Aldo y el viejo póker

Aldo y el viejo póker

Ángel Gabriel Cabrera

El viejo se levantó en medio del ruido, estiró los brazos y las piernas y miró por la ventana. Una procesión de naipes, cartas, mazos y barajas se había escapado de algún lugar y caminaba por la calle con antorchas.

El anciano no lo podía creer. Sin embargo, se vistió, se calzó, se aseó con suma prisa y salió a la vereda.

—Abuelo, por favor, no estorbe el paso- le gritó una de las cartas.

—¡Estoy apurado! Llego tarde- le contestó.

Los naipes de todos los tamaños, colores y formas parecían muy responsables y concentrados en sus asuntos.

Aldo volvió a la casa temprano aquel día y se acostó en su cama pensando qué hacer.

Después de una media hora, se quedó dormido.

A la mañana siguiente, un ruido lo despertó. Se asomó a ver y había una procesión de personajes de la quiniela frente a la puerta de su casa, protestando.

—¡Devolvé la guita, pachorra!- reclamaban enérgicamente.

Desconcertado, salió nuevamente a la calle, y, a fuerza de chancletazos y coscorrones, logró calmar a la gente lúdica y dispersarla.

Un momento después, se miró al espejo. Tenía la nariz como Pinocho. Se la fue a cortar con el peluquero y notó que la tijera no tenía filo.

Envuelto en un ataque de nervios, salió corriendo y llegó al pueblo más cercano. Lo recibieron los jugadores de timba y, a fuerza de no poder ir a otro sitio, allí se quedó a vivir, tras lo cual descubrió que una epidemia había convertido a todo el planeta en números frenéticos y conjuntos de póker con costumbres religiosas de la Edad Media, exceptuando a aquel lugar, por los rasgos afines de su gente.

Moraleja: nunca renuncies a tus ideales. Los sueños librados al azar pueden ser peligrosos.

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