Alaska

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

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Pero el tercer día de bombardeo, mientras pronunciaba estas palabras, le interrumpió un alarido de Kakina; pensó que había alcanzado a su mujer uno de los proyectiles y corrió hacia donde la había visto por última vez; al llegar, la encontró de pie, boquiabierta y mirando hacia arriba. Sin poder hablar, Kakina señaló el cielo, y entonces Corazón de Cuervo vio lo que había provocado su grito: un disparo del Neva había destrozado la mitad superior del tótem, con el bonito cuervo tallado, y había dejado un tronco roto, que seguía siendo alto, aunque estaba decapitado para siempre. Al recordar el cuidadoso trabajo de talla que había realizado en el poste, que recogía las leyendas de su pueblo y representaba a los espíritus, Corazón de Cuervo se sintió muy afligido; pero no quiso expresar la inquietud que le inspiraba la pérdida de una más de las manifestaciones de una forma de vida que él había amado y había intentado defender. Y el bombardeo no cesaba.

El sexto día, al oscurecer, Kot-le-an se acercó a Corazón de Cuervo con un mensaje inesperado:

—Amigo mío, confío en ti; toma la bandera blanca y ve a verles.

—¿A pedir qué?

—La paz.

—¿Bajo qué condiciones?

—Las que ellos propongan.

Durante algunos minutos, mientras Kot-le-an reunía un grupo de seis hombres para que acompañaran a su mensajero, Corazón de Cuervo se detuvo entre las ruinas y le pareció que el suelo se tambaleaba bajo sus Pies. Era el final de un sueño, la desaparición de un mundo, y le habían elegido precisamente a él, para efectuar la rendición; pero antes de dar la señal de sumisión, todo su cuerpo se rebeló: los ojos se negaban a ver; los pies, a Moverse; la mente, a aceptar la insoportable tarea; entonces gritó a la nada:

—¡No puedo!

No le convenció Kot-le-an, sino Kakina:

—Tienes que hacerlo. Mira. —Kakina señaló las casas destruidas, las hileras de cadáveres sin sepultar, las señales universales de la destrucción—. Tienes que ir —susurró.

Atónito al oír que su voluntariosa mujer pronunciaba tales palabras de derrota, Corazón de Cuervo se volvió para mirarla fijamente; entonces vio en ella una sonrisa lúgubre.

—Esta vez hemos perdido. Salvemos lo que se pueda. La próxima vez, cuando bajen la guardia, les aplastaremos.

Cuando su marido se dirigió a la puerta, dispuesto a salir con los mensajeros de la capitulación, Kakina caminó a su lado hasta la playa; allí, Corazón de Cuervo llamó en inglés a los rusos, que interrumpieron el bombardeo al ver una bandera blanca:

—Tú ganas, Baranov. Hablemos.

La respuesta, en ruso, llegó a través de una bocina de latón:

—Id a dormir. Basta de bombardeo. Iremos por la mañana.

Ante estas palabras, que señalaban el final del asedio y el fracaso de las esperanzas que tenían los

tlingits de recobrar Sitka, Kakina lanzó un agudo gemido; los rusos que lo escucharon creyeron que era un lamento por las ilusiones perdidas, aunque se hubieran extrañado mucho de haber podido comprender las palabras de la mujer:

—¡Ay de mí!, las olas han abandonado nuestra playa y sólo quedan las rocas. Pero nosotros resistiremos, como las rocas, y en años venideros regresaremos, como las olas, para ahogar a los rusos.

Los marineros enemigos que estaban escuchando en la creciente oscuridad pudieron oír cómo las voces de los

tlingits, una tras otra, se iban uniendo al aparente lamento, hasta que la playa se llenó con lo que ellos tomaron por una expresión de dolor, aunque era una declaración de venganza, instigada por Kakina.

Corazón de Cuervo y su contingente regresaron al fuerte, donde les recibió el silencio. Había cesado el cañoneo, pero también habían acabado las maniobras de los

tlingits. De pie, en grupos desordenados, discutían qué hacer, y Corazón de Cuervo, que iba de una a otra reunión, no encontró más que consternación y la ausencia de cualquier tipo de plan sobre las acciones que habría que seguir ahora, después de la rendición; sin embargo, cerca de la medianoche, Kot-le-an y el

toyón asumieron el mando y expusieron directrices breves y crueles:

—Cruzaremos las montañas y abandonaremos esta isla para siempre.

Mientras estas palabras fatídicas recorrían entre susurros todo el fuerte, iba quedando claro su siniestro significado: cruzar la isla de Sitka, por la parte que fuera, era una empresa desmesurada, teniendo en cuenta que las montañas eran muy escarpadas y no había senderos. Pero los

tlingits habían decidido huir y, durante las cuatro horas posteriores a la medianoche, en el fuerte destruido se produjo un huracán de actividad.

Los únicos que realmente habían vivido en aquel hermoso enclave, entre el arroyo de los salmones y la bahía, habían sido Corazón de Cuervo y Kakina; sólo ellos tenían recuerdos que deseaban llevar consigo (él, un fragmento del tótem; ella, un plato roto de madera), pero todos los que se disponían a huir conservaban en la memoria la espléndida colina que dominaba la bahía, y todos tenían el corazón triste.

Al acercarse el alba, se organizaron dos grupos de refugiados y se les asignaron cometidos especiales, muy dolorosos: los hombres escogidos recorrieron el fuerte para matar a todos los perros, sobre todo a los que se habían encariñado con alguna familia en particular, porque sería imposible llevarlos en el viaje que se disponían a emprender los

tlingits; hubo momentos de dolor cuando sacrificaron a algún animal que había brincado de alegría al oír la voz querida de un niño, pero muy pronto olvidaron esta tristeza, porque un grupo parecido, compuesto por mujeres y dirigido por Kakina, se abría paso entre la multitud reunida y mataba a todos los niños pequeños.

El 7 de octubre, en las primeras horas de la mañana, al levantarse la bruma y surgir el brillante sol de otoño, los marineros del Neva y de otros tres barcos formaron fila en la playa e iniciaron una marcha triunfal, encabezados por el comodoro Baranov, para aceptar la rendición de los

tlingits, pero al acercarse al fuerte no vieron a nadie ni oyeron ningún sonido; se aproximaron un poco más, con indecisión, y en aquel momento saltó al aire el graznido de unos cuervos.

—Se están comiendo a los muertos —murmuró un marinero supersticioso.

Baranov se asomó para mirar a través de los portones hundidos, que algún cañonazo había medio derribado, y contempló la desolación, la confusión de perros muertos y de pequeños cadáveres humanos. Fue un espantoso momento de victoria, y el horror se acentuó al aparecer súbitamente dos mujeres, que salieron de las ruinas de una casa; eran demasiado ancianas para viajar y cuidaban a un niño de seis años cojo de una pierna.

—¿Adónde han ido? —inquirió Baranov a las mujeres, que señalaron hacia el norte.

—¿A través de las montañas? —preguntó el intérprete.

—Sí —respondieron ellas.

Mientras ellos hablaban, Kot-le-an, Corazón de Cuervo y el

toyón, que había perdido el reino, conducían a su pueblo a través de territorios escarpados, cubiertos de grandes píceas, con troncos altos y rectos como líneas dibujadas en la arena. Era un trayecto muy difícil, por lo que aquel día solamente pudieron cubrir algunos kilómetros; tendrían que pasar varias semanas llenas de penurias antes de alcanzar los límites septentrionales de la isla de Sitka. Entonces sería necesario detenerse para construir canoas con las que cruzar el estrecho de Peril, después de lo cual habría que buscar algún refugio en la inhóspita isla de Chichagof, un lugar infinitamente más cruel e implacable que Sitka.

Pero los

tlingits se empeñaron en conseguirlo y, finalmente, llegaron a la costa norte de la isla. Al otro lado del estrecho, vieron las montañas de su nueva patria, y entonces algunos lloraron, porque sabían que el cambio no era bueno. Sin embargo, Corazón de Cuervo, que en otro momento de su agitada vida se había visto privado de todo, comentó a Kakina:

—Me parece que allí vamos a poder construir un hogar. —Mientras hablaba, saltó un pez en el estrecho de Peril, y él dijo a su mujer—: Buena señal.

Los quince años siguientes entre el 1804 y el 1818, resultaron extraordinariamente productivos 1 y confirmaron la reputación de Aleksandr Baranov como padre y principal impulsor del frágil imperio ruso en América del Norte. Cuando comenzó aquel estallido de vitalidad, él ya tenía cincuenta y siete años, pero demostró el entusiasmo de un muchacho que caza su primer ciervo, la sabiduría de un Pericles dedicado a la construcción de una ciudad nueva, y la paciencia de un Job isleño.

Resultó ser un constructor infatigable; después de que ardiera hasta la última astilla del fuerte

tlingit, hasta el último fragmento del tótem, Baranov apremió a sus hombres para que se Pusieran a trabajar en lo alto de la colina, donde él mismo levantó una modesta cabaña desde la cual podía divisar el estrecho, el volcán y las montañas circundantes. En vida suya, la cabaña se rehizo para convertirla en una casa más señorial, de muchas habitaciones; después de su muerte, llegó a ser una mansión grandiosa, de tres pisos y con diversos departamentos, incluido un teatro. Aunque él no llegó a verla ni a vivir en ella, la llamaron el Castillo de Baranov, y la América rusa se gobernó desde allí.

Al pie de la colina delimitó una zona amplia, dentro de la cual había un gran lago, y la cercó con una alta empalizada; sería la ciudad rusa. Entonces ocurrió algo curioso: aunque Baranov bautizó la colonia con el nombre de Nueva Arkangel, los marinos de todas las procedencias, los

tlingits y los

aleutas que vivían en el mismo lugar continuaron llamándola Sitka, que se convirtió en el nombre definitivo. De este modo, la bella ciudad disponía de dos nombres que se podían utilizar indistintamente; sin embargo, en ella se acataba una sola regla importante: «No se permite la presencia de

tlingits dentro de la empalizada».

Aunque proclamó esta ley, Baranov seguía trazando planes para el día en que volvieran los indios, dispuestos a colaborar con él en la ampliación de Nueva Arkangel; cuando se despejó una enorme zona adjunta a la empalizada, explicó a los habitantes de la ciudad:

—Dejaremos esto para cuando comiencen a venir otra vez los

tlingits. Son gente sensata. Comprenderán que los necesitamos. Comprenderán que, si comparten con nosotros este lugar, vivirán mejor que escondidos en la espesura, allá donde estén ahora.

Después de tomar la crucial decisión: «Los rusos, dentro de las murallas, los

tlingits, afuera», Baranov dedicó sus energías a la construcción de la capital. Con la ayuda de Kyril Zhdanko, y en muy poco tiempo, lo que sorprendió a los obreros, levantó grandes cuarteles para los soldados; una escuela que, como el orfanato de Kodiak, pagó de su propio y reducido salario; una biblioteca; un salón de reuniones para acontecimientos sociales, un precioso rincón donde instaló un piano importado de San Petersburgo, para los bailes que organizaba, y un escenario para las obritas de un solo acto que representaban, a instancias suyas, sus subordinados, junto con sus esposas. Había también diez o doce edificios imprescindibles: cobertizos para poner a punto los barcos que anclaran en Nueva Arkangel, talleres donde pudieran repararse los instrumentos de navegación y los cañones.

Una vez aseguradas las cosas esenciales para la vida cotidiana, se dirigió al padre Vasili:

—Ahora que ya tenemos un buen punto de partida, padre, vamos a construiros una iglesia.

Con todavía más entusiasmo del que hasta entonces había desplegado, emprendió la construcción de la catedral de San Miguel, que le agradaba llamar «nuestra catedral». Era de madera, construida a partir de un barco abandonado, y alcanzaba mayor altura que los edificios anteriores; cuando estuvieron terminados los pisos bajos, Baranov en persona supervisó la instalación de un modelo algo modificado de cúpula en forma de cebolla. El día de la solemne consagración, mientras el coro cantaba en ruso, pudo decir a los feligreses, sin faltar a la verdad:

—Ahora que tenemos una buena catedral, Nueva Arkangel se convierte para siempre en una ciudad rusa y en el centro de nuestras esperanzas.

Algunas semanas después del acto de consagración, Baranov se alegró enormemente porque se confirmaron sus ilusiones; uno de sus colaboradores subió a toda prisa la colina, gritando:

—¡Excelencia! ¡Mirad!

Corrió al parapeto que rodeaba su cabaña y vio a unos cuantos indios que miraban indecisos hacia la empalizada, a la espera de que les dieran permiso para construir algunas casas en el espacio que Baranov les había reservado.

Aunque la llegada de los antiguos enemigos había desconcertado a los rusos de guardia, no ocurrió lo mismo con Baranov; les estaba esperando, y por eso corrió colina abajo, lanzando órdenes a gritos:

—¡Traed comida! ¡Esas mantas viejas! ¡Un martillo y clavos!

Se presentó ante los

tlingits con los brazos regordetes cargados de regalos y les obligó a aceptar los presentes.

—Volvemos, mejor aquí —dijo un anciano que sabía hablar ruso, y Baranov tuvo que contener las lágrimas.

Sin embargo, ese momento de exaltación pasó pronto, porque Baranov no tardó en experimentar diversos fracasos que ensombrecieron los últimos años de su vida; él mismo provocó las complicaciones, puesto que, como consiguió que Nueva Arkangel fuera cada vez más importante, el gobierno ruso comenzó a enviar cada vez más barcos militares para defender la isla, lo que implicaba, inevitablemente, que se presentaran Oficiales de la Marina rusa, con sus uniformes y sus galones, para inspeccionar «lo que está haciendo por aquí Baranov, el comerciante». Tal como le habían advertido en Irkutsk, hacía muchos años, en la famosa entrevista que puso a prueba su capacidad para administrar las propiedades de la Compañía, «no hay nada más despectivo en la faz de la Tierra que un oficial de la Marina rusa».

El oficial a quien el zar Alejandro I, el año 1810, encargó que recorriera el Pacífico en el barco de guerra Moscovia con el objeto de importunar a los funcionarios de Kodiak y de Nueva Arkangel (especialmente a estos últimos) era un auténtico petimetre. El presuntuoso teniente Vladimir Ermelov, de veinticinco años, parecía una caricatura del joven aristócrata ruso, eternamente dispuesto a batirse en duelo si creía que se había ofendido su honor; era alto, delgado, bigotudo, de rostro aguileño, de comportamiento violento, y pensaba que los reclutas, los criados, la mayoría de las mujeres y la totalidad de los comerciantes, además de despreciables, no eran dignos de que les tratasen con amabilidad. Demostraba valentía en el combate, era bastante buen marino y estaba siempre listo para defender sus acciones a espada o pistola; era el terror de los barcos que había capitaneado y, cuando bajaba a tierra vestido con su uniforme blanco, se convertía en un deslumbrante centro de atención.

El teniente Ermelov era el vástago de una familia noble de la que provenían algunos de los consejeros más tercos e inútiles que habían tenido los gobernantes rusos. Estaba casado con la nieta de un auténtico gran duque, lo que confería a su mujer una evidente aureola de aristocracia; cuando ella le acompañaba en sus viajes, marido y mujer estaban convencidos de que ella era una especie de representante personal del zar. Si Ermelov, cuando estaba solo, era temible, con el apoyo de su arrogante esposa resultaba, tal como dijo un suboficial al padre Vasili, sin que nadie protestara: «prácticamente inaguantable, maldita sea…».

Cuando Ermelov zarpó de San Petersburgo como capitán del Moscovia, no sabía casi nada sobre Aleksandr Baranov, que tantas fatigas pasaba en las posesiones rusas más orientales; pero durante el largo viaje, que le llevó alrededor del mundo, ancló en muchos puertos y conversó con capitanes rusos, ingleses o estadounidenses que se habían detenido en Kodiak o en Sitka. Empezó a escuchar extrañas historias sobre aquel hombre excepcional, quien, al parecer, había alcanzado por casualidad un cargo de cierta importancia en las Aleutianas, «esas condenadas islas peleteras, siempre cubiertas de niebla, aunque quizá sea en Kodiak, que no es mucho mejor»; cuanto más escuchaba, más le desconcertaba que el gobierno imperial hubiera puesto a un individuo así a cargo de una zona que iba cobrando cada vez mayor importancia.

A

madame Ermelova, que antes de casarse con Vladimir había recibido el tratamiento de princesa y aún estaba autorizada a hacer uso del título, le molestaban especialmente las cosas que oía decir sobre «ese maldito Baranov»; cuando el Moscovia salió de Hawai, en 1811, los Ermelov estaban cansados de escuchar historias sobre «el ruso loco de Nueva Arkangel, como la llaman ahora», y bastante hartos del hombre a quienes ambos consideraban un advenedizo: Ermelov, por motivos políticos; su esposa, por razones sociales.

—Conozco en San Petersburgo a diez o doce jóvenes estupendos, Vladimir, que bien merecerían un cargo de gobernador. No sabes cómo me irrita Pensar que un payaso como este Baranov les haya sacado ventaja.

Su irritación se puso de manifiesto en la primera carta que

madame Ermelova escribió desde Nueva Arkangel; estaba dirigida a su madre, la Princesa Scherkanskaya, hija del gran duque y mujer habituada a las sutilezas de la alta sociedad.

Chére Maman:

Ya hemos llegado a América; como un resumen de toda nuestra aventura, voy a contarte, brevemente, lo que ocurrió cuando desembarcamos. Desde el mar supimos dónde estábamos, al ver el espléndido volcán, tan parecido a los grabados que tenemos del Fuji-Yama japonés, poco después de dejar atrás este vestíbulo, vimos el pequeño cerro sobre el cual se levanta nuestra capital oriental. Es un lugar atractivo y, si las casas estuvieran mejor edificadas y decoradas, con el tiempo podría llegar a convertirse en una capital pasable; lamentablemente, aunque en la zona no hay más que montañas, no se encuentra aquí piedra para construir. En consecuencia, los edificios son bajos y están hechos de madera sin barnizar y sin pintar, mal ensamblada y sin señales de que en el proyecto haya participado un arquitecto o un artista. Te reirías si vieras lo que consideran su catedral. Un tosco montón de madera, mal diseñado, coronado por una divertida construcción que pretende ser una cúpula en forma de cebolla, de ésas que tan bonitas resultan cuando están bien hechas y tan ridículas cuando las diversas piezas no ajustan entre sí.

Pero esta «catedral» es una obra de arte comparada con lo que los nativos llaman, orgullosamente, el castillo de la colina: otra construcción despintada, mal proyectada y, en cierto sentido, inacabada: no es más que una colección de graneros, uno a continuación del otro, siguiendo una azarosa disposición que no permite introducir más adelante ninguna mejora. Aunque viniera un equipo de los mejores arquitectos de San Petersburgo, este sitio no tendría remedio; estoy bien segura de que empeorará con el correr del tiempo a medida que se vayan añadiendo nuevas ampliaciones sin seguir ningún plan.

Sin embargo, tengo que confesar que en los días despejados (ocasionalmente hay alguno, aunque la mayor parte del tiempo llueve, llueve y llueve) el territorio que rodea la colina alcanza una suprema belleza, como la de los bellísimos paisajes que contemplamos cuando recorrimos los lagos de Italia. Por todas partes se elevan montañas de extraordinaria altura, que descienden hasta el agua, formando una especie de nido rocoso y arbolado en donde descansa Nueva Arkangel; con el volcán montando guardia, el panorama es digno de un decorador magistral.

En lugar de eso tenemos a Aleksandr Baranov, un miserable comerciante que se esfuerza hasta el ridículo por ser un caballero. Sólo te diré una cosa sobre este individuo tonto e incompetente. Cuando nos lo presentaron a Volya y a mí (hasta entonces no le habíamos visto) se inclinó en una profunda reverencia, tal como indica el protocolo; era un tipejo menudo y gordo, de panza redonda y con un atuendo hecho por algún sastre provinciano, pues no había dos piezas que encajaran. Cuando se acercó me sobresalté, y Volya me susurró, aunque tan fuerte que él casi le oyó: «Por Dios, ¿eso es una peluca?».

Lo era y no lo era. Aunque estaba hecha de pelo, no me atrevería a decir de qué animal, no se parecía a ningún tipo de pelo que yo conozca, y estoy segura de que no era pelo humano, a menos que proviniera de algún indígena decapitado. Evidentemente, pretendía ser una peluca, porque le cubría la cabeza, que es bastante calva, según descubrí más adelante. Pero no era de esas pelucas que los caballeros y los funcionarios de Europa suelen llevar con tanta elegancia, como la del tío Vania, por ejemplo. No, era una especie de alfombra, de un color apagado, de extraña textura y sin la menor forma. Algo realmente lastimoso.

Pero lo más increíble es que, para mantenerla en su sitio,

monsieur Baranov usa dos cintas como las que suelen llevar las campesinas francesas para sujetar las cofias mientras ordeñan las vacas, y se las ata bajo la barbilla, con un lazo enorme que casi podría servirle de corbata. Más tarde, cuando vi al gordito, con su absurda peluca, junto a mi querido Volya, en la recepción de los invitados más despreciables de toda Rusia (no había un solo caballero entre ellos), el contraste era tan ridículo que estuve a punto de llorar de vergüenza por el honor de Rusia. Allí estaba aquel hombre, con esa especie de gorro de dormir; y, a su lado, Volya, erguido, correcto y más digno que nunca, con el uniforme blanco de charreteras doradas que le regaló tío Vania.

No veo la hora de abandonar Nueva Arkangel. Por si lo dicho no fuera suficiente, ahora me entero de que ese pesado de Baranov está casado con una nativa a la que llama, absurdamente, la princesa de Kenai, sabe Dios qué sitio será ése. Pero cuando protesté por semejante deshonra a la dignidad rusa, mi informante me recordó que el sacerdote local, un hombre llamado Voronov, también tiene una esposa nativa. ¿Qué le ocurre a la Madre Rusia, que tanto descuida a sus hijos?

Con todo mi afecto, tu hija que te adora, Natasha.

El Moscovia permaneció en Nueva Arkangel nueve aburridos meses; con el transcurrir de las semanas, el teniente Ermelov y su princesa disimulaban cada vez menos el desprecio que les inspiraba Baranov: se burlaban de él, delante de sus propios hombres, tildándolo de comerciante de baja estofa Y criticando cuanto hacía para mejorar la capital.

—Este hombre es tonto perdido —comentó la princesa en una fiesta, en voz alta.

Su marido, en los informes que enviaba asiduamente a San Petersburgo, criticaba la inteligencia de Baranov, su capacidad administrativa y sus ideas sobre la posición que Rusia ocupaba en el mundo. Lo más grave fue que, en tres de sus cartas, Ermelov puso en cuestión el uso que daba Baranov a la asignación del gobierno, y, en los años posteriores, el comerciante se vio perseguido por tales calumnias.

Si tenemos en cuenta el dinero que ha invertido el gobierno en Nueva Arkangel y después observamos lo poco que se ha conseguido, cabe preguntarse si este codicioso mercadercillo no se ha quedado con una buena parte para sus fines particulares.

Baranov podía tolerar que le criticaran, pues le habían advertido que cabía esperar eso de cualquier oficial de la Marina que perteneciera a la aristocracia. Pero se vio obligado a interceder cuando los Ermelov empezaron a descargar su mal genio contra el Padre Vasili, acusándolo absurdamente de deshonestidades.

—Querida princesa, no tengo más remedio que protestar. En toda la Rusia oriental no hay mejor sacerdote que Vasili Voronov, incluso comparándolo con Su Reverencia, el obispo de Irkutsk, cuya piedad es conocida en toda Siberia.

—¿Es piadoso? Por supuesto —concedió la princesa—. Pero, ¿acaso no es una vergüenza que la principal autoridad religiosa de una región tan importante como ésta esté casado con una mujer que hasta hace poco era una salvaje? Es indecente.

En circunstancias normales, Baranov, que trataba de no inspirar la animosidad de los Ermelov, hubiera dejado pasar esta crítica sin protestar; pero en los últimos años se había convertido en el acérrimo defensor de Sofía Voronova, a quien consideraba la personificación de la mujer

aleuta responsable, cuyo matrimonio con el invasor ruso constituiría la base de la nueva raza mestiza, la que con el tiempo poblaría y gobernaría el imperio ruso en América. Como si quisiera demostrar que las predicciones de Baranov eran correctas, Sofía ya había dado a luz un hermoso niño, llamado Arkady; sin embargo, la predilección que Baranov sentía por esa mujer encantadora y sonriente se debía más bien al hecho de que, una vez más, se encontraba sin esposa. Por razones que le resultaban inexplicables, Ana, su mujer nativa, se estaba comportando exactamente como la rusa: se negaba a abandonar Kodiak, donde vivía cómodamente, para irse con él a Nueva Arkangel, que le parecía un lugar de residencia menos interesante. Habiendo perdido a dos esposas, Baranov se fue a Sitka con sus dos hijos criollos y fue para ellos un padre y una madre a la vez, resignado a ser uno de esos hombres que no consiguen retener a la mujer.

Pero, en su Soledad, le causaba cada vez un placer mayor contemplar los progresos del matrimonio de los Voronov; observaba la dulzura y el amor que cada una de esas dos personas encontraba en la otra y descubría en ellos la satisfacción emocional de la que había carecido su propio matrimonio. Vasili Voronov estaba demostrando ser casi el sacerdote ideal para un lugar como Nueva Arkangel. Había demostrado valentía en los momentos de conflicto de fronteras, apoyaba lealmente al dignatario laico, vivía consagrado a la ley de Jesucristo sobre la Tierra y recorría a menudo el amplio territorio de su parroquia, como habían hecho los primeros discípulos.

En los lugares que visitaba o en cualquier parte donde se detuviera breve mente para ofrecer su consuelo, sus valores cristianos aparecían casi tangibles. Los primeros traficantes de pieles habían deshonrado la idea del imperialismo ruso, pero el amor y la comprensión del padre Vasili consiguieron borrar la mancha.

En esta tarea, le ayudó su mujer

aleuta, que continuaba organizando y ocupándose de orfanatos y escuelas de párvulos; Sofía tendió un puente resplandeciente entre el paganismo de los

aleutas y el cristianismo de su marido ruso. Baranov la consideraba la esposa ideal para un pastor y apoyó siempre sus iniciativas, hasta convertirse en una especie de padre para ella; por eso no estaba dispuesto a permitir que la princesa Ermelova la denigrara.

—Os ruego que me perdonéis, princesa —dijo Baranov, después de escuchar la última diatriba—, pero he comprobado que

madame Voronova, a quien vos consideráis una salvaje, es una verdadera cristiana. En realidad, es la Joya que la Corona tiene en estas tierras norteamericanas.

La princesa, que no estaba habituada a que nadie la contradijera, miró por encima de su ilustre hombro a aquel ridículo calvo (Baranov sólo se ponía la peluca en las ocasiones solemnes) y dijo con altanería, como si estuviera echando a algún campesino:

—Aquí en Nueva Arkangel,

monsieur Baranov, veo cientos de

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