Alex

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Primera parte » Capítulo 23

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Es un modelo de cuerda antiguo, no uno de esos cabos sintéticos y lisos que se ven en los barcos, sino cáñamo muy grueso capaz de sostener una jaula como aquella.

Las ratas son una decena. Están las que Alex conoce, las que llevan allí desde el principio, y las nuevas, que no sabe de dónde vienen ni cómo las han avisado. Han adoptado una estrategia de grupo. La han rodeado.

Tres o cuatro ratas toman posiciones sobre la caja, a la altura de sus pies; dos o tres más campan por el extremo opuesto. Según ella, cuando lo juzguen oportuno, le saltarán encima todas a la vez, pero de momento algo se lo impide: la energía de Alex. No deja de lanzarles juramentos, de provocarlas, de gritar, y las ratas sienten que dentro de esa caja hay vida, resistencia, que tendrán que pelear. Ya hay dos ratas muertas en el suelo, y eso les da que pensar.

Olisquean la sangre permanentemente, erguidas, con el hocico alzado hacia la cuerda. Excitadas, febriles, se han acercado por turnos para roerla. Alex no sabe cómo se organizan para decidir cuál de ellas irá a comer.

Qué más le da. Se ha abierto una nueva herida, esta vez en la parte inferior de la pantorrilla, cerca del tobillo. Ha encontrado una vena limpia, abundante. Lo más difícil es mantenerlas alejadas mientras impregna la cuerda.

La cuerda que, por otra parte, se ha reducido a la mitad. Es una carrera contrarreloj entre la cuerda y Alex. Solo falta ver cuál de las dos cederá primero.

Alex no deja de balancearse y la jaula oscila de un lado a otro. Eso les complicará la tarea a las ratas en caso de que se decidan a ir a por ella, y espera que ayude a hacer que la cuerda ceda.

Si su estrategia funciona, además, es necesario que la jaula caiga en ángulo y no plana para que se rompan algunas tablas. Así que Alex se da el máximo impulso posible, aleja a las ratas e impregna la cuerda. Cuando una de ellas se acerca a roerla, mantiene a las demás a distancia. Alex está extremadamente cansada y se muere de sed. Tras la tormenta, que ha durado más de un día, ya no siente algunas partes de su cuerpo, que parecen anestesiadas.

La rata gorda y gris se impacienta.

Desde hace una hora, cede su turno y deja que las otras vayan a la cuerda a atiborrarse.

Eso ya no le interesa.

Mira fijamente a Alex y lanza chillidos estridentes.

Y, por primera vez, introduce su cabeza entre las tablas y silba.

Como una serpiente, arrugando el hocico.

Lo que funciona con las otras no funciona con ella. Por más que Alex grite y jure, ella no se mueve. La rata permanece con las garras clavadas en la madera para no resbalar debido al vaivén de la jaula.

Se agarra y la mira fijamente.

Alex también la mira.

Son como una pareja de enamorados que dieran juntos una vuelta en tiovivo mirándose a lo más profundo de los ojos.

«Ven», susurra Alex con una sonrisa. Encorvando dolorosamente los riñones, le da a la jaula todo el impulso del que es capaz y sonríe a la rata gorda que monta guardia sobre su cabeza. «Ven aquí, ricura, ven a ver, mamá tiene una cosita para ti…».

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