Alicia

Alicia


Capítulo 1

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Alicia salió a la terminal del aeropuerto junto a sus compañeros de la tripulación y enseguida vio a Roberto, su marido. Aceleró un poco el paso para alcanzarlo. El poco peso de la maleta no le impidió dejar atrás a los demás. Le abrazó y le besó. Enseguida sintió la fuerza de sus brazos sujetarle la espalda y estrecharla. Oyó a sus compañeros bromear sobre ello mientras sus labios aún estaban pegados.

Roberto la cogió de la mano y la llevó al coche. Comentaron el viaje. Tres días sin verse. ¡Le había echado tanto de menos! En unos minutos llegaron a casa. Estaba cansada tras un trayecto tan largo. Fue directa al dormitorio. Necesitaba una ducha. Se quitó la ropa y fue al baño. Cuando entró vio a Roberto esperándola, desnudo. La bañera estaba llena y un montón de velitas aromáticas iluminaban la estancia.

—¡Roberto, es tan…!

—¿Romántico?

—Y sexy —continuó mirando hacia la parte de su anatomía que más le gustaba.

La ayudó a entrar en el agua y luego entró él. La mimó, la besó y la acarició hasta casi hacerla hervir de deseo. Paseó las manos por sus pechos. Los pezones se irguieron y separó las rodillas para él.

—No me hagas esperar más o me dormiré aquí mismo —susurró cuando sus dedos alcanzaron la vulva.

Gimió al sentirlo en sus pliegues íntimos, explorándola y volvió a rogarle que la sacase de allí.

Se secaron y, ya en el dormitorio, se dejó llevar. Se tumbó bocarriba y le esperó ansiosa. Le contempló acercarse hasta quedar entre sus piernas. El glande le rozaba suavemente, duro y terso. Grueso y caliente. Alargó las manos para tocarle. Roberto cerró los ojos sintiendo sus uñas recorrer cada milímetro del miembro. Ella la apuntó a la entrada. Se miraron. Entró en ella suavemente, sin más preámbulos. Ella le recibió. Cerró los ojos y soltó todo el aire de sus pulmones al sentir su peso sobre el abdomen. Susurró en su oído y gimió.

—¡Oh, cariño!

Le mordió la oreja y le besó. Las lánguidas caricias lo enervaban y lo sabía. Le rodeó la cintura con las piernas para tenerle más adentro.

—¿Estás bien ahí?

—No imagino un lugar mejor donde estar. ¿Y tú?

—Me estoy derritiendo.

—Quiero sentirlo.

—¿Y tú?

—Después de la señora.

Sus labios, sus besos, sus caderas la llevaron a la meta en unos minutos, justo antes de inundarse de él.

Ni siquiera se dio cuenta de que se levantaba de la cama y la dejaba sola.

Oyó a Roberto terminar de arreglarse para ir al trabajo. Le tocaba turno de noche en el hospital. Pasaría la noche sola, como tantas otras, pero al menos había tenido una bienvenida más que agradable. Roberto siempre la sorprendía, de una manera u otra. A ella le gustaban sus juegos y, además, ¡siempre era ella quien salía ganando!

Su marido entró en el dormitorio ajustándose el nudo de la corbata y se acercó a la cama. Alicia se había puesto su pijama corto de raso y las gafas. Estaba preciosa así, recostada sobre el cabecero, con el libro electrónico en las manos.

Se inclinó para darle un beso de despedida. Ella respondió al beso con calidez, sujetándole la cabeza con las manos como si no quisiera dejarle ir.

—Va a ser una noche muy larga.

—Espero que, al menos, no tengas muchas urgencias. Mañana, cuando vuelvas, estaré aquí.

—No sabes cómo me fastidia no poder quedarme.

—Lo sé. Vete ya. Tus enfermos te necesitan más que yo ahora.

Oyó la puerta y las dos vueltas de la cerradura. Pensó que la dejaba encerrada en su celda de la más alta torre del castillo y volvió a la novela romántica que tan intrigada la tenía. No podía quedarse dormida sin saber si, al final, el apuesto caballero rescataba a la doncella. Aunque presumía que sí, lo interesante era cómo lo fuese a hacer. Quizá hubiera un final feliz para ambos porque esa novela en concreto no se limitaba a besitos y carantoñas. La autora no había tenido remilgos en describir ciertas tórridas escenas que la habían llevado a pensar en su marido en varias ocasiones.

Continuó con la lectura mientras oía el coche salir al tráfico en la cálida y silenciosa noche de verano. El galante caballero se había colado por una puerta secreta de la muralla y había esquivado ya a varios guardias. Sorprendió a dos sirvientes en medio de sus escarceos amorosos y se entretuvo mirándolos sin que le vieran, como un vulgar

voyeur. Si no hubiera sido por los puros deseos de justicia hacia el malvado señor que retenía a su amada, podría haberse unido fácilmente a la orgía. Alcanzó su alcoba con cierta facilidad. La chica dormía. Contempló su belleza y la despertó con un beso. Ella se asustó y quiso gritar pero él la acalló con sus labios. Y así habrían seguido, si no hubiera sido por el grito de alarma que se alzó en la noche. La arrastró tal como iba, con su camisa de dormir y su pelo suelto. Les persiguieron. A punto estaban de darles caza mientras las saetas volaban a su alrededor. No había más salida que saltar al foso. Ella, asustada y emocionada, se dejó abrazar y cayó con él perdiéndose en la oscuridad. Esquivaron a sus perseguidores escondiéndose entre los juncos y, por fin, empapados y exhaustos, pero libres, se abrazaron sobre la hierba.

Ahí empezó lo bueno. La doncella le amaba y él no necesitó seducirla. La escena se volvió más y más tórrida. Rodaron el uno sobre el otro. Alicia ni se dio cuenta de donde tenía la mano que no sujetaba el lector. Cerró los ojos e imaginó a su caballero Roberto, quitándole la camisa de dormir, poseyéndola con fuerza y gallardía hasta hacerla gritar de placer aun a riesgo de llamar la atención de unos perseguidores cuyos caballos se oían en la lejanía. Acababan de rescatarla de una infame prisión y su libertador no merecía menos que su total entrega.

Entonces oyó el ruido de los arbustos y, casi al mismo tiempo que abría los ojos, un desconocido vestido con un traje un tanto estrafalario se coló por la ventana de su dormitorio gritando y pidiendo disculpas.

—¡Lo siento, lo siento! ¡Debe ser así! ¡No hay otra salida, no!

Alicia sacó la mano de debajo del pantaloncito de raso y gritó. El dispositivo de lectura voló a la alfombra. El desconocido cruzó la habitación y salió al pasillo. Ella lo llamó a gritos. Oía sus pasos. Se levantó a toda prisa y lo siguió. No había salida, la puerta de la entrada estaba cerrada con dos vueltas.

Encendió la luz del pasillo. No había nadie. Al fondo estaba la cortina que separaba la clase turista de la zona de la tripulación. A su alrededor tres filas de asientos. Parpadeó. Aquello era increíble. ¿Dónde estaba? ¿En su casa? ¿En uno de los aviones en los que volaba habitualmente?. Sacudió la cabeza. Avanzó. Tampoco por allí había salida. Descorrió la cortina. Nadie. Tan solo la puerta de uno de los armarios inferiores entreabierta. Se asomó. Había un precioso jardín al otro lado. Parpadeó y movió la cabeza. Flores y árboles se distribuían de manera geométrica dando una sensación de orden y belleza que le recordaba a los jardines de Versalles.

Había una bolsita de terciopelo en el suelo. Separó los cordeles que la cerraban y dejó caer su contenido con cuidado en la pulida y brillante encimera. Era un dedo, rechoncho y blando, ligeramente curvado. Alicia gritó y lo soltó asustada. El dedo rebotó en el suelo. Se agachó para recogerlo cuando se dio cuenta de que no era un dedo de verdad sino una imitación casi perfecta. No supo dónde había presionado para que aquello se pusiera a vibrar «¡Dios, un vibrador!», pensó. Había también una nota. La leyó y abrió los ojos de par en par.

«Póntelo entre las piernas y podrás seguirme, pero no llegues al orgasmo o todo estallará»

Miró el dedo vibrador. Pulsó varias veces en la primera falange y consiguió que parase. Volvió a leer la nota. Se asomó por la cortina. No había nadie. Ella no era ninguna remilgada y no era tampoco la primera vez que usaba un cacharrito de aquellos para paliar las ausencias de Roberto. Movió el dispositivo y se percató de que, como si de un dedo natural se tratase, la curvatura podía variarse a voluntad. ¿Qué podía perder? ¿Qué daño hacía? Con cuidado se lo colocó ajustando la curvatura a su anatomía, con aquella primera falange prácticamente encima del botoncito más peligroso. Pulsó de nuevo y sintió la ligera vibración. El mecanismo quedaba prácticamente incrustado en su grieta íntima, escondido tras el cuidado jardín que la rodeaba.

En unos segundos todo se fue haciendo mayor. No. Era ella la que menguaba a medida que el dedo le proporcionaba un placer exquisito. Rápidamente se lo sacó y en segundos recuperó su tamaño original. ¡Joder, era increíble! Había disminuido de tamaño casi dos palmos en menos de dos minutos. Observó el dedo, estaba mojado y la culpable era ella. O de su esposo, por ausentarse.

Ahora que ya sabía cómo funcionaba aquello volvió a alojarse el dedo de silicona entre las piernas y lo conectó. Era agradable. Mucho. Sonrió. Más que el que guardaba bajo su ropa interior.

Apretó los muslos para retenerlo. El placer aumentó. Vio crecer todo a su alrededor sin dejar de mirar la portezuela del armario. Lista para colarse dentro cuando tuviese el tamaño necesario. Se humedeció y temió lo peor. ¡Oh, dios mío! Lo vio venir. No podía dejar que sucediese o… Dio un paso dentro del armario. Todo se oscureció. No había jardín al otro lado. ¿Qué estaba pasando? Llevó una mano a su entrepierna y otra a su boca para acallar el gemido. El dedo seguía ahí y también menguaba como ella. Se movía. Sus falanges vibraban y se adaptaban a ella en una caricia que no podía soportar. Si se lo quitaba crecería y… Si lo dejaba allí unos segundos más…

No tuvo tiempo. Todo estalló en mil chispas de colores a su alrededor mientras una desconocida sensación de bienestar la inundaba y la hacía agitarse. Caía y a su alrededor el mundo fue adquiriendo color de nuevo. Buscó bajo el pantalón del pijama y consiguió quitarse aquel artilugio. Su tamaño aumentaba lentamente y, sin embargo, su velocidad de caída disminuía. Ya no se precipitaba, ahora el descenso era más pausado. El suelo se acercaba más lentamente.

Distinguió árboles, césped, un estanque… ¡Joder, iba derecha hacia allí, hacia el puñetero estanque! Distinguió gente que la miraba, que señalaba en su dirección y que reía. Pensó que, si su descenso se iba haciendo más pausado, quizá hubiera suerte y se posase suavemente en la hierba. Fue un pensamiento tonto porque la masa de agua crecía bajo sus pies. ¿Una ráfaga de viento tal vez? No había viento. ¿Y si nadaba en el aire o intentaba caminar?

Agitó las manos y los pies. Nada, no funcionó. El chapuzón fue inevitable y, ante la mirada divertida y las risas de los asistente a lo que parecía una fiesta, acabó sentada dentro del estanque, con el agua a la altura del pecho. Observó las ondas producidas por su cuerpo llegar hasta la orilla y a la gente que esperaba. Al menos el estanque no era demasiado profundo.

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