Alicia

Alicia


Capítulo 4

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Vio alejarse el vehículo con el que Alonso la había llevado hasta el cruce y estuvo mirando el polvo levantado hasta que el ruido del motor se apagó por completo. El pueblo se veía ladera abajo, a poco más de un kilómetro siguiendo el camino donde ella estaba hora, de pie, sola de nuevo. No era grande y más que un pueblo parecía una acumulación desordenada de casas entre las que cruzaba una carretera. Dejó caer los hombros, soltó el aire y comenzó a caminar hacia la primera casa donde pudiera pedir ayuda. Quizá tuvieran teléfono. Quizá le pudieran decir dónde estaba exactamente y cómo volver a casa antes de que volviese Roberto del trabajo.

Unos diez minutos cuesta abajo pudo distinguir las figuras de dos chicas tendiendo ropa en una larga cuerda colocada entre dos árboles. Aceleró el paso hasta estar casi a su altura y se paró. Ellas la ignoraron. Podría ser que no la hubieran visto. Miró hacia atrás y pensó que no, que era difícil no haber visto venir a alguien que hubiera seguido que ella había bajado desde la colina.

—¡Hola! —saludó desde una distancia prudencial—. ¿Podríais ayudarme?

Ellas la miraron, se miraron entre ellas y sonrieron.

—Supongo que podríamos, pero aún no sabemos por qué deberíamos hacerlo —dijo una de ellas, la morena.

—Además, tenemos trabajo. ¿No lo ves? —añadió la otra, la de pelo castaño y corto.

—Tengo hambre y sed. He caminado mucho y estoy cansada.

—Hay una posada un poco más adelante.

—No tengo dinero.

Las dos muchachas la miraron de nuevo de arriba abajo. La verdad era que su aspecto no era el mejor.

—¿Eres una pordiosera?

—¡No! Me llamo Alicia y soy… —Dejó la frase sin acabar. No tenía ni idea de lo que decir— Un chico, Alonso, me trajo hasta allí arriba con su…

—¿Eres amiga de Alonso? —interrumpió la del pelo corto—. ¡Haberlo dicho, mujer! Anda, ven. Acércate. Yo soy Bea y esta es mi compañera, Berta.

—¿Conocéis a Alonso?

—¡Claro, aquí todo el mundo conoce a Alonso, el pastor! —declaró Bea.

—De echo —continuó la otra—, aquí todo el mundo conoce a todo el mundo.

Luego le tendió la mano para que la siguiera y la llevaron por una puerta hasta la casa. Se sentaron en la mesa y le ofrecieron algo de beber. Se conformó con un poco de agua. Ellas insistieron en que comiera un par de bollos. Aceptó y y en ello estaba cuando vio por el rabillo del ojo que ambas la miraban con curiosidad y reían por lo bajo.

—¿Pasa algo?

—No. Nada. Es que Berta dice que tienes las tetas minúsculas.

—¿Se puede saber qué manía tiene aquí todo el mundo con las tetas? ¿Qué les pasa a mis tetas?

—Pues eso, que son minúsculas. Las mujeres de por aquí las tienen todas más…Normales —explicó Berta.

—Querrás decir más grandes —corrigió Bea.

—Bueno, a lo mejor a su marido le gustan así de…

—¡Mis tetas no son pequeñas!

—¡No, no, claro! Mira, podemos hacer una cosa —dijo Berta cambiando de tema—. No puedes sentarte a la mesa en las condiciones en las que vas. Lo mejor será que te des un baño y te pongas ropa limpia antes de comer.

—Pero… No tengo nada con qué…

—Eres amiga de Alonso. Además, has dicho que nos ayudarías.

—De acuerdo entonces.

La llevaron por una escalera hasta un dormitorio.

—Ahí está el baño. ¿Quieres que nos quedemos? Podemos ayudarte con el baño —se ofrecieron casi a coro.

—Bueno, gracias, pero no será necesario. Podré yo sola.

—Bien, como quieras. Te esperaremos aquí. Buscaremos algo de ropa para ti.

Alicia se quitó la ropa delante de ellas. Le daba un poco de vergüenza que vieran los andrajos que llevaba puestos. Ellas sonrieron al verla completamente desnuda

—Eres muy hermosa —dijo Bea.

—Ya. Gracias. Pero tengo las tetas minúsculas, ya lo habéis dicho antes —dijo con cierto sarcasmo.

—Pero, a pesar de ello, eres muy hermosa —repitió cuando ella ya estaba cruzando la puerta.

Se dejó inundar por el agua caliente de la ducha. Cerró los ojos mientras se daba jabón por cada centímetro de su cuerpo. Quizá se entretuvo un poco más entre las piernas recordando a Alina, y a Alonso… Abrió los ojos de repente. Le pareció ver las cabezas de Bea y Berta asomándose entre la bruma de vapor que había llenado la estancia.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Berta.

—No. Gracias. Enseguida termino —dijo ella con tono seco para que se dieran cuenta de que le molestaba que la estuvieran espiando mientras se duchaba.

Sin embargo, no pudo evitar que acudieran a secarla primorosamente. Las dejó hacer. Se dejó llevar de nuevo al dormitorio y ambas recorrieron su cuerpo quitando cada gota de humedad de su piel. Parecían niñas jugando con ella. Berta le había preparado unas braguitas y un sujetador. Pensó que sería grande y no se equivocó. Los pechos flotaban dentro de las copas pero menos era nada. El vestido, al menos, le iba mejor tras ajustar el estrecho cinturón que lo ceñía a su cintura.

—Ya está. Ahora podemos bajar a comer. Al señor no le gusta esperar.

—¿El señor?

—Sí, el señor. Le hemos dicho que estabas aquí y nos ha rogado que te hiciéramos un sitio en la mesa con nosotros. Eres nuestra invitada, ¿no?

Bajaron hasta la cocina y le dieron una perola y un cazo. Ellas llevaban bandejas y cubiertos.

Al llegar al comedor casi se le cae la sopera. El señor era un apuesto joven cuyos ojos la miraban con cierto aire de inocencia. En su mirada había algo de tristeza, o eso quiso ver ella.

—Esta es Alicia. Es nuestra invitada.

—Hola, Alicia, veo que Berta y Bea la han vestido como se merece. Yo soy Gabriel. Está usted preciosa.

—Gra… Gracias —balbuceó ella dejando la perola en la mesa—. Su voz le pareció varonil e intrigante al mismo tiempo.

Se sentaron. Berta y Bea sirvieron sopa y todos comieron en silencio. Luego, Berta salió para traer el segundo plato: un asado que olía de maravilla y que ella devoró como si no hubiera comido en meses. De cuando en cuando, desviaba la mirada para observar a su anfitrión. No conversaron mucho, pero a Alicia le siguió pareciendo que tenía una sonrisa triste y una voz que resonaba en sus oídos como música. Bea y Berta, por el contrario, estaban de lo más parlanchinas y alegres. Gesticulaban y parecían alegrarse de su presencia en la mesa a pesar de la frialdad con que la habían recibido.

Bea fue a buscar los postres. Frutas variadas y dulces que Alicia probó con cierto reparo tras los últimos acontecimientos. Al ver que ellos los comían sin miramientos, se relajó y comió con más tranquilidad. Luego las dos chicas anunciaron que debían irse. Ella hizo mención de levantarse también pero Gabriel puso su mano sobre la de ella.

—Por favor, quédese un poco más conmigo. Le haré un café. Quiero enseñarle algo que quizá le guste. Estoy seguro.

—Pero… Prometí que les ayudaría y…

—Créame, ya les ha ayudado quedándose a comer con nosotros. Ha sido usted un regalo. —Se levantó y ella le imitó—. Por favor, sígame.

Lo hizo. Sus espaldas eran anchas y le dio la impresión, como un fogonazo fugaz, de que, desnudo, aquel hombre debía ser todo un manjar. Se mordió el labio inferior y se recriminó a sí misma por tener aquellos pensamientos lujuriosos.

El saloncito era muy coqueto, con paredes forradas de madera oscura y cuarterones con un patrón geométrico que le recordaba la decoración de algunas iglesias antiguas. Olía a café y a barniz. Gabriel manipuló una cafetera dispuesta en una mesa auxiliar junto con algo de menaje, y le ofreció una tacita. Él llevaba otra. Ambos tomaron un sorbo.

—¿Le gusta más dulce?

—Así está bien, gracias. ¿Bea y Berta no toman nada?

—A veces. Hoy no. Quiero que vea algo —Terminó su café y dejó la taza en la mesita—. Acérquese. De hecho, es algo que a ellas les gustaría que viera.

Tomó el último sorbo y fue con él.

—Póngase aquí, de rodillas sobre el asiento.

Ella lo hizo, más por cortesía que por curiosidad, y al colocarse como le decía siguió el movimiento de su mano cuando deslizó uno de los cuarterones situados encima del respaldo para descubrir una pequeña rendija. Se veía luz al otro lado. Giró la cara y solo encontró una sonrisa en su cara. Él asintió invitándola a asomarse.

Se agachó para mirar, inconsciente de la postura adquirida al hacerlo, y sus ojos se abrieron de par en par. Berta y Bea bailaban al otro lado. Era una danza dulce y lenta en la que ambas giraban, la una alrededor de la otra, en una coreografía que seguía el ritmo de una música asombrosa. Se apartó para mirarle.

—¿Le gusta?

—¿Son Berta y Bea? —susurró.

—Son dos estupendas bailarinas. Observe cómo se mueven. ¿No es maravilloso?

Alicia volvió a poner la cara junto a la ranura sin responder. Las vio rozarse. En un momento dado se besaron levemente y se separaron. La música acompañaba cada movimiento y parecía llevarlas a caballo de cada nota. Ella las miraba y se sentía atraída por sus giros y sus evoluciones. Absorta en cada vaivén de sus cuerpos. Volvieron a acercarse y sus labios se unieron de nuevo. Estaba segura de que ni siquiera había parpadeado una vez y hubiera jurado que un segundo antes iban vestidas. Ahora simplemente llevaban ropa interior de color rosa. Sus roces se hicieron más intensos.

—Se besan… —susurró sin recibir respuesta, con la boca abierta—. Son…

Algo le impedía dejar de mirar. Hubiera querido decirle algo a Gabriel, a quien oía respirar a su lado, para no ser descortés, pero aquellas ninfas la hipnotizaban con sus movimientos, que ya no eran dulces, sino lascivos. La danza se había convertido en una especie de cortejo. La una abrazaba a la otra, lamía su cuello y sus pechos, ahora ya desnudos, mientras recorría su cuerpo con los dedos, de arriba abajo, y recibía las mismas caricias de su compañera de juegos.

—Son amantes. Se acarician.

La única respuesta a su susurro fue la respiración de su anfitrión, que ella ignoró. Su cuerpo despertó de golpe en forma de humedad bajo el vestido. Sus pezones se inflamaron. Se estaba excitando y no podía dejar de mirar. Ambas chicas retozaban ahora en el suelo, se retorcían y se daban placer mutuamente. Alicia no fue consciente de que una de sus manos se deslizaba bajo la ropa. Tampoco de la sonrisa de su anfitrión a su lado, seguro y complacido con los resultados. Los dedos rozaron la vulva inflamada y ardiente por encima del encaje, y se deslizaron como expertos exploradores por terreno de sobra conocido.

Fascinada y seducida por las bailarinas convertidas de lujuriosas amantes, no fue consciente de que su falda se alzaba tras ella dejando su trasero al descubierto. Gabriel asintió complacido al ver que ahora los dedos índice y anular de Alicia separaban sus pliegues íntimos dentro de la minúscula braguita mientras el dedo medio se centraba en el abultado clítoris.

Gabriel estaba ya tras ella y se había desabrochado los pantalones. Se pasó la lengua por los labios saboreando el manjar con anticipación, su miembro erecto a pocos centímetros de su invitada. Acarició las nalgas y la parte interior de los muslos de Alicia con los dedos. Creyó sentir un estremecimiento en ella. Apartó con sumo cuidado la estrecha tira de encaje que cubría su intimidad y pudo corroborar la calidez de su entrepierna. Su lubricante humedad. Con un suave y lento empujón invadió la vagina enterrando en ella toda la verga.

—¡Oh, Gabriel… Usted… —susurró al notarlo entrar, sin poder apartar la vista de las chicas.

—Sí, Alicia, soy yo. Ahora estoy dentro de usted y he de confesar que es usted un primor —declaró él comenzando a mover las caderas—. ¡Hmmm, realmente delicioso! Separe un poco más las rodillas para mí.

—Me está… Follando —dijo ella obedeciendo.

—Por supuesto. ¡Lo necesitaba tanto! Dígame que le gusta. Dígame que quiere que me quede aquí… No. No deje de acariciarse.

—¡Hmmm, sí! Creo que sí. Ellas… Usted… ¡Oh, dios mío!

—No se preocupe, hágalo. Córrase para mí.

Las embestidas pausadas pero certeras de Gabriel la enardecieron hasta alzarla a lo más alto y ambos gimieron en el momento del clímax. Un estallido de placer le impidió por unos instante continuar contemplando a la pareja de chicas, que ahora se lamían mutuamente la vulva, y gemían y se agitaban sin control. Sintió su cuerpo licuarse y la verga deslizarse más suavemente dentro de ella. Las embestidas aumentaron su ritmo. Ahora le notaba golpear contra sus nalgas en cada empujón. De repente, el miembro la empaló en un último impulso, creció y explotó en una riada de néctar caliente. Sintió el calor del semen llenarla y casi perdió el sentido al notar sus palpitaciones mezclarse con el orgasmo que aún no se había diluido en ella. Se arqueó de placer y se quedó así, muy quieta, contrayendo la vagina para impedir que se marchase. Sin embargo, en pocos minutos sintió que se deslizaba hacia afuera y la abandonaba. Hubiera querido tenerle allí un rato más, sentir dentro de ella sus palpitaciones, su grosor, su calor.

Pasaron unos minutos hasta que se atrevió a girar la cabeza. Necesitaba recuperar el ritmo de su respiración. Cuando lo hizo se encontró sola, de rodillas en el asiento, con el trasero desnudo y su intimidad apenas cubierta con un tanga empapado. Bajó al suelo y buscó con qué limpiarse los fluidos que se le escurrían por los muslos. Había servilletas de papel en la mesita. Se limpió, dejó los papeles a un lado y dejó que su cuerpo resbalase hasta el suelo. Cerró los ojos. Extenuada y quizá de nuevo satisfecha.

Alzó los párpados con cierta pereza al oír voces acercarse. Vio a Berta y a Bea a su lado. No sabía cuanto tiempo había pasado. ¿Se había dormido?

—Ven con nosotras, necesitas descansar un poco, me temo. El señor siempre produce este tipo de efecto en las mujeres.

—¿Efecto? ¿Qué efecto?

—Alicia, querida, estamos seguras de que ya le echas de menos.

Se dejó llevar al mismo dormitorio donde se había duchado al llegar. Era cierto, le echaba de menos. La desnudaron y se metieron en la cama con ella, una a cada lado, mimándola. No tardó en quedarse dormida.

—¿Te quedarás a cenar? —oyó que le decían sin poder ya responder.

Cuando despertó estaba sola de nuevo. Recordó a Marcia y a Alina y pensó salir de allí como un murciélago del infierno, que era una frase de su libro de inglés, en la secundaria, que siempre le había llamado la atención. ¿Había murciélagos en el infierno? Se oían voces cercanas que reconoció enseguida: Berta y Bea, no había otras mujeres en la casa. Se incorporó. Sus músculos estaban flojos y pesados y, pensándolo bien, no era de extrañar después de todo lo que le había pasado.

Fue al baño, necesitaba una ducha. Sus pensamientos no la dejaban concentrarse. Se sentó en el inodoro. Recordó la pregunta de Berta, o de Bea, no importaba, acerca de si se quedaría a cenar y a la que no había respondido. Si se quedaba, terminaría acostándose con Gabriel. Estaba casi segura. No sabía qué clase de artimañas utilizarían con ella pero podía apostar a que acabaría con la polla del señor entre las piernas.

Pulsó el botón del descargador y fue a la ducha como huyendo del ruido de la cisterna. El agua estaba estupenda. Sus pezones de irguieron. ¡Otra vez sus malditos y sensibles pezones! Al rozarlos cubriéndolos de espuma un pinchazo de deseo creció en su interior, allí donde habían estado Alina y Gabriel. Se entretuvo acariciándolos, disfrutando de la sensación de bienestar que le producía el roce de los dedos.

«¡Eres una mujer casada!», le reprendió su conciencia.

«Sí, casada con un hombre maravilloso a quien había puesto los cuernos tres veces en dos días», le respondió ella, «¡y quizá alguna más!».

«¡Serás zorrón desvergonzado!», volvió a la carga su yo interior, «¡saca la mano de entre tus piernas, vístete y lárgate de aquí antes de que ese Gabriel te embruje y te empale otra vez. Piensa en Roberto, en lo feliz que te hace».

—¿Y, donde voy? —se oyó a sí misma susurrar mientras el deseo crecía en ella.

Terminó de lavarse, se secó y hurgó en los cajones hasta encontrar ropa adecuada. No era de su talla, pero al menos no iría hecha un adefesio. «Los vaqueros me están grandes pero son pantalones, me harán menos "accesible"», pensó.

Bajó en busca de las voces que oía. Bea y Berta charlaban en una salita mientras planchaban ropa de colores variados. Saludó y ellas contestaron alegres. Las preguntas, al cabo de unos instantes, se agolparon en su cabeza y necesitó soltarlas.

—¿Y el señor? ¿Gabriel?

—En sus habitaciones.

—No sale nunca. Bueno, solo a veces. para comer, cenar… Ya sabes.

—¿Por qué?

—No puede. Tiene prohibido salir de la casa. Nosotras somos sus guardianas —rio Berta.

—¿Guardianas? —se interesó alzando la voz para que le oyeran por encima del ruido que producía el vapor de la plancha.

—¡Oh, sí! Tuvo la mala suerte de topar con alguien más poderoso que lo confinó aquí.

—Nunca debió follarse a la hija de los Haushoffer.

—Anna ya era mayorcita entonces.

—Pero era virgen y su padre la reservaba para Hans.

—Ella estaba enamorada del señor.

—Pero él no la amaba.

—No debió hacerlo.

—Ella le sedujo.

—Sí, claro, al señor lo han seducido todas las mujeres del pueblo, ¿verdad? ¡Vamos, Bea, no seas ilusa! A nosotras no nos folla porque somos lesbianas, que si no…

—Bueno, algunas repiten.

—Díselo a Alicia.

—¿Cómo puedo saber yo si algunas repiten? —se defendió ella.

—Tú repetirías, ¿verdad?

Se ruborizó. Un enorme sofocó subió desde su abdomen.

—No hace falta que contestes, se te ve en la cara. Si le vieras desnudo… ¿Le has visto desnudo? ¡Es un ejemplar magnífico!

—Educado y encantador.

—O sea que se lió con quien no debía y… —intentó que continuaran.

—Ella se lo llevó al huerto y luego le denunció. Lo condenaron.

—Pero, como es un noble, no fue a prisión. No puede salir para nada de casa. Nosotras velamos por él. Todos los hombres del jurado estaban de acuerdo, fue unánime.

—Bueno, el señor se había follado a todas sus esposas, eso hay que tenerlo en cuenta también…

—Y entonces llegué yo.

—¡Alicia, fuiste un regalo para él!

—Te vimos bajar del vehículo infernal que conduce Alonso y venir hacia aquí.

—Le llamamos.

—Dijo que eras dulce, sencilla y delicada. Que eras maravillosa y que…

—Sin entrar en detalles, por favor.

—Gabriel te necesitaba.

—Llevaba más de tres meses sin echar un polvo. ¡Estaba desesperado!

—¿Y el espectáculo que me ofrecisteis…?

—¡Ah, eso! Está grabado. Es una filmación que a veces usamos para que se entretenga.

—¿Grabado? Pero si…

—Parecíamos nosotras. Ya, pero no. Solo son nuestras caras. La tecnología, ya sabes.

—A veces nos espía —confesó bajando la voz sin motivo.

—Cuando estamos en la cama. Y también se masturba. Le gusta vernos hacer el amor. A veces le permitimos que entre en nuestro dormitorio, ¿sabes?. Pero no le dejamos participar. Con nosotras no puede.

—Por eso nos pusieron a cuidar de él, porque somos lesbianas y no caemos víctimas de sus encantos. Es parte de la condena. Nosotras somos parte del castigo.

—¿Y yo?

—Un alivio temporal.

—Que deberías aprovechar mientras puedas.

—Soy una mujer casada.

—Déjate de tonterías, Alicia. ¡Qué tendrá eso que ver! Hay muchas mujeres casadas en el pueblo que han venido a vernos…

—Querrás decir a verle.

—¿Se lo permiten?

—Mientras no se enteren sus maridos…

—¿Y si escapa?

—¿A dónde?

De repente Berta se quedó quieta. Sacó un dispositivo del bolsillo y leyó.

—Es hora de llevarle el té. ¿Me acompañas?

Alicia se encogió de hombros y ambas dejaron a Bea terminar con las tareas de la plancha. En la cocina Berta calentó agua y filtró la infusión, compuso una bandeja con pastas y una servilleta de lino, y le hizo un gesto. La siguió por la escalinata hasta una puerta. Llamó y se oyó la voz de Gabriel al otro lado. Recorrieron varias estancias hasta llegar a un estudio donde se desparramaban lienzos y cuadros. El señor, Gabriel, estaba sentado delante de un caballete. Al acercarse vio que llevaba una camisa blanca abierta a través de la que pudo ver claramente su musculatura. Sus pectorales perfectamente marcados y sus abdominales de ensueño. Sus fuertes brazos. Sin embargo, más abajo, el ceñido pantalón le permitió observar el enorme bulto que alojaba.

—Señor, su té.

—Gracias, Berta —saludó—. Alicia, ¿se quedará con nosotros? Por favor —rogó él.

—No sé… Yo… —balbuceó sin poder apartar la vista de sus… y de su…

—Se quedará, señor. ¡Vaya que sí! —resolvió la otra guiñándole un ojo—. Ahora nos iremos a dar un paseo para que conozca el pueblo. Luego, cenaremos. Bea tiene algunas ideas para hoy.

Le pareció notar de nuevo esa nota triste en sus ojos al recordar que él debía quedarse allí confinado. Asintió y Berta se la llevó de la mano.

Fueron al dormitorio de ellas, amplio y presidido por la cama más grade que hubiera visto nunca. Le hizo quitarse aquellos «horrorosos pantalones» y aquella «odiosa camiseta» que se había puesto.

—Pues yo no lo veo tan mal.

—Ya, pero es del armario de la ropa que ya no se lleva.

—¿Y esas bragas? ¡Por favor! ¿No te gustaban las que te hemos dado esta mañana?

—Estaban mojadas —le recordó con visible rubor y cierto tono de protesta.

—¡Oh, claro! Son de Bea —Hizo un gesto con la mano dando a entender que quizá a ella no le gustaban—. A ver… Sí, estas te irán bien —dijo dándole un culote de tul y encaje de color rosa—. Y este sujetador.

Mientras se cambiaba, Berta buscó un vestido corto, de tirantes y florecillas.

—Con este —declaró al fin.

Bea apareció en la puerta. Al ver a Alicia con la ropa de Berta corrió hacia ella, la abrazó desde atrás y le estampó un beso en la mejilla.

—¡Estás hecha un bombón! ¡Guau!

—¡Oye, aparta! —se quejó Alicia.

—Tranquila, Bea solo se acuesta conmigo. Somos lesbianas, pero nos somos fieles la una a la otra. Estás muestras de cariño son normales en ella. Le gustas, sí, desde que te vio, pero no se atreverá a intentar seducirte ¿Verdad que no, cariño?

—¡Pues claro que no! ¿Por quién me tomas?.

Fue a ponerse detrás de su compañera, que aún no estaba completamente vestida, y sujetó cada uno de sus pechos en una mano. Berta rio, la dejó jugar con sus pezones y echó la cabeza a un lado para recibir sus besos en la clavícula. Alicia abrió la boca de par en par al verlas besarse sin ningún pudor y sintió un poco de envidia. Una llamita se encendió en algún lugar de su cuerpo.

—¡Vale, vale! Es suficiente, Bea. Resérvate, mujer. —La otra hizo un mohín y se apartó—. Es insaciable. Nunca se cansa, es como… —Bajó la voz—. Es como el señor. Deberías… ¡Oh, perdona!

Cuando estuvieron preparadas, convenientemente acicaladas y perfumadas para la excursión, Berta la llevó de la mano a conocer el pueblo. Se cruzaron con gente que les saludó tras una larga y curiosa mirada. Le explicó cada uno de los lugares de mayor interés, que no eran más de tres o cuatro, y las historias que se contaban de ellos. Luego entraron en un bar. Había parejas de jóvenes besándose por aquí y por allá. Berta le contó cosas acerca de ellas y de Gabriel. Ella le contó sus aventuras con Alina y Alonso. Que estaba felizmente casada, que su marido era médico y trabajaba en un hospital, y que siempre le había sido fiel.

—Hasta que llegaste aquí —aclaró—. Porque, dime una cosa, el señor te gusta. Te excitas solo con verle. Se te ve en los ojos.

—Bueno, no sé… Sí, pero…

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