis padres. Nos juntábamos en Bilbao, o en el pueblo, pero al poco tiempo yo me tenía que ir. Creíamos que era tan solo algo temporal, que mi padre y ella se vendrían a vivir a Madrid, y más tarde a Barcelona, pero eso nunca llegó a suceder. No sucederá tampoco en el futuro. Lo provisional se ha convertido en definitivo.

Durante ocho años esa fue nuestra vida. No fue otra. Podría haber sido distinto, pero tuvo que ser así. Solo fui capaz de eso. Sencillamente, había sucedido sin que nos hubiéramos dado cuenta. Era toda la realidad que fuimos capaces de darnos. Apenas unas semanas al año en las que poníamos al día, o hablábamos de cosas intrascendentes. También, es cierto, nos llamábamos cada día por teléfono. A menudo, nos llamábamos varias veces a lo largo del día. Bastaba con oírnos la voz, saber que estábamos bien, pero, al final, siempre nos pasábamos horas al teléfono. Otras veces, cuando conseguía entenderse con el iPad que le había regalado, hablábamos por Skype, y entonces yo le enseñaba las cosas que había comprado para mi nueva casa. Le enseñaba las plantas, los muebles, la barbacoa, las corbatas, el sillón nuevo, y ella me hacía preguntas, y me daba consejos.

A ella le habría gustado que hubiera vivido más cerca, pero anteponía siempre mi felicidad a la suya. En eso creo que consiste la generosidad más auténtica. Por eso, puedo afirmar que nos queríamos de la mejor forma posible. No existía el deber, ni el pecado. Tampoco la codicia, ni la posesión. Tan solo existía el amor. Tan solo era eso.

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