Alma

Alma


IX. Alma en la oscuridad

Página 20 de 58

—Darnell… —balbuceó Sara.

—Mientras se tengan el uno al otro —añadió Alma—, mientras se quieran… lo que ha ocurrido no se repetirá. No lo olviden nunca. Recuerden esto: nada real puede ser amenazado.

Entonces Sara olvidó el dolor de su cuello y se lanzó a los brazos de su marido. Él la recibió, desnudo como estaba, y la estrechó entre sus enormes brazos los mismos que unos instantes antes habían intentado estrangularla.

Pete se llevó una mano a la boca, aguantando una explosión de emoción. No comprendía muy bien lo que había pasado, pero acababa de ver a un hombre poseído recuperar la cordura como si lo hubieran devuelto a la realidad de un guantazo, y sobre todo… sobre todo había visto a la doctora Chambers flotar en el aire, ¡aunque hubiera sido por unos segundos!, para caer sobre la cama, como si pesara apenas unos gramos. Y eso… eso era mucho, demasiado para su mente adiestrada para encajar y comprender una realidad determinada, con unas leyes físicas que podían establecerse, explicarse y comprobarse.

Y estaba aquella sensación de frío intenso.

O mucho se equivocaba, o estaba comenzando a desaparecer.

—Darnell… —decía Sara entre sollozos.

Andrew seguía sujetando a la doctora, visiblemente conmovido. Ella hizo un gesto con los brazos para desasirse.

—Estoy bien, Andrew, por el amor de Dios.

—Lo siento, doctora.

—Una cosa más, querida —dijo Alma extrayendo una pequeña tarjeta de su cartera. La levantó con dos dedos para ponerla delante de los ojos de Sara y esperó a que la cogiera—. Este hombre puede ayudarlos a superar lo que viene ahora, ¿de acuerdo? Es un magnífico profesional en su campo, muy bueno en lo que hace.

Sara asintió.

—Bien. Ahora los dejaremos solos —añadió Alma—. Tienen que estar juntos un rato. ¿Quiere hacerme un favor, querida?

Sara abandonó los brazos de su marido para mirarla. Incapaz de decir nada por el momento, asintió torpemente con una sonrisa de franca gratitud en el rostro.

—Ese libro que leía su marido, deje que me lo lleve.

Sara asintió enérgicamente.

—Y otra cosa, querida —continuó la doctora con gesto grave—. Por lo que más quieran, no vuelvan a tocar ese tablero. Nunca jamás de los jamases.

El interior del vehículo era cómodo y agradable, y sobre todo, seco. Pete se había dejado caer en el asiento. Después del shock emocional, su mente empezaba a tejer preguntas.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? —preguntó al fin.

Alma inclinó ligeramente la cabeza.

—Aún no estoy muy segura —contestó—. Tengo que… dejar que haga poso y ver cómo se siente.

Pete no estaba muy seguro de qué quería decir.

—¿Siempre es así? —preguntó al fin.

Andrew, que mantenía las manos en el volante, como tomándose unos minutos antes de arrancar, negó con la cabeza.

—No. Esta vez ha sido… Bueno, estas últimas veces están siendo especiales.

—Ah, sí —asintió Pete—. Lo mencionó antes, creo.

Negó con la cabeza, ceñudo. Andrew lanzaba miradas furtivas a la doctora por el espejo retrovisor. Pete supo interpretar que estaba preocupado por ella.

—Pero… ¿ya está? ¿El caso está cerrado? —preguntó—. ¿Vamos a dejar a ese hombre con ella? Ha estado a punto de matarla. ¿Cómo sabe que… no ocurrirá más? ¿Cómo sabe que lo que sea que lo afectaba no volverá a ocurrirle?

Alma suspiró con suavidad.

—No pasará otra vez —contestó. Se pasaba la mano por la frente como si estuviera aquejada de un severo dolor de cabeza.

—Pero… ¿cómo puede saberlo? Creo que deberíamos llamar a la policía y que ellos se ocupen de…

—No —lo cortó Alma—. Lo que sea que estaba actuando en esa habitación no está preparado. Aún no. Ahora me han visto, y no les gusto. Ese hombre no les interesa, no es nadie, tan sólo tuvo la mala fortuna de estar llamando al timbre cuando ellos abrían la puerta.

—¿Qué ellos? —preguntó Pete—. ¿Qué ha visto?

—Aún no lo sé —respondió Alma.

—¿Qué puerta?

—Es un símil, querido —respondió, paciente, la doctora.

—¿Preparados para qué?

—No lo sé.

—¿Y la tarjeta que les ha dado? ¿Un psicólogo quizá, un compañero suyo?

—No es de un psicólogo —respondió Alma bajando la voz, como si de repente el cansancio estuviera venciendo toda su resistencia—. No es por lo que ha pasado. Es sólo por… el motivo por el que el marido de esa mujer sintió la necesidad de leer el libro en primer lugar.

Pete parpadeó, confuso.

—Oh, está bien —dijo al cabo, resoplando—. Como quiera. Usted tiene más experiencia que yo. En cuanto a eso, me parece que tengo bastante material para toda una vida. Estoy empapado, he visto a un hombre desnudo volverse loco, a una mujer volar por los aires, y quiero acostarme.

Andrew soltó una pequeña carcajada.

Ir a la siguiente página

Report Page